Agua de cebada
Fue la bebida que estaba en todas las verbenas madrileñas, pero cuando empezaron a comercializarse los refrescos industriales fue desapareciendo hasta convertirse en un fósil líquido
Hay una bebida muy tradicional de Madrid, hecha a base de cebada tostada cocida con agua, azúcar moreno de caña y limón que ya solo despachan en un lugar en toda la ciudad. La bebida se llama “agua de cebada” y sabe a caramelo de cubalibre. La sirven muy fría, aderezada con hielo picado, en un recoleto kiosco blanquiazul, sede del negocio que fundaron hace 80 años Francisco Guilabert y Francisca Segura, naturales de Crevillente (Alicante) y que hoy regentan sus biznietos, los hermanos Miguel y José. Su ubicación es el número 8 de la calle Narváez y esta semana muchos lo descubrimos gracias ...
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Hay una bebida muy tradicional de Madrid, hecha a base de cebada tostada cocida con agua, azúcar moreno de caña y limón que ya solo despachan en un lugar en toda la ciudad. La bebida se llama “agua de cebada” y sabe a caramelo de cubalibre. La sirven muy fría, aderezada con hielo picado, en un recoleto kiosco blanquiazul, sede del negocio que fundaron hace 80 años Francisco Guilabert y Francisca Segura, naturales de Crevillente (Alicante) y que hoy regentan sus biznietos, los hermanos Miguel y José. Su ubicación es el número 8 de la calle Narváez y esta semana muchos lo descubrimos gracias al consejo de la periodista Almudena Ávalos, una de las personas que mejor conoce los secretos de la villa y corte contemporánea.
Desde finales de 1700, el agua de cebada se bebió en todas las verbenas, pero cuando empezaron a comercializarse los refrescos industriales fue desapareciendo hasta convertirse en un fósil líquido que únicamente se puede encontrar en ese concretísimo punto arqueológico del Barrio de Retiro. Ese aguacucho improbable sigue ahí como un Tardis, la cabina que los personajes de la clásica serie británica Doctor Who usan para viajar en el tiempo y que podría perfectamente ser la nave a la que todos nos hemos subido para atravesar el confinamiento y desplazarnos desde un lugar familiar hasta un mundo raro. Cualquiera que haya salido a pasear lo habrá notado: hay una anomalía temporal en la ciudad covídica. Lo percibimos ya cuando nos dejaron volver a salir por primera vez pero ahora que vivimos integrados en la nueva normalidad no hay manera de negarlo: todo sigue en el lugar donde lo dejamos antes de encerrarnos pero hay algo que no acaba de encajar. Es como si el mundo entero pasara por un desarreglo hormonal.
Tal vez es el desconcierto que nos genera haber pasado directamente del invierno al verano; quizá es la desorientación que nos produce un calendario descoyuntado, en el que los partidos de la liga se juegan cuando no toca, los colegios cierran después de no haber abierto y los horarios de oficina ya no marcan el ritmo antes pactado; probablemente es el desasosiego que nos crean los rostros de los desconocidos, ahora con mascarillas mucho más extraños; a lo mejor es la desazón que nos provoca no saber cuántas rejas de comercios que vemos bajadas volverán a levantar ni qué habrá detrás de ellas cuando lo hagan; es probable que sea la incertidumbre que nos suscitan las cientos de preguntas no contestadas. ¿Cómo sé si el gel hidroalcóholico que acabo de comprar es de los que seca rápido o de los que dejan pringada? ¿Cuánta gente ha muerto realmente? ¿Qué hacemos con toda esta energía vital almacenada de los funerales no oficiados y las verbenas no celebradas? ¿Si digo “cubalibre” soy grupo de riesgo? ¿Qué día es hoy? Todo es una rareza como el agua de cebada porque nadie (ni siquiera los que deberían) comprendemos absolutamente nada.