El tesoro de la trufa negra

Cada día quedan menos pastos y pastores, tampoco hay leña ni carboneras y los tiempos son malos para los cazadores, o los buscadores de setas y trufas

Un hombre buscando trufas en un bosque.Stefano Guidi (Getty Images)

Josep tiene la puerta de su casa cerrada y aunque alguien vaya en su busca difícilmente saldrá porque es un hombre del bosque que se ha quedado sin bosque, sin palabras y sin identidad, porque no quiere que le encuentren. No está pendiente de la calle sino de la trastienda y de un huerto en el que saltan media docena de cabras que no tienen cabritos ni dan leche.

Cada día quedan menos pastos y pastores, tampoc...

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Josep tiene la puerta de su casa cerrada y aunque alguien vaya en su busca difícilmente saldrá porque es un hombre del bosque que se ha quedado sin bosque, sin palabras y sin identidad, porque no quiere que le encuentren. No está pendiente de la calle sino de la trastienda y de un huerto en el que saltan media docena de cabras que no tienen cabritos ni dan leche.

Cada día quedan menos pastos y pastores, tampoco hay leña ni carboneras -ni por tanto son necesarios los mulos- y los tiempos son malos para los cazadores, también para los que van sin escopeta, aquellos que se han pasado la vida en busca de setas y trufas. Nunca revelaron donde encontrarlas porque son poco habladores y, sin ser propietarios, siempre cuidaron del bosque como si fuera suyo -ya se sabe que es de todos-, igual que los rovellons, las llanegues y los ous de reig y la trufa negra o tuber melanosporum, que muchas veces ni siquiera probaban; algunas las regalaban y naturalmente la mayoría las vendían sin lavar, porque así pesaban más.

Las trufas siempre fueron difíciles de encontrar y han sido muy bien pagadas. Alguno incluso se llegó a comprar un coche con aquel hongo que los franceses empezaron a buscar en los bosques catalanes a partir de los años 50 y que con el tiempo pasó a ser el producto por excelencia de provincias como Teruel, Huesca o Castellón. También tenía su importancia en el mercado que cada sábado se celebraba en Vic. Allí se ponía el precio y acudía Josep. No es que se escondieran, ni que fueran unos furtivos, pero la comercialización que se hacía de la trufa era un proceso tan sigiloso como su pesquisa, cosa de pocos para un manjar también de pocos, alejado de la cocina familiar y más próximo al elitismo, como si el secreto de su éxito fuera el misterio más que su gusto y aroma inconfundibles. Aquel bar en el que se mercadeaba semanalmente ya cerró y la producción disminuyó cerca del 60%.

Los árboles se mueren y los bosques desaparecen por el cambio climático, la sequía y el abandono de la gestión de la masa forestal. Ha sido el peor febrero en años. Ahora se impone la suciedad y el desorden. “No hay vida”, coinciden todos los que se sienten igual de inanimados que el bosque, pese a que la trufa negra está en su época de maduración -enero y febrero- en una temporada que se extiende de noviembre a marzo.

Josep no se mueve de casa porque no hay bosque mientras Pep Jové y Carme Vivó recorren en cambio su finca Solar del Barrat, en Querol, y en un paseo cuentan trufas por un peso total de 700 gramos. El cultivo de la trufa en las zonas de media montaña, donde se adapta bien a los terrenos calcáreos dedicados tradicionalmente a los cereales, es desde 2014 una alternativa consolidada para contrarrestar el déficit de la trufa silvestre. La trifucultura se impone en comarcas como el Solsonès y la Noguera después de un primer intento fallido al final de los 80 cuando se imitó el modelo francés. Hoy se sabe ya de 270 explotaciones que afectan a 690 hectáreas, según datos de la Unión Europea revelados por el programa País de tòfona, emitido por TV-3.

“No se puede ser un espectador porque la explotación resulta costosa y la gestión es compleja”, anuncia Pep Jové, payés, empresario y truficultor, después de plantar encinas y robles de hoja pequeña con raíces inoculadas con trufas por el método de la simbiosis, un proceso de años, de ocho a diez por lo menos. El agua que no cae está garantizada por la que sale del pozo para asegurar un fruto que, en cualquier caso, sigue en el terreno de la finca el mismo curso que en el bosque: “No entierras la trufa sino que nace y crece, pero no sabes si al final la vas a encontrar; dar con ella es como alcanzar un tesoro”, acaba Pep ante la mirada de complicidad y satisfacción de Daniel Oliach, payés de Corbins, muy conocedor de la cultura forestal y también ingeniero del Centre de Ciència i Tecnologia Forestal de Cataluña.

La formación y la investigación son capitales para la mejora y profesionalización del sector y también para el desarrollo rural, tarea en la que destaca Oliach. Su figura profesional y seductora ha sido capital para dimensionar el cultivo de la trufa en Cataluña. Al interés por la producción se une ahora el reto de crear una cultura de consumo: “Tenemos que trufar el país” concluye Oliach, quien apostó decididamente por el Trufforum, seguramente la feria internacional más importante del mundo que se celebra anualmente en la capital d’Osona liderada por La Llotja de Vic. El bar que regentaba Josep ha sido sustituido por el Recinte Firal El Sucre en el que se reúnen productores, compradores, degustadores, técnicos y chefs como Nando Jubany, Jordi Vilà, Fermí Puig o Joan Font.

“Ha pasado de ser un misterio escondido a convertirse en un producto selecto al alcance de todo el mundo”, sintetiza el gastrónomo Pep Palau. Aquel hongo antes prohibido y prohibitivo se encuentra hoy ya en algunos mercados. La trufa enriquece los mejores platos de la gastronomía y su exportación alcanza ya a unos 40 países. El desafío es competir sin reservas con la trufa francesa e italiana en los mejores restaurantes del mundo.

La demanda aumenta mientras que la producción disminuye por culpa de la climatología por más que crezca la trufa de cultivo y disminuya la silvestre. Ambas, en cualquier caso, dependen no solo del tiempo sino del olfato de los perros, los únicos que saben encontrar y marcar al diamante negro -la trufa blanca es otra historia- en el bosque y en el campo. Todavía no se ha inventado el robot que pueda sustituir a Gea y Bimba, las dos perras de Pep y Carme que nos regalan las mejores trufas para un almuerzo completo: huevos fritos y unas tostadas recién retiradas del fuego a tierra. Hay también quesos trufados y postres con trufa. No falta vino, cava y cerveza.

“Yo no como trufas; las busco cuando las hay para venderlas” cierra desde su casa Josep.

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