Un maestro de pueblo
En el ciclo Sala Barcelona, Joe Crepúsculo montó una juerga como las de siempre en el Castell de Montjuïc
Pongámonos en modo fiesta. Bien puede implicar corbatas entorno a la cabeza y puros apagados cuando una boda se ha desembarazado de formalidades o bien baile en fiesta mayor al oreo de los churros, de la panceta en la plancha y de los combinados que van alegrando aún más la noche. Es ya el momento en el que importan pocas cosas, bueno, las elementales nunca se van, eso de la seducción y las miradas, pero ya reina la desinhibición y ni cuentan las otras miradas, las de los dispuestos a escandalizarse por vocación. Pues bien, algo de todo ello había el viernes en la noche en el Castell de Montjuïc. El lugar es espléndido para conciertos, sin vecinos que se puedan molestas, al aire libre pero protegido el espacio por la muralla, con tanta piedra que ni mosquitos había, viendo caer la luna casi a plomo tras haber visto al sol esconderse como una descomunal moneda incandescente y con Joe Crepúsculo en el escenario. Una fiesta popular sin pueblo y sin miradas de recelo, una boda sin novios, una juerga monumental con la música que suena en pueblos y en bodas. Con todas sus ventajas, sin ninguno de los inconvenientes.
Era el segundo concierto de Sala Barcelona, el invento de la asociación de salas de conciertos (ASACC) que nació durante la pandemia y que permanece como una programación estival que durará hasta el 13 de septiembre con el apoyo del Institut de Cultura de Barcelona. El de Crepúsculo era el segundo concierto y la primera gran fiesta. El de Sant Joan Despí, ahora afincado en Madrid, ni creerse podía que allí hubiese tanta gente, en pleno mes de agosto, todo público local. Pero estaban, y muy cómplices. Con dilatada discografía en el mercado y nuevo álbum ya cociéndose, la propuesta de Joe es popular, una mezcla de electrónica machacona, pop, mákina y ánimo rave con el fondo sonoro de los 90 y unas letras que van más allá de lo obvio. En formato trío y con un arsenal de 16 canciones, entre ellas un par de baladas para no agotar al personal, la propuesta se impuso ante un bosque de brazos alzados, cuerpos en trance y miradas de alegría que Joe fustigó con su grito de guerra, “hijoputa el que no baile”. Sí, no es sutil, pero ¿desde cuándo los autos de choque lo han sido?
Más allá de las canciones que interpretó, con mayoría aplastante de su último disco, “Trovador tecno”, lo sustancial es la coherencia de la propuesta, que Joe defendió como si fuese el encargado de una tómbola colocando muñecas. Con sus constantes gritos de “arriba”, espoleando el baile con el suyo propio, paseando por la platea (para los más cansados había sillas y mesas en la parte posterior), con su proyector láser en miniatura apuntándose a la cara en plan efectos especiales Todo A Cien y repartiendo los Premios Adoquín (dos enormes caramelos de igual nombre típicos de Zaragoza) entre los mejores bailarines, mantuvo el ritmo de un concierto marcado por el bombo.
Lo más estilizado fue la irónica “Música para adultos”, que con plumaje de techno melódico dice “esto es música para adultos que no puedes comprender”; lo más racial ese “El tren de la bruja” que habla de los feriantes, “vivo en la feria todo el día y la dicha de los otros paga mi comida”; lo más costumbrista el romanticismo automovilístico de “Carreteras de pasión”, dedicada a los camioneros y taxistas que allí habían, y habían al menos un par y lo más provocativo esa versión de “Maricas” de Los Punsetes, y sus versos de entrada “quiero morir en una discoteca llena de maricas/ quiero morir bebiendo a morro de una barrica”. Sólo cuatro botones de un repertorio ideal para recordar que aquí estamos también para divertirnos sin inhibiciones, con sonidos despeinados, sintetizadores añejos y letras en las que poder reparar. En eso Joe Crepúsculo es un maestro. De pueblo, como los de siempre. Por eso al final sacó a todo el mundo a la pizarra y el público acabó bailando en el escenario.
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