Yo desobedecí a la autoridad
El derrumbe moral tiene el peligro de acabar con la cohesión social en tiempos difíciles
Bajé a hacer la compra y me denunciaron por desobediencia a la autoridad.
Sucede que, de camino a la tienda de alimentación, después de ver una cola enorme en el supermercado, me topé con una ex compañera de trabajo a la que saludé a una distancia no menor de cinco metros: “Hola, qué tal, cómo va eso, vaya movida todo”. Apareció un coche de la Policía Municipal y, al vernos momentáneamente parados, me pusieron la denuncia.
- Aquí dice que estoy en la calle de manera injustificada, y es falso, voy a comprar alimentos – dije enseñando la lista de la compra, como si fuera un documen...
Bajé a hacer la compra y me denunciaron por desobediencia a la autoridad.
Sucede que, de camino a la tienda de alimentación, después de ver una cola enorme en el supermercado, me topé con una ex compañera de trabajo a la que saludé a una distancia no menor de cinco metros: “Hola, qué tal, cómo va eso, vaya movida todo”. Apareció un coche de la Policía Municipal y, al vernos momentáneamente parados, me pusieron la denuncia.
- Aquí dice que estoy en la calle de manera injustificada, y es falso, voy a comprar alimentos – dije enseñando la lista de la compra, como si fuera un documento de validez legal.
- Puede usted recurrir luego enseñando el ticket de compra.
Argumenté que por qué no desfacer el entuerto entonces, sin poner la denuncia. ¿Por qué esperar a después?
- Ahora estamos en este plan – me dijeron.
Entendí entre líneas que se estaban tomando medidas ejemplarizantes, y que me había tocado a mí, y supongo que no seré el único, dadas las cifras de denuncias. El trabajo de la policía es muy valioso en estos días, jugándose el tipo por la seguridad de todos, es una pena que por actuaciones arbitrarias se ganen la animadversión de algunos ciudadanos. Por lo demás, qué fuerte suena eso de “desobediencia a la autoridad” cuando uno va a comprar tomates, arroz, cerveza y víveres para toda la semana, sobre todo cuando uno ha seguido a rajatabla todas las indicaciones del confinamiento, completamente concienciado de la dimensión del problema.
Parece que se están acabando las buenas maneras, el sentimiento de solidaridad, el buenrrollismo de los primeros días de pandemia. Vecinos vociferantes se asoman a sus balcones a insultar a niños autistas y a cualquiera que pase por allí, como en aquel experimento de la Universidad de Stanford, en el que el psicólogo Zimbardo simulaba una cárcel con vigilantes y presos (en realidad eran estudiantes voluntarios). Lo que observó fue que la crueldad de los vigilantes iba en aumento, porque tenían poder. Hay un dicho asturiano que lo ya lo avisaba: “¿Quies conocer el vecín? Da-y un carguín”.
Las redes sociales y ciertos políticos emprenden el ladrido, la acusación, el bulo y las fake news, como si nos hubiéramos olvidado muy pronto de aquello de tener sentido de Estado y de permanecer unidos frente a una adversidad sin precedentes. Empiezan a llegar cartas de despido, como si estuviésemos llegando a una situación de sálvese-quien-pueda económico que pagarán los más débiles. (Ojo, el gobierno no ha “prohibido” el despido, solo lo ha encarecido un poco).
Hay un peligro en este acostumbrarse a la situación, ahora que llevamos tantos días en el hoyo, y dar en un derrumbe moral que nos enzarce en una guerra entre ciudadanos (ya que estamos con el lenguaje belicista), olvidando la cohesión social que necesitamos para superar este mal trago.
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