Opinión

La vida es como un taxímetro

La vida no deja de correr. Y en nuestras manos está vivir obsesionados con la factura o tomar aire, relajarnos y disfrutar del trayecto

Días de calendario.Archive Holdings Inc. (Getty Images)

“Encauzado el verano por unas veredas tan uniformes, se nos fue como una ilusión, cuando casi no habíamos comenzado a saborearlo”, escribió Miguel Delibes en su novela La sombra del ciprés es alargada. “Transcurridas ya (las vacaciones), empecé a darme cuenta de que nada hay tan largo en la vida por muy largo que quiera ser”, añadió. Los días estivales se suceden, efímeros e infernalmente calurosos, y yo camino, a velocidad supersónica, hacia la vida adulta. Si bien la única piscina en la que nadaba antaño era la de mi caseta del campo, este verano me hallo nadando entre facturas, cargos en la tarjeta de crédito, responsabilidades y amigos que se comprometen con sus parejas. Y así, aunque a veces sienta un poquito de vértigo, entre dos aleteos y sin más explicación, como diría Eduardo Galeano, transcurre este viaje que es la vida.

Quizás, fui consciente de ese hecho gracias a una foto antigua que encontré en la casa de mis tíos, que anteriormente perteneció a mi abuela Maruja, y adonde voy siempre que quiero que los recuerdos (y la nostalgia) me invadan. Recuerdos que no pueden escapar de mi mente, como aquella vez en la que, allí mismo, abrí por primera vez los regalos que me trajeron los Reyes Magos de Oriente. En la foto, estaba junto a mi tía soplando en su apartamento de Alcossebre —que era muy chiquitito pero estaba enfrente del mar—, las velas de mi quinto cumpleaños. Veintiún años después, sin apartamento pero con la misma inocencia, volví a soplar las velas junto a mi tía e intentamos recrear (con bastante éxito, todo sea dicho) aquella foto.

Y es que, en un mundo donde almacenamos tantos recuerdos en nuestras pantallas y recibimos tantos estímulos de manera persistente, a veces nos olvidamos de que, como canta Fito, no siempre lo urgente es lo importante. Por eso, cuando volví de estudiar en Argentina, quise guardar todos mis recuerdos en un viejo álbum de Mickey Mouse que conservo de cuando era pequeño. Y, por eso también, este verano he decidido dar mis señas a las personas que más quiero y pedirles que, cuando hagan un viaje especial, se acuerden de mí y me envíen una postal de su puño y letra. Porque la vida es un ratito, y solo unos pocos instantes y personas consiguen marcar la diferencia. Como reza aquella canción de Bad Bunny que resonaba en mi cabeza el otro día cuando volvía de fiesta mientras el sol comenzaba a asomarse, “lo nuestro es un ratito (...) pero no te acostumbres. Que el amor es muy bonito, pero siempre hay algo que lo interrumpe”.

Hay una película de Paolo Sorrentino llamada La Juventud, en la que dos viejos amigos que se acercan a los ochenta se enfrentan juntos a los años que les quedan. En una escena, el compositor se encuentra con una joven junto a un telescopio, ubicado frente a una montaña, y le dice: “¿Ves esa montaña? Eso es lo que ves de joven: todo parece estar muy cerca. Es el futuro”. Al poco, tras girar el telescopio, vuelve a decirle que mire de nuevo y, con la lupa al revés, la montaña se empequeñece: “Eso es lo que ves cuando eres viejo. Todo parece estar muy lejos: es el pasado”, espeta. Una noche de verano, recorría en un taxi la avenida de Blasco Ibáñez en València mientras el taxímetro corría. Y entonces lo vi claro: la vida es como un taxímetro, que no deja de correr. Y en nuestras manos está vivir obsesionados con la factura o tomar aire, relajarnos y disfrutar del trayecto.

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