“A la humanidad”

Son ya tres semanas sin faltar a la cita del balcón y comienza a interesarme lo que hay antes y después

Un vecino descansa con los pies al aire en su terraza cuando los balcones y ventanas han tomado protagonismo en estos días de confinamiento en casa.Ana Escobar (EFE)

Hoy he salido al balcón un rato antes de las ocho de la tarde. Son ya tres semanas sin faltar a la cita y comienza a interesarme lo que hay antes y después, seguramente porque es ahora mismo la única prueba que tengo de que la vida continúa más allá de estas cuatro paredes y la pantalla del teléfono.

A las siete y media han salido los vecinos de enfrente, una pareja joven con un niño pequeño. En mi cabeza se llaman Rafa, Lara y Matías. Intuyo que él teletrabaja porque no hay mañana en la que no lo vea hablando por teléfono asomado a la barandilla. Se suele apoyar en una mesita azul rode...

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Hoy he salido al balcón un rato antes de las ocho de la tarde. Son ya tres semanas sin faltar a la cita y comienza a interesarme lo que hay antes y después, seguramente porque es ahora mismo la única prueba que tengo de que la vida continúa más allá de estas cuatro paredes y la pantalla del teléfono.

A las siete y media han salido los vecinos de enfrente, una pareja joven con un niño pequeño. En mi cabeza se llaman Rafa, Lara y Matías. Intuyo que él teletrabaja porque no hay mañana en la que no lo vea hablando por teléfono asomado a la barandilla. Se suele apoyar en una mesita azul rodeada de plantas frondosas, y su mujer, de pelo largo, tiene un rostro amable. Dejan la luz dada y cuando se hace de noche mi perro Viento les observa, como un guardián, y a mí me da la misma tranquilidad que cuando era pequeña, me iba a dormir y mi padre se quedaba despierto en el salón. Nos hemos saludado con una sonrisa, como cada tarde, mientras sonaba Imagine desde alguna casa próxima.

A las ocho menos cinco me he asomado y mientras esperaba para arrancar el aplauso he visto cómo se asomaban distintas cabecitas por cada ventana, tímidas al principio, pero con ganas según se incrementaba el ruido de las palmas. Una de ellas es la de Adelaida (así la supongo), una mujer mayor con mascarilla y uñas de colores que no sé cómo consigue enviarme el olor de mi abuela cuando abre la ventana. Justo a su lado dos mujeres, Laia y Sara (así las imagino), nos hacen un gesto con el pulgar hacia arriba, como cada tarde. Al final de la calle, en el balcón que hace esquina, ha salido Pepe (así le intuyo), el músico del barrio, quien con su trompeta nos hace sentir en un estadio de fútbol. Yo creo que es colchonero. Es siempre el último en irse y hoy me he quedado para aplaudirle a él, que ha dedicado unas notas a los trabajadores del Mercadona aprovechando que uno de ellos volvía a casa. Desde el primer día nos saludamos con una madre y su hija, Sol y Marta, que se abrazan mientras se asoman y sonríen cuando aplauden.

Ahora hay luz, y las luces de los teléfonos que nos dedicábamos con la avenida perpendicular se han cambiado por manos al aire que se agitan con pasión. Creo que estamos a unos días de rozarnos con la punta de los dedos, aunque estemos a metros de distancia.

Me gusta mi barrio y estoy aprendiendo a querer a la gente, a confiar en la bondad ajena, en contagiarme de su ánimo. Pero somos muchos más: otro viernes os hablaré del resto.

El otro día recibí un vídeo de mi abuela en el que aplaudía y se lo dedicaba “a la humanidad”. Me sumo a ello. Creo que, por una vez, estamos haciendo las cosas bien.

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