Cinco documentales para la recta final del In-Edit
El festival de cine documental musical cierra sus puertas el fin de semana agotando muchas sesiones
Lleva más de veinte años puntual a su cita en torno a la noche de los muertos, pero está muy vivo y sigue sorprendiendo. “¡Ooooh, qué sala tan grande! ¡Un cine como los de antes!”, decía una señora que entraba a una de las sesiones de la sala 5 del Moody Aribau, ciertamente un cine como los de antes, espacioso y con pantalla bien grande. Este año el festival ha agotado más de una veintena de sesiones y se supone que aún agotará alguna más antes de cerrar sus puertas este domingo. Luego se harán públicas las cifras, pero no parecen muy necesarias; el festival se ve concurrido, con un público ya fiel que ha reaparecido tras la pandemia y una mezcla ya clásica patentada por el certamen que aúna música e imagen para presentar historias de todo pelaje. Este año ha cambiado buena parte de su estructura, pero el In-Edit apenas lo ha notado.
Y eso que en esta edición no han menudeado los grandes nombres, sin despreciar a los varios que han coincidido en el cartel, pero como los buenos festivales, el tuétano se escribe muchas veces en minúsculas. Las de O Menino D’Olho D’Água, por ejemplo, uno de los mejores documentales de la edición de este año, centrado en la figura del recientemente fallecido Hermeto Pascoal. Nada de biografía, ausencia de loas, solo imágenes desenfocadas para acercarnos a la pobre visión de un albino que veía, amaba y se expresaba a través de una música poliédrica e inclasificable. Si se quiere puede llamársela jazz, aunque el término es muy restrictivo, como los sonidos inarticulados y casuales, urbanos y naturales que poblando el documental están en la base de su música, de una inenarrable libertad formal. La misma del documental, en el que se agradece el quiebro a las formas tradicionales de los documentales musicales.
En sentido contrario destaca La 42, una crónica de los aconteceres del barrio del mismo nombre situado en el sector de Capotillo de la capital, Santo Domingo. Igual que las favelas, este barrio tiene dos protagonistas, tres, en realidad: la música, en su caso el dembow, las drogas y la “diligencia” que es como allí se denomina lo que aquí conocemos por “buscarse la vida”. Con la cámara metiéndose en todos los rincones del barrio con una naturalidad pasmosa y con los protagonistas tan llanos y francos que en ocasiones parecen intérpretes de un film de ficción, se documenta sociológicamente el humus del que surge el dembow. Parte de la música del documental es del dominicano Mediopicky, pero su presencia no es tan notable como para que esta excelente pieza documental ahuyente a quienes no soporten el reguetón. La jerga del barrio, su paisanaje, incluida la policía y su responsable, férrea hija del barrio, y un castellano que en ocasiones parece otro idioma, hacen de La 42 un ejemplo de cómo un documental puede ser musical sin que la música tenga una presencia central.
La música tampoco es central en Spinal Tap 2, la secuela de Spinal Tap, el paradigma de los falsos documentales. Treinta años más tarde de la primera entrega, el grupo se reúne de nuevo, y aunque solo sea por ver en qué andan sus protagonistas, alejados de la música hasta el reencuentro que justifica el documental, este merece la pena. Desde luego, la sombra del primer Spinal Tap es alargada y esta segunda entrega no llega a los niveles de hilaridad y parodia ensañada de la primera, pero para quienes no la hayan visto es un documental que hará reír. Y cuenta con cameos de Elton John y Paul McCartney, este último genial cuando al final de la pieza -aviso, esto es una revelación- afirma que a sus 83 años, sigue haciendo música y actuando como otros muchos artistas… por las drogas.
Un personaje que revela una actividad inesperada es Warren Ellis, el salvaje violinista de Dirty Three e icono en la banda de Nick Cave, quien aparece lo justo en el metraje. La pieza discurre en tres niveles, su biografía, con unas secuencias deliciosas con sus padres, la composición en París de la música del documental y la visita que hace al indonesio Sumatra Wildlife Centre, sufragado por el artista a partir de uno de esos contactos mágicos e instantáneos que le llevaron a conocer a Femke den Haas, la activista que dirige el parque. Aquí tampoco la música es central, más allá de ver trabajar a Ellis en la banda sonora, y sí lo es un discurso que deja en muy mal lugar al género humano, capaz de matar a las madres de animales exóticos sólo para arrancarles sus crías y convertirlas en mascotas de quienes pueden pagar fortunas por ellas. La frase que define Ellis Park, documental que acongoja, es: “los humanos no nos merecemos a los animales”.
Y habría que preguntarse si Barcelona se mereció a Víctor Nubla, el hombre más enciclopédico del barrio de Gràcia, músico, escritor, fundador del LEM festival, filósofo de bolsillo, activista cultural y vecino de su barrio, del que formaba parte como la Torre del Rellotge de su plaza de la Vila. El documental aborda la imposible misión de reflejar lo que fue Nubla, una gema del underground que amó el ruido y lo imprevisible del arte y de la vida, que vivió a su manera sin por ello esperar reconocimiento alguno, siempre fiel a su sagaz sentido del humor y que junto a Juan Crek fundó Macromassa, una banda pionera en muchos sentidos. Por fortuna, el documental adopta forma de collage en el que ninguna secuencia sugiere la que después llegará, un poco como las notas que construyen el discurso musical y vital de su protagonista. En este sentido Mètode Víctor Nubla d’interpretació de Víctor Nubla es fiel a Víctor Nubla, como In-Edit lo es a la finalidad de su propia existencia, ofrecer historias en pantalla grande, historias que de otra manera o no se verían o serían vistas en pantallas que no merecen el comentario de “¡Ooooh, qué sala tan grande! ¡Un cine como los de antes!”.