‘Chim chimeni chim’: una jornada con el deshollinador

Que casi se te incendie la casa por no limpiar la chimenea es un trance, pero a cambio permite conocer al legendario profesional que resuelve la situación. No es como el de ‘Mary Poppins’

Dick Van Dyke como el deshollinador Bert de 'Mary Poppins'.

En una casualidad estremecedora, el otro día casi se incendia mi casa precisamente cuando estaba escribiendo un artículo sobre la catástrofe de Los Ángeles. Fue por culpa de lanzar al fuego el abigarrado adorno de Navidad que nos habían regalado los vecinos ucranianos. El ornamento, con muchas ramas de abeto secas, prendió como la yesca en las brasas de la llar de foc, el hogar, y se elevaron unas llamas monstruosas que ascendieron como apocalípticas lenguas ígneas por la chimenea. El hollín acumulado en las paredes del conducto se incendió a su vez y de repente todo el bonito y plácido escenario de la tarde de un sábado en nuestro reducto montañés del pueblo de Viladrau se transformó en un infierno.

La chimenea se había vuelto una especie de turbina ardiente, un verdadero lanzallamas, que proyectaba hacia arriba un chorro de fuego en medio de un estrépito sordo aterrador: ¡Fluoooossss, Fluoooossss! Tras un instante de parálisis mientras trataba de reprogramar mi cabeza y pasar de las metáforas de la cenización de Sunset Bulevard a ¡coño, que se nos quema la casa!, salí escopeteado al jardín para ver el otro extremo del drama y observar con espanto no exento de la fascinación de un Plinio cómo mi chimenea se había convertido en el Vesubio.

Una chimenea ardiendo.

La noche se iluminaba con el resplandor de unos fuegos que ni el Monte del Destino de Mordor. Las llamas subían hacia el cielo más de tres metros amenazando con prender en los árboles cercanos, empezando por la vecina higuera, y llevar el fuego y la destrucción a todo el pueblo, qué digo, a la comarca entera. “¡Inconsciente Prometeo!”, me recriminé mientras tomaba la manguera del jardín con manos trémulas y lanzaba agua a chorro sobre la chimenea hirviente y el tejado sembrado de chispas.

Una hora larga después, mi casa había dejado de arrojar fuego, pero eructaba humo y olía como el Tártaro un día de barbacoa. Un polvillo negro espeso cubría los muebles en plan Pompeya. Cuando conseguí serenarme llamé a Frank, el lampista, maestro de obras y amigo que ya una vez había salvado mi casa de otro elemento, cuando brotó en una pared un manantial. “Uh sí, es una mala experiencia el incendio de la chimenea, y es muy peligroso. Hay que mantenerla limpia. Has de llamar al deshollinador” (Frank que es inglés reconvertido en catalán dijo chimney sweeper y escura-xemeneies). “Te paso el contacto”. No hay mal que por bien no venga, ¡iba a conocer a un deshollinador de verdad! El último que había visto era Bert, el que encarnaba Dick Van Dyke en Mary Poppins (”Chim chimeni chim chimeni chim chim cheri”, etcétera).

Concerté una cita con la empresa Germans Molist de Centelles (www.escuraxemeneies.com), y mientras esperaba unos días a que vinieran (son gente muy atareada) me preparé leyendo todo lo que puede sobre el oficio, con dos libros tan distintos como Chimney basics, un manual de la chimenea, y The climbing boys; a study of sweeps’apprentices, una obra alucinante sobre los niños utilizados para limpiar chimeneas en los siglos XVIII y XIX. De la primera, escrita por un moderno deshollinador, Steve Sobczak, que antes había sido técnico en control de incendios a bordo de submarinos nucleares de la US Navy —lo que me pareció una excelente garantía—, he aprendido los conceptos básicos de qué es, cómo funciona y qué mantenimiento precisa una chimenea, y qué peligros afrontas si no la limpias del hollín y la creosota (el residuo del humo de leña) que se acumulan en su interior: “Un considerable riesgo para nuestras casas, nuestras familias y nuestra salud”. Los incendios en chimeneas provocan 20.000 incendios en viviendas residenciales cada año solo en EE UU.

El otro libro, del historiador K. H. Strange, cuenta la penosa vida de los aprendices de deshollinador, niños y a veces niñas de incluso cuatro años, generalmente huérfanos, que en plan Oliver Twist eran explotados miserablemente obligándolos a introducirse en las chimeneas para limpiarlas. Los pequeños, a veces desnudos para deslizarse mejor, ascendían por los oscuros y estrechos conductos trepando con espalda, codos y rodillas como una oruga y rascando las paredes con un cepillo. No era infrecuente que se quedaran atrapados y hasta murieran dentro. El deshollinador jefe estaba obligado a enseñar al aprendiz los misterios del oficio, a proveerle de un segundo juego de ropa, permitirle ir a la Iglesia, lavarlo una vez a la semana —aunque en la Inglaterra victoriana era tres veces al año, una por la Feria del Ganso (?)—, y no enviarlo a una chimenea encendida. Si el niño sobrevivía era muy probable que desarrollara el “carcinoma del deshollinador”, el primer cáncer industrial en ser descrito, y que empieza atacando arteramente el escroto. En EE UU se usaba a niños esclavos negros, a los que debían pensar que ni siquiera hacía falta lavarlos tanto.

