Árboles maltratados

Nuestros compañeros en las calles, que tanto nos dan, necesitan mejores cuidados y, sobre todo, más espacio

Vista del parque de Atenas, donde se han caído varios árboles a causa de las fuertes rachas de viento, este viernes en Madrid.Kiko Huesca (EFE)

La otra noche, cuando los vientos borrascosos, los árboles de mi calle agitaban violentamente sus ramas, y yo no sabía si trataban de asustarme o de pedir ayuda, horrorizados, como en El grito de Munch. Parecía que el viento iba a arrancar a la ciudad del mapa como se arranca una pegatina: la ciudad resistió (más o menos), pero los árboles cayeron. Hasta un millón de ellos han sido afectados, hasta el 60 o 70% en zonas como...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La otra noche, cuando los vientos borrascosos, los árboles de mi calle agitaban violentamente sus ramas, y yo no sabía si trataban de asustarme o de pedir ayuda, horrorizados, como en El grito de Munch. Parecía que el viento iba a arrancar a la ciudad del mapa como se arranca una pegatina: la ciudad resistió (más o menos), pero los árboles cayeron. Hasta un millón de ellos han sido afectados, hasta el 60 o 70% en zonas como Casa de Campo o Retiro. Filomena y el viento han supuesto un bombardeo a unos árboles que tampoco vivían en las mejores condiciones.

A mí los árboles urbanos antes me daban paz. Hasta que me di un paseo con el paisajista Ramón Gómez, del estudio Herba Nova. “Es cierto que Madrid es una de las capitales con más árboles, pero no se trata de poner muchos, sino de ponerlos bien”, me dijo, “dejemos de contar árboles: más calidad y menos cantidad”.

“Dejemos de contar árboles: más calidad y menos cantidad”, dice Ramón Gómez.

Me habló de las estrecheces de los alcorques en los que difícilmente caben las raíces, me mostró cómo en ocasiones esas raíces no pueden extenderse y rompen el asfalto con la fuerza de un Hulk vegetal, con una desesperación silenciosa. Me habló del daño que les hacen las podas, que les asfixian, y tienen que echar rama por sitios raros. Me dijo, en definitiva, que los árboles urbanos, que tanto nos dan, necesitan mejor trato, sobre todo, más espacio.

Ahora miro los árboles y me da angustia.

Dicen que los poetas tienen que saberse los nombres de los árboles. Un servidor, criado en los efluvios de los tubos de escape y al abrigo del hormigón armado, es bastante malo en eso, pero Ramón me contó que estos hermosos árboles municipales que tengo delante del balcón y que cuya copa considero en primavera mi jardín particular, se llaman olmo de Siberia y acacia del Japón. Esta acacia se plantaba en la tumba de personas ilustres y de ella se sacaban tintes amarillos que solo usaba el emperador nipón. Hay muchas historias dormidas en las ramas de esos árboles.

En estos árboles veo pasar el flujo de las estaciones con todo detalle, la caída de la hoja, la floración, y también las enfermedades y plagas que les aquejan, sobre todo al olmo con frecuente galeruca que le agujerea las hojas y le quita de comer, porque el olmo, los árboles, comen luz.

Todavía se ven por las calles y los parques las consecuencias del destrozo, los troncos caídos, grandes montones de ramas, como escombro, como daños colaterales, como los restos de una feroz batalla. Muchos de ellos, debilitados o propios de otros climas, no estaban preparados para esto. “Después de este desastre tenemos una oportunidad”, me dice ahora Ramón, “la ciudad está cambiando en estos tiempos, hacia el peatón: no seamos tan egoístas y pensemos en el árbol como algo más que mobiliario urbano”.

Sobre la firma

Más información

Archivado En