Opinión

Mesa y amnistía para un ‘milhomes’

Las bravuconadas a veces funcionan. Provocan al adversario, que las compra enteras si se trata de polarizar y llamar a la guerra santa

Santos Cerdán, número 3 del PSOE, y Carles Puigdemont, durante una de sus reuniones en las oficinas de Junts en el Parlamento Europeo en Bruselas.

Junts ya ha enfilado la recta final del viaje de regreso, tras el periplo que llevó a Convergència i Unió a su desintegración. Otra vez rumbo a la moderación. Aquí ya se pacta. Con la izquierda de momento. Sin ocultar la pulsión íntima, inscrita en los orígenes del nacionalismo antaño moderado. También habrá que pactar con la derecha española.

Se mantienen las apariencias. Permanece imperturbable el relato dichoso. Gracias a la persistencia de la ficción, siguen las enormes reivindicaciones que jamás encontrarán refugio en la realidad. La mesa secreta e invisible permite aguantar el tip...

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Junts ya ha enfilado la recta final del viaje de regreso, tras el periplo que llevó a Convergència i Unió a su desintegración. Otra vez rumbo a la moderación. Aquí ya se pacta. Con la izquierda de momento. Sin ocultar la pulsión íntima, inscrita en los orígenes del nacionalismo antaño moderado. También habrá que pactar con la derecha española.

Se mantienen las apariencias. Permanece imperturbable el relato dichoso. Gracias a la persistencia de la ficción, siguen las enormes reivindicaciones que jamás encontrarán refugio en la realidad. La mesa secreta e invisible permite aguantar el tipo, marcar la diferencia con Esquerra, que quiere también una y en Ginebra, y retar al españolismo más excitado.

Tres mesas, sin que se sepa muy bien para qué. La de Junts la más ruidosa, además de ofensiva y humillante al decir de muchos. Por bilateral, por secreta, por reunirse en el extranjero, por la mediación de un diplomático salvadoreño. Por ridícula e inútil, en cualquier caso. Aunque sea nulo su contenido, o precisamente porque se sospecha que será nulo su contenido.

O quizás no tan nulo. Esa mesa, que ya no se reunirá hasta 2024, mantiene un aire de familia que viene de su matriz fundacional. Todo en ella es fruto de la victimización arrogante y amenazadora de quien la ha diseñado. Las aportaciones de Puigdemont a toda esta larga historia son notables: todavía es parte del pollo que prometió montar cuando huyó. Pero hay algo que no es suyo si no que viene del fundador, Jordi Pujol, aquel presidente que Josep Pla calificó de “milhomes de ambición desmesurada” en sus Notes del capvesprol.

Con frecuencia las mayores virtudes son los defectos. Las bravuconadas a veces funcionan. Provocan al adversario, que las compra enteras si se trata de polarizar y llamar a la guerra santa. Pujol fue un maestro en esta técnica en tiempos más propensos al acuerdo que los actuales y Puigdemont, su alumno, sobresale gracias a la época turbulenta e hiperbólica que estamos atravesando.

El sigilo de la mesa internacional es la sordina que se ha impuesto el milhombres a sí mismo. Si se pasa de la raya se estrechará el camino del retorno hasta abrir las puertas a quienes quieren mantenerlo en el limbo de por vida. Nadie ha creído la fanfarronada de una moción de censura con Vox y el PP si Sánchez no le hace suficiente caso. Sus diputados votarán todo lo que le convenga a Puigdemont, que puede ser mucho, hasta que salga la ley de amnistía, la única sustancia tangible del acuerdo.

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Mejor que no invente nuevos obstáculos, cuando tiene tantos en casa, más separados que juntos. De un lado, el sector institucional, de pedigrí pactista y otra vez amigo de los negocios (businessfriendly), y del otro, el fundamentalismo indepe e izquierdista encabezado por Laura Borràs, que obliga a feminizar el sustantivo: mildones (¿mildueñas?) contra milhomes.

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