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Echar al pobre

El chabolismo reaparece con fuerza sin que nadie parezca querer abordarlo en su globalidad

Se ven sin ningún esfuerzo a través de las ventanillas del coche saliendo o entrando a Barcelona por la C-33. Decenas de chabolas se amontonan a muy pocos metros de la autopista y, semana a semana, aparecen nuevas construcciones, si es que se las puede llamar así. Empezaron como clásicas casitas de huerto, evolucionaron hacia pequeñas infraviviendas y algunas ya van por la segunda planta. ...

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Se ven sin ningún esfuerzo a través de las ventanillas del coche saliendo o entrando a Barcelona por la C-33. Decenas de chabolas se amontonan a muy pocos metros de la autopista y, semana a semana, aparecen nuevas construcciones, si es que se las puede llamar así. Empezaron como clásicas casitas de huerto, evolucionaron hacia pequeñas infraviviendas y algunas ya van por la segunda planta. Es la favela del Besòs. En la Zona Franca las infraviviendas toman forma de tienda de campaña. Y en El Prat de Llobregat y Badalona están escondidas dentro de antiguas naves industriales y otros edificios en desuso. Escondidas es un decir, claro. Pueden pasar desapercibidas para el observador feliz que solo ve el área de Barcelona a vista de pájaro o como un parque temático global pero no para quienes viven allí.

Al ver la nueva proliferación de chabolismo uno solo puede preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí. Los más acomodaticios dirán que, en el fondo, el barraquismo nunca ha llegado a desaparecer del área metropolitana de Barcelona. O que, en el mejor de los casos, se pasó de chabolismo horizontal en El Camp de la Bota al vertical de La Mina. Pero hubo unos años, al calor de los Juegos Olímpicos y hasta del Fòrum de las Culturas, que eliminar la infravivienda parecía un objetivo al alcance de la mano.

Con mayor o menor acierto, quienes vivían amontonados en las laderas de Montjuïc fueron realojados, como los que lo hacían en Can Tunis, el Carmel o el Somorrostro. Se hizo en condiciones cuestionables y a menudo con la única intención de esconder la pobreza más que en solucionarla. Pero se hizo. ¿Qué impide pues a la Cataluña de 2025, la que presume de alcanzar niveles de riqueza de la media europea, afrontar un problema que es minoritario pero altamente explosivo?

Probablemente haya que buscar las respuestas en la creciente insensibilidad hacia los problemas de los otros. Si a uno le cuesta pagar el alquiler o la hipoteca, cómo va a preocuparse por aquellos que, a menudo recién llegados, viven amontonados bajo la chatarra. Quien conecta bien con esta visión del mundo es el alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, que no oculta que lo único que busca es echar de su municipio a las más de 400 personas que malviven en el instituto B9. Pero echarlos significa que vayan a otra parte, y los alcaldes vecinos se echan a temblar solo con pensarlo.

Es urgente un plan catalán contra el barraquismo. La Generalitat lo anunció a bombo y platillo en 2022. Desde entonces, y cambio de gobierno mediante, poco o nada se ha sabido del mismo. Los alcaldes siguen reclamando soluciones consensuadas. Y presupuesto, claro. El lecho del Besòs es hoy una bomba de relojería. Pero algunos parecen más interesados en arañar algún voto de las miserias de otros que en arreglar el problema. Echar al pobre sigue saliendo más a cuenta que combatir la pobreza.

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