La atención domiciliaria de la primaria en Madrid se duplica por la pandemia: “Hace más falta que nunca”
Las visitas a los hogares de los pacientes se han duplicado por la pandemia: desde marzo, los profesionales han hecho más de 700.000
Bajo la mascarilla, María respira con fuerza. Le tiembla la cara. Y se echa a llorar. Las lágrimas corren entre las arrugas y se esparcen por el borde de la FFP2. No pasa nada y no le duele nada más allá de una molestia en una pierna. Mira a Pedro Otones recoger el tensiómetro, las tiras reactivas del azúcar y los guantes. María tiene 94 años. Otones es su enfermero. “Es que es mucho, pero mucho lo que él hace”, susurra ella: “¿Cómo voy a estar? Feliz. Cada vez que me pasa algo está aquí”. Ese “aquí” es su casa, un piso en Villaverde Alto donde el sanitario acude de forma periódica para hacerl...
Bajo la mascarilla, María respira con fuerza. Le tiembla la cara. Y se echa a llorar. Las lágrimas corren entre las arrugas y se esparcen por el borde de la FFP2. No pasa nada y no le duele nada más allá de una molestia en una pierna. Mira a Pedro Otones recoger el tensiómetro, las tiras reactivas del azúcar y los guantes. María tiene 94 años. Otones es su enfermero. “Es que es mucho, pero mucho lo que él hace”, susurra ella: “¿Cómo voy a estar? Feliz. Cada vez que me pasa algo está aquí”. Ese “aquí” es su casa, un piso en Villaverde Alto donde el sanitario acude de forma periódica para hacerle el seguimiento. Como al de esta nonagenaria, desde el 23 de marzo, cuando se reorganizó la primaria para derivar profesionales al hospital de campaña de Ifema, los especialistas de los 266 centros de salud y 163 consultorios madrileños han realizado 734.297 visitas a los hogares de sus pacientes. “Con o sin pandemia, como sea, no podemos nunca abandonar a nuestros enfermos”, dice el sanitario.
Es parte de su trabajo, cada día, todos: consulta por teléfono, presencial cuando se puede y se necesita y atención domiciliaria, una práctica creciente por el envejecimiento de la población y agudizada por el virus que ha tenido como foco, sobre todo, a los pacientes crónicos, los más comunes dentro del sistema sanitario. Estas patologías —de larga duración y generalmente de progresión lenta—, se deben, en gran parte, el aumento en la esperanza de vida: cardiovasculares, respiratorias, cáncer y diabetes son las más extendidas.
Desde el 23 de marzo, los centros de salud han hecho 32.706.709 actuaciones: 15.502.207 consultas presenciales, 734.297 visitas en domicilio y 16.470.195 por teléfonoDatos: Consejería de Sanidad
María es de las segundas, tuvo un ictus en septiembre de 2019. En su sillón junto a la ventana del salón, preguntándole a Otones por “su chiquillo” y enseñándole los ejercicios que hace mientras está sentada porque sabe que si no “pierde movilidad”, parece que no le hubiese sucedido nada. “Hasta entonces ella se lo hacía todo, ahora arrastra un poco una pierna y hay que ayudarla a ducharse y esas cosas, pero nada más”, cuenta Toñi, su hija. Cuida de ella, además de una auxiliar y el seguimiento de la médica y el enfermero de su centro de salud, el San Andrés, a cinco minutos de la casa de María: “Saber que están ahí, que la conocen perfectamente y ella a ellos, tranquiliza mucho”.
Uno de los distritos más golpeados por la covid
Como Otones, en el San Andrés hay medio centenar de profesionales —21 médicos, cuatro pediatras, 19 enfermeras, dos técnicos en cuidados auxiliares de Enfermería, 12 auxiliares administrativos, dos celadores y un trabajador social— para atender a 31.623 vecinos que han visto durante los últimos meses cómo la covid les golpeaba con más fuerza que a otras zonas. Han llegado a atender 500 llamadas diarias, la sobrecarga de este escalón del sistema sanitario se ha multiplicado con la pandemia, con plantillas bajo mínimos y agendas kilométricas de pacientes. Aunque en San Andrés, dice Félix Muñoz, el responsable de Enfermería del centro, “ahora mismo estamos bien de recursos y material”.
Junto a Puente de Vallecas y Usera, que lindan con este distrito, Villaverde es uno de los tres más vulnerables de la capital, según un análisis del Ayuntamiento. La renta media en esa zona del sur es de 26.915 euros, el tamaño medio de una vivienda es de 89 metros cuadrados y hay una tasa de paro bruta del 10%. “Es un lugar peculiar, poblado con la inmigración de los años cincuenta y sesenta, sobre todo de Castilla-La Mancha y Extremadura”, cuenta Muñoz, de camino a casa de otra paciente.
El 15% de quienes viven en Villaverde son migrantes: “Con un nivel socioeconómico bajo y una población muy envejecida, eso hace mella. Familias que viven hacinadas, 15 personas en un piso de tres habitaciones. Los muy mayores, ancianos frágiles, polimedicados”. La incidencia acumulada a 14 días de coronavirus en esa zona básica de salud llegó ser de 1.782 casos por cada 100.000 habitantes en esta segunda ola, en septiembre. Ahora está en 302, de las más elevadas de la ciudad y superior a la del conjunto del distrito (263), con 392 casos notificados en las dos últimas semanas.
