Elegía fotográfica por el abuelo ausente
Manuel Naranjo Martell recoge en el libro ’2016′ dos centenares de suspiros en blanco y negro para tratar de llenar el vacío mortal que le dejó ese año
El corazón de 2016 empezó a latir poco después de que se congelara el de Manuel Naranjo Arenas a los 92 años. El otoño de hace un lustro se nubló de duelo para su nieto. Hombres los dos al mismo tiempo de mundo y de campo. Pero Manuel Naranjo Martell (Sevilla, 1988) se despojó de las cenizas del dolor parapetado tras el visor de su cámara que, una vez más, sirvió de escudo. Aparcó su proyecto sobre los toros —ese que nunca vio florecer el difunto Naranjo— y acabó bautizando con ese año, 2016, al libro íntimo y emocional de viajes cuya existencia empezó a gestarse en forma de diario en i...
El corazón de 2016 empezó a latir poco después de que se congelara el de Manuel Naranjo Arenas a los 92 años. El otoño de hace un lustro se nubló de duelo para su nieto. Hombres los dos al mismo tiempo de mundo y de campo. Pero Manuel Naranjo Martell (Sevilla, 1988) se despojó de las cenizas del dolor parapetado tras el visor de su cámara que, una vez más, sirvió de escudo. Aparcó su proyecto sobre los toros —ese que nunca vio florecer el difunto Naranjo— y acabó bautizando con ese año, 2016, al libro íntimo y emocional de viajes cuya existencia empezó a gestarse en forma de diario en imágenes con la muerte de su protagonista. Una vuelta al sol con alfa y omega en el mismo punto, Calañas, localidad onubense que vio nacer y morir al abuelo, y con parada intermedia en Madrid. Su cielo estrellado se repite a modo de anáfora fotográfica a lo largo de muchas dobles páginas.
Esa negritud nada tiene que ver con la astronomía sino que funciona como recurso para expresar el tránsito del ser querido. La ensoñación rural del lugar de partida de este ciclo anual en forma de cuaderno de ruta no frena el carácter ecléctico de una obra que va saltando de Nueva York o Nueva Jersey a Madrid, Sevilla, Marbella o el estrecho de Gibraltar. Cambios de rumbo, de realidades, de geografía. Es el caldo en el que ha macerado el propio autor, hijo de una norteamericana llegada como estudiante en los setenta a tierra hispalense que ha metamorfoseado en trianera con el paso de las décadas. Al niño Manolito, de doble pasaporte, le hablaba en inglés y le reñía en español. Empezó a mamar el arte en el estudio de su padre, el pintor Paco Naranjo, y remató estudiando dirección de cine en Barcelona.
Genios de la música como Rafael Riqueni, Jorge Pardo, Manolo Sanlúcar o Gato Barbieri (poco antes de morir) santiguan algunos de sus días de trabajo en ese 2016. Todo se entreteje con sus padres, su hermano, su abuela, su selfie. Personajes que comparten un mismo álbum como si se tratara de una única familia. Lo íntimo y lo pueblerino alternan con lo grandioso y lo urbano. Ahí aparecen la Semana Santa, los toros en La Maestranza, la romería del Rocío o la saca de las yeguas por tierras almonteñas de Doñana. Estampas que nos llevan a lugares comunes de la Andalucía ancestral en la que recaló su madre antes de dejar de ser guiri.
Todo parece próximo y lejano a la vez en el universo de Naranjo Martell. La lente del joven aprovecha esa confianza familiar que no entiende de distancias para amarrarse a los días decisivos, los coletazos postreros de octubre. La despedida del abuelo enfermo, el último lecho, sus rescoldos desparramados por la tierra amada. 2016 (editorial La Fábrica, 2021) representa “un intento de despedirme, de acompañarlo, de mantenerlo conmigo”, cuenta al ritmo de la cucharilla dentro del vaso de café. 365 días, cuatro estaciones y dos centenares de suspiros obturados en blanco y negro conformando una cronología.
El libro aterriza en Madrid con el hormigueo de las luces de la capital refulgiendo a través de la ventanilla del avión. Pesa el recuerdo nostálgico del abuelo, que llegó a vivir en la calle de Moratín mientras, antes de hacerse joyero, se ganaba el pan en los teatros de variedades en la capital de la posguerra. El reportero sevillano masca su dolor por esos escenarios a golpe de Leica en las semanas posteriores al óbito. Un café por el barrio de Huertas, la melancolía del parque de El Retiro… dolor y “paseos sin rumbo”, recuerda durante un encuentro con EL PAÍS el autor, maravillado por la escuela japonesa.
Con el paso de las páginas de 2016, abrazadas por sus cubiertas de piel curtida, suena de forma imaginaria el fandango clásico. “Calañas ya no es Calañas, es un segundo Madrid. Quién no ha visto por Calañas pasar el ferrocarril a las dos de la mañana”. Como aquel que grabó sobre vinilo el joven abuelo Naranjo Arenas de manera improvisada en una cabina la primeva vez que atracó en Nueva York como marino mercante. Moderneces de hace más de setenta años inimaginables entonces en el terruño de la comarca minera onubense. Naranjo Martell, más nieto ahora que nunca, retoma estos meses aquellos toros y toreros abandonados. Es la mejor manera de digerir 2016 y adentrarse en 2021.