Cuando se corren las cortinas

Quizá no solo estemos perdiendo esa parte de la intimidad sino que estamos ganando confianza

Madrid -
Calles del centro de Madrid, durante el estado de alarma.EL PAÍS

Creo que hemos perdido algo importante durante estas semanas de aislamiento: la intimidad. Y no hablo de lo que es de uno y no debe ser de nadie más, sino de esa celosía con la que guardamos algunos aspectos frívolos de nuestra vida, esa necesidad auto impuesta de la brocha, el brillo y la camisa planchada cuando uno sale –no ahora– a la calle.

El otro día Flavita Banana compartía una ilustración de una mujer sin depilar en la que se cuestionaba lo que hacemos por cuidado propio y lo que hacemos por cumplir con...

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Creo que hemos perdido algo importante durante estas semanas de aislamiento: la intimidad. Y no hablo de lo que es de uno y no debe ser de nadie más, sino de esa celosía con la que guardamos algunos aspectos frívolos de nuestra vida, esa necesidad auto impuesta de la brocha, el brillo y la camisa planchada cuando uno sale –no ahora– a la calle.

El otro día Flavita Banana compartía una ilustración de una mujer sin depilar en la que se cuestionaba lo que hacemos por cuidado propio y lo que hacemos por cumplir con lo establecido. Reconozco que me gusta la ropa de estar por casa. No soporto descansar con unos vaqueros o ponerme deportivas para recorrer el pasillo. Paso del maquillaje –aunque agradezco algún que otro filtro– y me importa un bledo cómo tengo el pelo. Solía sacar a los perros en chándal y me siento igual de guapa. Ahora, además, estoy en casa, nadie me juzga –tampoco yo– y esa es una sensación agradable. Porque eso no significa que no me cuide o que me dé igual, es mucho más simple que todo eso: es una cuestión de hacer lo que a una le hace sentirse bien. Sea una cosa o sea la otra.

Tengo una nueva costumbre. Los sábados y los domingos salgo a desayunar a la terraza. Tal y como me levanto: en pijama y con el pelo revuelto. Siempre veo a mi vecino de enfrente apoyado en la barandilla hablando por teléfono. Alzo la taza y nos saludamos. Él también está en pijama, uno azul oscuro que le queda muy bien. Unos pisos más abajo, siempre puntual, sale mi vecina a aplaudir. Suele hacerlo con los rulos y en bata, aunque siempre lleva las uñas pintadas de un rosa fosforito que creo que puede verse desde Atocha.

Miranda es la que se encarga de sacar a los perros y se ha convertido en mi ventana a otras calles. Siempre que vuelve me cuenta lo que ha visto. Las ventanas de los primeros, antes siempre cubiertas por recelo, lucen ahora despejadas en busca del vecino que pasa y charla brevemente. Ya no molesta que el de la acera mire hacia dentro con curiosidad ni sorprende que el de dentro busque los ojos del de fuera. Los perros de las casas ladran a los de las calles, que les devuelven el ladrido mientras sus humanos se sonríen con la complicidad de los que saben que tienen, por suerte, la soledad bien cubierta. Algunos se cortan las uñas y otros bailan en el salón. Suele ver niños disfrazados, padres y madres con pintura en la cara, jóvenes con ropa de deporte que poco o nada se parecen a los modelos deportivos que vemos anunciados pero que sudan felices mientras intentan mantener la coordinación.

Quizá no solo estemos perdiendo esa parte de la intimidad sino que estamos ganando confianza, tanto con nosotros mismos como con los que tenemos cerca. Pequeños triunfos en mitad del horror. Madrid me mata.

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