Barcelona dice basta al turismo de cannabis
La ciudad redobla la presión para acabar con las 200 asociaciones donde se practica el uso compartido de marihuana
“Si sacas hierba del club te la guardas dentro de los calzoncillos; la policía suele estar en la puerta esperando para identificarte“. Es la regla de oro que uno de los socios de uno de los clubs de cannabis del Eixample de Barcelona explica a otro cliente. La Guardia Urbana ha declarado una guerra contra estas asociaciones de consumidores que han proliferado exponencialmente en la ciudad. A los consumidores locales se les su...
“Si sacas hierba del club te la guardas dentro de los calzoncillos; la policía suele estar en la puerta esperando para identificarte“. Es la regla de oro que uno de los socios de uno de los clubs de cannabis del Eixample de Barcelona explica a otro cliente. La Guardia Urbana ha declarado una guerra contra estas asociaciones de consumidores que han proliferado exponencialmente en la ciudad. A los consumidores locales se les suma un auténtico ejército de turistas que llegan a una ciudad que ven como exponente de la máxima tolerancia con el consumo de esta droga. La batalla legal y policial contra estos clubs se viene librando desde hace meses. EL PAÍS ha contactado con varios de estos clubs que se sienten presionados, “como nunca”, y que ven cada vez más complicada su existencia después de que los tribunales hayan, directamente, prohibido el “consumo, la venta y el cultivo” en estos espacios. A las supuestas buenas practicas de unos clubs se suman otros que prescinden de los reglamentos creados por las asociaciones y que su objetivo en ganar dinero vendiendo marihuana a los turistas que vienen a la ciudad.
En 1991 se fundó en Barcelona la primera cannábica de España. La junta directiva de la entidad fue condenada por un delito de salud pública pero la experiencia abrió camino y, en 2011, comenzaron a proliferar los clubs en Barcelona. Hoy, en la capital catalana, hay más de 200, en toda Cataluña 1.000 y en España 2.000. El gobierno de Trias presentó una normativa en 2015 para ponerle freno a estas entidades. En 2016 el primer gobierno de Colau creó una ordenanza urbanística –distinta a la de Trias- que marcaba unas distancias mínimas -de entre 100 y 150 metros- entre estas asociaciones y parques infantiles o escuelas. Poco más tarde, en junio de 2017, el Parlament de Cataluña aprobó una ley que amparaba la actividad de las cannábicas. Esa norma marcaba que los clubs no podían tener ánimo de lucro, los socios deberían ser mayores de edad y para apuntarse a un club se debería tener el amparo de otro socio. La norma autonómica marcaba que los clubs solo podían cultivar 150 kilos de marihuana al año y cada usuario podía retirar un máximo de 60 gramos de hierba al mes. Además, era obligado consumir estas sustancias dentro del club. Toda esta normativa acabó en saco roto: En septiembre de 2018, el Tribunal Constitucional anuló la ley catalana de consumidores de cánnabis. Los magistrados destacaban que el cánnabis es un estupefaciente y marcaban que la única competencia para regularlo era la penal y, por tanto, era una decisión del gobierno estatal. En julio de 2021 el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña anulaba la ordenanza municipal de Colau y directamente prohibía “promover el consumo, la venta y el cultivo” en estos espacios. A partir de aquí, comenzó la ofensiva de la Guardia Urbana hacia estos locales que, hoy, viven ahogados por la presión policial.
