El fuego queda bien en las cámaras. No lo neguemos, el fuego es llamativo, vistoso y violento porque los humanos domamos el fuego hace miles de años, pero nos sigue aterrorizando. Solo hay que mirar nuestros hogares, no hay fuego vivo, no hay apenas nada que dé lumbre. Nos calentamos con radiadores y cocinamos en placas de cristal que se calientan como por arte de magia. Después de domarlo, expulsamos el fuego de nuestra vida.
El fuego queda bien en las cámaras porque impacta igual que la sangre roja sobre la nieve. Por eso, cuando en mitad de una ciudad civilizada por el cemento y el r...
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El fuego queda bien en las cámaras. No lo neguemos, el fuego es llamativo, vistoso y violento porque los humanos domamos el fuego hace miles de años, pero nos sigue aterrorizando. Solo hay que mirar nuestros hogares, no hay fuego vivo, no hay apenas nada que dé lumbre. Nos calentamos con radiadores y cocinamos en placas de cristal que se calientan como por arte de magia. Después de domarlo, expulsamos el fuego de nuestra vida.
El fuego queda bien en las cámaras porque impacta igual que la sangre roja sobre la nieve. Por eso, cuando en mitad de una ciudad civilizada por el cemento y el reciclaje alguien prende fuego a un contenedor, los periodistas vamos corriendo, cámara al hombro a enfocar el fuego que no entendemos, pero hemos aprendido a usar para llamar la atención. Da igual que el resto de la ciudad esté en calma y silencio, si hay algo ardiendo en la Puerta del Sol o a unos pasos de la Plaça de Catalunya, nos entran las fiebres y los sudores. En la boca se agolpan palabras. Desgraciados. Violentos. Niñatos malcriados, dirán los más brutos. Agitadores sin más propósito que romper la paz social de la democracia de este país.
Pero en el fondo lo sabemos. No están quemando contenedores por la libertad de un rapero que, aunque era malo, no se merecía la cárcel. En un artículo en el que se entrevistaba a los asistentes a la manifestación, Laura, de 40 años y de Barcelona, decía: “Venimos a la protesta, pero Hasél es una excusa más. Protestamos por los desahucios, por la gente indefensa y sin amparo”. Juan Antonio, de Valencia, decía: “Yo tengo 27 años y ninguna perspectiva de poder marcharme de casa y de tener un proyecto vital. Hay mucho hartazgo y no solo por el año de pandemia”. Detrás de cada fogata metropolitana está el cansancio. Está la desesperanza; la fatiga; la reducción del 66% de salario juvenil por el covid; el estado anímico malo o muy malo del 32%; el terrible dato de que si tienes menos de 30 años, deberás pagar el 94% de tu sueldo por un piso; el paro que entre los jóvenes roza el 41%. Si cualquiera de mis compañeros generacionales quemase un contenedor por cada contrato en prácticas, por cada contrato temporal, hay ciudades que estarían ardiendo durante semanas.
Sin trabajo, sin piso, sin esperanzas, para algunos solo queda la rabia y una caja de cerillas. La generación fatigada, empobrecida, breve como sus sueños, suspira por ser mileurista, ese concepto que despreciaban los que les cambiaron los pañales. Por eso queman cosas. El precariado educado, una nueva generación que no son los hijos del milenio sino los hijos de la burbuja que explotó y les dio en la cara, sabe cómo viralizar algo porque ellos inventaron lo viral. Reclaman atención y les hacemos caso. Durante unos días los ponemos en portada porque el fuego queda bien en las cámaras. Pero seguimos sin escucharles porque solo queremos oír el crepitar de las llamas.