La ciudad es un bosque dormido
Madrid está desnuda sin los ciudadanos, porque una urbe es algo más que un montón de cosas que comprar y lugares que fotografiar
La naturaleza va a su bola y, a veces, es balsámica: el olmo siberiano del balcón ha echado las hojas y nos ha metido un jardín en el salón. Aunque la esfera humana esté congelada, los ciclos de la vida siguen su curso y, como dijo Neruda, en un verso hermoso y algo cursi, podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primera.
El olmo estaba hace unos días esquelético y sus ramas desnudas eran como grietas metafísicas sobre el fondo urbano. Ahora el árbol se ha vestido de verde, pero la ciudad sigue desnuda: solo queda el ramaje, la estructura, el escuálido esqueleto. Quedan...
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La naturaleza va a su bola y, a veces, es balsámica: el olmo siberiano del balcón ha echado las hojas y nos ha metido un jardín en el salón. Aunque la esfera humana esté congelada, los ciclos de la vida siguen su curso y, como dijo Neruda, en un verso hermoso y algo cursi, podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primera.
El olmo estaba hace unos días esquelético y sus ramas desnudas eran como grietas metafísicas sobre el fondo urbano. Ahora el árbol se ha vestido de verde, pero la ciudad sigue desnuda: solo queda el ramaje, la estructura, el escuálido esqueleto. Quedan las calles, los semáforos, los contenedores de reciclaje, las pintadas, la lluvia, pero le falta a Madrid la carne, el hueso, la ropa que le ponen los ciudadanos. Ahora vivimos encerrados en uvas conectadas a un racimo que es la infraestructura urbana. No sé si se pilla la metáfora.
Así que la ciudad no es solo un montón de cosas que comprar y lugares que fotografiar, sino un montón de gente que ahora falta (muchos ya no volverán). La ciudad es cooperación y conflicto, una tensa convivencia entre los espacios públicos y los espacios privados que ahora, en confinamiento, sabemos diferenciar tan bien, igual que hemos desarrollado un sentido finísimo para detectar terremotos. La ciudad es, sobre todo, quien la habita, la ciudad es sus vecinos, sus perretes, aunque muchas veces se piense que su naturaleza es otra: la del producto que se coloca en un escaparate, la del piso con el que se juega a ganar más, la de la cocaína fosforita.
La naturaleza (sea eso lo que sea) es tenaz, es cabezota, como lo es el virus en su expansión y como lo es la propia especie humana, que también son naturaleza. Y ahora que la ciudad está en bolas se asoma tímida a las calles: asoman los jabalíes, los patos, los corzos, los expresidentes haciendo marcha y otros animales. El ruido que hacemos se ha hecho tan patente en el silencio que hasta los animales periféricos han venido a ver qué pasa. Los pájaros cantan en estéreo, el cielo se ve en HD.
“La ciudad es un bosque dormido”, me dijo una vez un paisajista, basta que faltemos las personas durante el tiempo suficiente para que vuelva surgir el bosque que crece desde las malas hierbas. Si faltásemos mucho tiempo más, si viviéramos una primavera hipertrofiada, como observó Alan Weissman en un libro, volvería la jungla a cubrir las calles como cubrió los monumentos de la cultura maya en Yucatán. Una jungla diferente de la jungla humana, que es verde como dólar.
Aquí seguimos, cortando con cuidado las uñas de los pies sentados en el váter, en la primavera de la esperanza, en el invierno de nuestro descontento, esperando al sol, comiendo jamón York.