Benito Granados, intendente mayor de la Guardia Urbana, tiene claro que con las sentencias en la mano “solo se permite a estos clubs ejercer un papel de información o asesoramiento” por ese motivo la policía local “para hacer cumplir las sentencias” destina efectivos y medios a la persecución de la venta y el consumo en los clubs. En 2022 la Guardia Urbana cerró 13 cannábicas y 33 plantaciones que abastecían a estas entidades. Este 2023, se han clausurado seis clubs y nueve plantaciones. “Precintar una cannábica no es sencillo. Por la vía administrativa podemos tardar más de un año. Significa ir una por una averiguando si cumplen o no cumplen pequeñas normativas de prevención de incendios, licencias.... luego las decisiones las toman los técnicos de los diferentes distritos de la ciudad. Por la vía penal, dependemos de las autorizaciones de los juzgados”, lamenta Granados. Otras fuentes de dentro de la Guardia Urbana han alertado a EL PAÍS que en el último gobierno de coalición municipal la presión administrativa hacia los clubs dependía de quién gobernaba cada distrito: Los concejales del partido de Colau han sido mucho más permisivos mientras que el PSC ha desgastado a los clubs buscando problemas administrativos y de licencias.
EL PAÍS ha contactado con más de una docena de asociaciones y la respuesta siempre ha sido la misma: “No queremos meternos en líos ni autoseñalarnos ante el Consistorio”. Tras muchos intentos, EL PAÍS consiguió el pasado jueves acceder a una cannábica del Eixample con la promesa de no revelar su ubicación. Pasaban pocos minutos de las 12.00 del mediodía. El exterior del club cannábico no da ninguna pista sobre qué tipo de actividad se realiza en el interior. Traspasada la puerta (hay que tocar un timbre) se topa con un mostrador donde se presenta la documentación que acredita como socio y permite el camino a otra puerta. Tras ella, un pub con televisiones, música y una pequeña barra donde destaca lo que se denomina “dispensario”. Allí, tras una vitrina parecida al muestrario de raciones de un bar hay una carta con más de 50 tipos de marihuana. “En Barcelona, la que más se utiliza es la Amnesia pero, por ejemplo, en Bilbao se fuma la Crítica”, señala el individuo que hay detrás de la barra. El peculiar barman conoce las bondades de aquello que ofrece y destaca que variedades son buenas para relajarse, cuales fomentan la creatividad… La pregunta le resulta extraña: “¿Cuál de estas podríamos considerar que es el caviar de la marihuana?”. Señala dos tipos: Apple Fritter (con 23% de THC) y Kosher Dawgs (24%). El club es un no parar de personas entrando, abonan entre 7 y 20 euros de alguna variedad que es pesada por el barman y luego se sientan a fumar su porro.
Albert Tió está dentro del club. Este “activista cannábico” ingresó en prisión en 2020 para cumplir cinco años de cárcel después de que intervinieran la asociación cannábica Airam de la que era secretario-. Tió fue uno de los responsables de la Federación de Asociaciones Canábica Autorreguladas de Cataluña (Fedcac), fue promotor de la iniciativa popular que aprobó el Parlament y ahora -está en tercer grado penitenciario- ha fundado el Partido Cannábico Luz Verde. “El consumo y el cultivo propio no debería estar castigado por lo que el cultivo colectivo tampoco debería. Ese es el origen de las cannábicas. Los clubs son espacios seguros donde consumir con un control de daños y de la calidad del producto”, defiende Tió. “Nuestro partido tiene un objetivo claro: la regulación. Si se ilegalizan los clubs, la única alternativa es el menudeo”, lamenta. El activista admite que hay asociaciones que actúan como “mafias” y no cumplen las normas impuestas, sobre todo aquella que marca que los socios no pueden acceder al dispensario de marihuana hasta pasados 15 días de su inscripción evitando así el turismo cannábico. También critica a a aquellas que tienen captadores (solo hace falta darse un paseo por la Rambla) para atraer visitantes.
Eric Asensio de la Federación de Asociacions de Cánnabis de Cataluña (CATFAC) mantiene que los clubs están preparados para la ofensiva institucional: “Si acaban con asociaciones por la vía de la supresión de licencia recurriremos a la defensa en los contenciosos administrativos y si es por la vía penal siempre recurriremos, ante los tribunales, a la idea del consumo compartido”.
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