Más tiempo y más visitas
Ana es uno de esos nuevos positivos. Tiene genio, insuficiencia cardiaca, una válvula mecánica en el corazón, algo de sordera, covid desde hace una semana y 93 años. Para pasar a verla, Juan Pérez, el técnico auxiliar que acompaña a la enfermera Susana Cámara, hace un despliegue que requiere espacio y tiempo. “Antes tardabas 20-25 minutos en hacer una visita, ahora fácilmente llega a los 40-45”, explica Cámara. También el número de visitas: “Se han duplicado y triplicado, hay quien no viene al centro por miedo y en muchos casos no está aconsejado, son pacientes con riesgo, por edad y pluripatología”. Mientras, Pérez, con destreza mecánica, va siguiendo todos los pasos del protocolo para vestir a Cámara con el equipo de protección individual.
Ya enfundada, llama al timbre. Abre Diego, el hijo de Ana, también paciente de covid. “Asintomático”, dice. Ella está sentada en su sillón granate del salón y Cámara empieza a medirle los parámetros del sintrom —un anticoagulante para evitar trombos que normalmente se ajusta una vez al mes—, bromean. “La llamamos todos los días y vengo a verla, tuvo fiebre pero pasó, no tiene disnea y la evolución es buena. Con 93 años, es brutal”, sonríe la enfermera, que le cuenta a Diego que llamó esa misma mañana a su esposa, ingresada en el Hospital 12 de Octubre, también por coronavirus: “Tiene neumonía leve, pero evoluciona bien”. Cámara explica que no todos están como Ana: “Hay personas no tan atendidas y si no vamos nosotros, no hay quien controle lo que les ocurre”.
Hay personas no tan atendidas y si no vamos nosotros, no hay quien controle lo que les ocurreSusana Cámara, enfermera del C.S. San Andrés
También alude a ello David Molina. El enfermero camina desde el centro de salud a la casa de Carmen, un bajo en un edificio rodeado de bloques de poca altura con decenas de cuerdas de tender llenas de chándales de distintos tamaños y pantalones azulones de trabajo. Lo recibe Domingo, el hijo de esta mujer de 86 años. Molina va a vacunarla contra el neumococo, un mes después de haberle hecho contra la gripe. “Ya estaba nerviosa por si no venías”, le dice ella. Vive sola, “no quiere ni oír hablar de mudarse conmigo ni de residencias”, explica su hijo, que pasa a verla dos veces en semana en visitas que se reparte con su hermano: “Viene una auxiliar tres días también. Y el control que le tienen desde el centro de salud, nos quedamos tranquilos sabiendo que está pendiente y que viene. David es una de las pocas personas a las que abre la puerta”. En el salón, Molina le pregunta a Carmen qué pastillas son las que toma dos veces por semana: “Yo me lo sé, pero necesito ver si se acuerda usted”. “Que sí, que sí”, alarga la i Carmen: “Los jueves y domingos”. El enfermero se ríe: “Vale, vale, sí que se lo sabe”.
Carmen, Ana y María se despiden de forma muy parecida de los sanitarios.
—Gracias, cariño mío, dice Ana a Susana Cámara.
—A ver si acaba esto y nos vemos más, pide María a Pedro Otones. Hacen más falta que nunca, deja caer de soslayo.
—Señor bendito lo que me trasteas, regaña Carmen a David Molina.
“Como a gente que conoces de toda la vida”, resume Cámara, que llegó al San Andrés con 25 años y ha cumplido 49. Y no se refiere a ello solo por salud. Habla de tristeza: “El ánimo por el aislamiento y la situación sobre todo de las personas mayores es bajo. Quienes viven solos lo pasan mal y agradecen muchísimo las visitas”. Es recíproco: “Ver su pesar, el deterioro, la soledad… Es terrible. Hacemos todo lo que está en nuestra mano. Eso evita también muchísima atención hospitalaria”. El adecuado seguimiento y control de los enfermos que no requieren hospital frenan que lo necesiten más adelante. “Es la base de la primaria”, se encoge de hombros, “que solo acabe allí lo inevitable”.
La "dureza emocional" de la atención
Cuadrado de plástico en el suelo, descalzarse, colocarse sobre él, buzo, zapatos, bolsas en ambos pies, cinta adhesiva y calzas. Juan Pérez, técnico auxiliar en cuidados de Enfermería del centro de salud San Andrés, lo toca todo con un cuidado extremo: “Un error y queda hueco por el que podría colarse el bicho”. Sigue: mascarilla ffp2, quirúrgica encima. Gorro en el pelo, capucha del buzo, subir la cremallera con la cabeza alta para ajustarla a la mandíbula. Pantalla y doble guante. Susana Cámara, la enfermera, está lista para hacer la atención a domicilio. Pero la carga logística y de tiempo que supone la protección contra el virus no es lo más difícil de estos meses. “La dureza emocional es tremenda”, dice Pérez cuando comienza el proceso inverso, el de retirar el EPI: ahora material contaminado.
Mientras monta una diminuta piscina de plástico rojo en la que se introducen los pies y en la que se hace todo el procedimiento, Pérez va relatando cómo a partes iguales “adora” y le hace “daño” su trabajo, clave para la seguridad de los profesionales sanitarios y para los pacientes. Para un par de veces para coger aire, no quiere llorar y lo dice: “Vemos cosas que no pueden explicarse y que no voy a olvidar en la vida”. Su memoria vuela a un caso concreto. Una familia en la que la madre había muerto por covid, la abuela se contagió y también el padre: “La hija estaba empeñada en infectarse para poder ayudarlos a los dos. Me decía que ya le daba igual contagiarse, acabar en un hospital o morir”. Termina la frase y se queda en silencio. Se agacha para cerrar bien el saco de residuos y poder ir a desinfectar el coche de las visitas, esa, ese día, será su última tarea antes de volver a casa.
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