Oques Grasses y el glamur del panadero

La banda catalana rescata en un Sant Jordi sonriente y feliz el alma popular de la sofisticada Barcelona

Concierto del grupo Oques Grasses en el Palau Sant Jordi, este sábado.Albert Garcia

Sin ir más lejos pongamos al panadero del barrio. Cioran puede que le suene a antiséptico; no se ha conmovido con el último disco de John Cale; sabe gracias a James Bond que los vinos franceses que nunca catará tienen nombres compuestos que para pronunciarlos exigen poner los morritos como si fueses a bebértelos con pajita, y encima de su apellido, nombre de un año, sólo se usan los dos últimos números precedidos por “del”. De pintura conoce la estrella de Miró porque se lo dijo el de La Caixa...

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Sin ir más lejos pongamos al panadero del barrio. Cioran puede que le suene a antiséptico; no se ha conmovido con el último disco de John Cale; sabe gracias a James Bond que los vinos franceses que nunca catará tienen nombres compuestos que para pronunciarlos exigen poner los morritos como si fueses a bebértelos con pajita, y encima de su apellido, nombre de un año, sólo se usan los dos últimos números precedidos por “del”. De pintura conoce la estrella de Miró porque se lo dijo el de La Caixa. No es sofisticado. Pero tiene conversación porque atesora visión particular del mundo que explica con palabras que no rebusca. Y no se las regala al primero que pasa. Josep Montero no es panadero, fue electricista, no es lector pero sabe mirar la vida y contar lo que en ella ve de manera que su narración apela a quienes compran el pan en la esquina. Él pone los ingredientes y con su banda no amasa un neopan, tampoco un pan de toda la vida, sino una variedad que pese a ser nueva no obliga a quien la sirve en un establecimiento de restauración a llamar chicos incluso a canosas parejas mixtas. Son Oques Grasses y ayer recordaron en el Sant Jordi que en Barcelona también late alma de ciudad pequeña.

Inicio del concierto. En el tercer y más alto nivel del escenario se recortan las figuras de los músicos, como si fuesen cariátides sin templo que sustentar. Cariátides sin túnicas y algunas con pantalones a la altura necesaria para ir a pescar ranas al río. Pese a todo revuela un cierto aire solemne no exento de cierta intención gamberra. El público presto a descorchar su alegría. Suena una voz aguda. Tras la introducción una versión de La gent que estimo, nombre de la gira que despide el grupo en este último concierto, provoca el primer griterío. Los vientos, ampliados para la cita, a Barcelona se viene como al médico, con las mejores galas, empujan los primeros cánticos enfáticos del personal. Después una frase típica de Montero, “només vull que els elefants volin” (Elefants) acerca la utopía a la multitud. Suenan dos canciones más manteniendo la continuidad desde el inicio sin interrupción alguna hasta que tras Cara de cul, pese al título una oda a la vida y al amor, Josep saluda escuetamente y la fiesta sigue con la pieza que define el espíritu de la noche, Petar-ho. Sí, esta banda de Osona es una de las pocas que cantando en catalán, también algo en inglés, castellano y catalinglish, han llenado el Sant Jordi.

El Palau Sant Jordi se llenó para celebrar los diez años del grupo. Albert Garcia

Y es que el grupo ha puesto su música, genéricamente pop, en un punto intermedio entre la plaza mayor y la discoteca, una mezcla de electrónica y vientos de aire popular y festivo que se formuló en su penúltimo disco con piezas como Sta Way, In The Night o Bancals, que sonaron en la primera y tercera parte del concierto evitando que la gente pudiese sentarse, feliz y atareada como estaba en bailar móviles en ristre, azotada por un bajo que da sentido a todo. Y la multitud de estilos que forman la masa madre, desde latinoamericanos, como se percibió en el tramo acústico, acústico y no por ello cumbayá, hasta funkys, pasando por algún acento de reggae desleído, coqueteos baladistas, ritmos en contratiempo, pachanga, trazos de música popular e introducciones aflamencadas con mesita en plan Tangana en directo como en Wake Up. Una mezcla radical que enseñó la patita sofisticada con delicados arreglos de cuerda en varios temas, otro regalo a Barcelona, o en esa pieza, Torno a ser jo, ya al final en la que sonó un redoble de tambor que sugería la aparición del Timbaler del Bruc y sin embargo dio paso a vientos y un bombo a negras que puso al respetable del revés. Eso y letras en zapatillas, hijas de una mirada que huye de la sofisticación y proyectan esperanza, apego a la vida y coto a la tontería. Una normalidad menos plana que la de Ed Sheeran.

En medio, siempre, Josep Montero, con un polo Lacoste de cuello acartonado que huyó de la plancha, prueba de que se puede pasear un cocodrilo de muchas maneras. Y habló no como el pasmado deslumbrado por su propio éxito, atrapado por un alud que le impide saber si está cabeza abajo o arriba, usando palabras fofas que encubren su endiosamiento, sino como el que sabe que esto sólo acaba de comenzar y no hay nada garantizado. Creérselo puede ser empezar a perderlo. Dijo más veces penya y hòstia tu que un rapero fuck y yeah, recordando sus inicios en un bar, cuando en broma, ante el desinterés general, saludaba a los pocos parroquianos con un “bona nit Sant Jordi”. Entonces tocaba un “I Want To Break Free” que no fallaba, y que recuperó en solitario con bombo a la guisa de Muchachito Bombo Infierno. Pues él y su excelente banda de músicos con estudios ya tienen su Sant Jordi. Con confetis y fuego –“joder con el fuego”, se oyó en escena-, con lucecitas y el público, que antes ya había hecho la ola, volteando sus camisetas sobre la cabeza en Passos importants. Y sin glamur. O con el glamur del panadero. Quien no bailó es porque anoche fue un llonguet.

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