El fin se acerca

El pensamiento positivo, incluso en Fin de Año, puede abocarnos al desastre

Una noche de la Navidad del año pasado en la Puerta del Sol.RODRIGO JIMENEZ (EFE)

El año pasado por estas fechas ya estaba claro que el mundo se iba al garete: cambio climático, servidumbre tecnológica, transhumanismo, ascenso del fascismo, fake news y crispación en el mundo real y digital (son lo mismo), y otras amenazas, tal vez menos probables, pero igual de acojonantes: impacto de meteoritos, inviernos nucleares o nuevos realitys con famosos.

Se llaman riesgos existenciales y hay quien los estudia (como el filósofo Nick Bostrom en su Instituto p...

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El año pasado por estas fechas ya estaba claro que el mundo se iba al garete: cambio climático, servidumbre tecnológica, transhumanismo, ascenso del fascismo, fake news y crispación en el mundo real y digital (son lo mismo), y otras amenazas, tal vez menos probables, pero igual de acojonantes: impacto de meteoritos, inviernos nucleares o nuevos realitys con famosos.

Se llaman riesgos existenciales y hay quien los estudia (como el filósofo Nick Bostrom en su Instituto por el Futuro de la Humanidad, en la Universidad de Oxford, o el Centro para el Estudio del Riesgo Existencial, en Cambrigde), de modo que hay que tomárselos en serio, como los sabios. Sin embargo, ahí estábamos, celebrando las campanadas en la Puerta del Sol, viendo a Anne Igartiburu por la tele, como si la mera presencia de Anne Igartiburu y la correcta ingestión de las doce uvas fuera la garantía de un futuro luminoso.

Luego vino la pandemia y, plas, vaya hostia: ese optimismo antropológico, ese ímpetu de la vida en su reproducción infinita, ese convencimiento de que son siempre otros los que tienen accidentes de tráfico o enfermedades degenerativas, se vio trastocado por un riesgo existencial de verdad, una pandemia que parecía sacada de una película de ciencia ficción, igual que esas aplicaciones del móvil que te ponen cara de perrito sonriente.

Tendemos a valorar la vida año a año y la historia década a década o siglo a siglo cuando, más allá de lo astronómico, no tienen que ver con otros procesos económicos, políticos, sociales o sanitarios.

Ha girado la Tierra alrededor del Sol y estamos otra vez pensando que el año que viene todo estará solucionado y tratando de rascar el máximo a la fiesta, igual que el gambitero que trata de alargar con cualquier excusa el after hours cuando sabe que toda su familia está ingresada por un accidente.

Es cierto que la gente está siendo más cautelosa a la hora de desear un feliz año (hay quien desea un año “al menos un poco mejor”), pero también da la impresión de que llegado el día 1 de enero podremos cantar victoria, cuando sabemos que la administración de la vacuna y la llegada de la inmunidad de rebaño (nunca habíamos sido tan conscientes de ser un rebaño, o una piara) no será un camino de rosas. Como pronto, en verano.

Pero es que tendemos a valorar la vida año a año y la historia década a década o siglo a siglo, cuando más allá de lo astronómico y de los ciclos naturales, son divisiones arbitrarias del tiempo para aclararnos un poco sobre el devenir, y que no tienen que ver con otros procesos económicos, políticos, sociales o sanitarios.

El pensamiento positivo, como señaló Barbara Ehrenreich en el ya clásico Sonríe o muere (Turner) puede llevarnos al desastre: el optimismo hace que se desatienda a las crías, que nadie quiera ser el aguafiestas en una burbuja financiera o que uno pase de ir a hacerse esa revisión rutinaria de la próstata. Y luego, plas, vaya hostia.

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