Opinión

Por el derecho a la pereza y a la desconexión

Ni siquiera por estas latitudes mediterráneas y amables, tantas veces olvidadas e ignoradas desde los adentros de la M-30, parecemos darnos cuenta del ritmo frenético que llevamos

Dos personas descansando en una playa de Benidorm, durante la pandemia.Mònica Torres

Hace ya meses, muchos meses, de aquella maldita pandemia. ¿Os acordáis? Hablábamos de que, por fin, podíamos parar un tiempito. Los meses del confinamiento fueron meses de tomar cervezas por Skype, de cocinar recetas que habíamos visto a Arguiñano o en Tik Tok pero nunca nos habíamos atrevido a cocinar, de los ejercicios de Patry Jordán… Pero también fueron tiempos de tener aquellas conversaciones profundas que llevábamos meses aparcando y de leer algunos de aquellos libros que habíamos amontonado en nuest...

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Hace ya meses, muchos meses, de aquella maldita pandemia. ¿Os acordáis? Hablábamos de que, por fin, podíamos parar un tiempito. Los meses del confinamiento fueron meses de tomar cervezas por Skype, de cocinar recetas que habíamos visto a Arguiñano o en Tik Tok pero nunca nos habíamos atrevido a cocinar, de los ejercicios de Patry Jordán… Pero también fueron tiempos de tener aquellas conversaciones profundas que llevábamos meses aparcando y de leer algunos de aquellos libros que habíamos amontonado en nuestras estanterías.

Recuerdo que, antes de que comenzase el confinamiento, una de las últimas cosas que hice (y no sé si de manera casi premonitoria) fue ir a la librería Berlín, mi librería de confianza en Valencia, y hacerme con Derecho a la pereza, de Paul Lafargue. Lo había leído recomendado en un artículo y no pude resistir la tentación de comprarlo. Resulta que Lafargue era el yerno del mismísimo Karl Marx, y se atrevía a proclamar sin aspavientos (¡y hace más de cien años!) que ya era hora de que el ser humano “se obligue a no trabajar más de tres horas diarias, holgazaneando y gozando del resto del día y de la noche”.

Por aquel entonces, venía de realizar una beca de estudios en Argentina, donde había descubierto que no había nada de malo en tomarme mi tiempo cuando lo necesitaba. Allí, a nuestra excelsa siesta post-comida (que frena durante un buen rato la actividad de comercios y bares), se suma el maravilloso ritual de preparar unos mates mientras “arrancas” por las mañanas. Así lo solía llamar mi buen amigo uruguayo Franco, que fue quien me introdujo en el noble arte del mate. Todavía mantenemos el contacto y, cuando le pregunto cómo le va por su campito uruguayo, siempre me responde con una foto de su mate: “Aquí andamos, arrancando”, me dice.

En los tiempos del confinamiento aplaudimos a los trabajadores esenciales, nos licenciamos cum laude en la imperial disciplina de la procrastinación y nos prometimos a nosotros mismos que la pandemia nos haría una sociedad mejor. Nada más lejos de la realidad, aquí estamos de nuevo, devorados por nuestros teléfonos móviles. Unos dispositivos que, como apunta el certero sociólogo Jorge Moruno, son “la nueva cadena de montaje, que te conecta al trabajo las 24 horas al día y te sitúa siempre en una posible oficina”. Así, la frontera entre el ocio y el trabajo se difumina, y la mayoría de nosotros vivimos con esa extraña sensación de estar atrapados dentro de nuestra jornada laboral. Es nuestro particular día de la marmota.

Ni siquiera por estas latitudes mediterráneas y amables, tantas veces olvidadas e ignoradas desde los adentros de la M-30, parecemos darnos cuenta del ritmo frenético que llevamos. Nuestros políticos parecen obcecados en impedir la conciliación de todos aquellos que vamos tras ellos, y en dejarse todo para julio, como si fuesen repetidores de Bachillerato. Que nada ni nadie nos confunda, y que nunca dejemos de reivindicar lo verdaderamente importante. Como decía Lessing, seamos perezosos en todas las cosas, menos en esto de ser perezosos. Que el derecho a la pereza (y a la desconexión, añado), son asuntos demasiado serios.

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