El deshollinador Joan Molist trabajando en una casa de Viladrau.

Cuando llegó Joan Molist, el deshollinador, yo estaba aún procesando toda la información. Me tranquilizó ver que no llevaba ningún niño. De hecho, apareció en una camioneta con el rótulo de la empresa y se mostró desde el principio muy profesional, realizando un impresionante despliegue técnico. Extendió una vieja alfombra ante la llar de foc, extrajo de unas bolsas toda una panoplia de cepillos desplegables (algunos con el característico aspecto de parasol o palmera) y conectó un grueso tubo a una enorme aspiradora del tamaño de una lavadora. No llevaba gorra ni iba tiznado de hollín como Dick Van Dyke y sus colegas que danzaban por los tejados (“¡al compás!”). Vestía pantalones negros de trabajo, botas y —me sorprendió— un jersey de Ralph Lauren muy poco victoriano. Procedió a estudiar la situación, estableció que mi chimenea, que es corta, no precisaba de la introducción de una cámara de observación. Y, tras ponerse una mascarilla, comenzó a cepillar desde abajo, medio metido en la caja de fuego (firebox), la cámara de combustión, donde se quema la leña, vamos. Le sorprendió que yo no perdiera detalle y le siguiera tomando notas. Al principio se mostró algo suspicaz, sobre todo cuando traté de entablar conversación hablándole de los niños que se quedaban atrapados y recité el emotivo poema de Blake The chimney sweeper: “And my father sold me while yet my tongue/ could scarcely cry weep weep weep weep” (el niño explica que su padre lo vendió de tan pequeño que aún ceceaba y no podía lanzar el grito típico de los deshollinadores, Soot-oh, sweep!, que pronunciaba mal como llorar, weep, y no limpiar, sweep). Pero al rato mi interés desarmó su naturaleza reservada e incluso algo adusta.

Ratificó el gran peligro que habíamos corrido: conocía casos de viviendas que habían ardido completamente por el incendio de la chimenea, una hace tres meses en Centelles. Comparó el ruido que produce con el de un avión. Me explicó que en el trance hay que impedir que haya corriente de aire —que estimula el vigor del fuego—, que echar vinagre o sal ayuda a apagarlo, y que debía comprarme ya un extintor. Me recomendó no usar leña verde, que aumenta la costra de creosota vidriada, extremadamente inflamable. Joan y su hermano Pere limpian unas ocho chimeneas diarias, de casas y también industriales. Se llevó las manos a la cabeza cuando le dije que la nuestra no la habíamos limpiado nunca en 25 años. Estableció que debíamos hacerlo cada tres o cuatro, aproximadamente cada tres mil kilos de leña. Mientras acababa con los cepillos y metía el tubo de aspirar para recoger los residuos, le pregunté qué era lo más raro que había encontrado en una chimenea. Yo había leído que al limpiarlas aparecían las cosas más extrañas, como colmenas, nidos, herramientas, pájaros muertos, hongos alucinógenos, una carta de papa Noel o un tanga (véase bestchimmeneyclean.co.uk/strange-objects-in-chimneys/). Me contestó que en el Montseny es habitual encontrar animales como búhos (Evelio P. tuvo un cárabo embutido en su chimenea, es normal que no tirase; por otro lado, así al menos pudo ver uno alguna vez). También otras aves y ratones, y que en una ocasión él, metiéndose en una chimenea de tubo muy largo y con sifón, se topó con una víbora viva. Desde entonces cuando se introduce en una chimenea lleva siempre ropa gruesa. “Me da angustia encontrarme con algún bicho vivo”, confesó. Me explicó por fin que no se hizo deshollinador por tradición familiar sino a los 23 años (ahora cuenta 54) al ver que había negocio en la profesión. “Desde luego no fue por ver Mary Poppins”, me aclaró. Aunque a veces dice a los niños de las casas a las que va que Mary Poppins es su tía.

La camioneta de los deshollinadores.

Cuando acabó, le pregunté por la tradición de que los deshollinadores atraen la buena suerte. En Gran Bretaña se considera afortunado para una novia ver un deshollinador en su boda, de forma que algunos se alquilan para los casamientos. Probablemente la costumbre está basada en la magia simpática de despejar un conducto, sugerí. Mi deshollinador esbozó una sonrisa cómplice, me estrechó la mano y se marchó en busca de otras chimeneas. Me pareció que tarareaba algo y aunque el motor de la camioneta lo ahogó, casi podría jurar que era “chim chim chiró, la suerte tendrá si mi mano le doy”.


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