Refugiados ucranios que llegan a Cataluña: “No tengo adónde regresar en un futuro cercano”
La comunidad, que aloja a unos 22.000 desplazados, recibe a unos 20 migrantes semanales. El Ayuntamiento de Barcelona ha empadronado a 2.600 personas procedentes de Ucrania
Serhei y Vladimir no son familia, pero como si lo fueran. No se conocían hasta hace dos semanas, cuando coincidieron unos días en un albergue de la Generalitat para refugiados ucranios. Pocas cosas unen más que una guerra que no entienden. “Cuando dejas tu casa en estas condiciones solo quieres ayudar a los que se encuentran en tu misma situación”, admiten ambos. No hablan español y apenas conocen algunas palabras en inglés. “Pero sabemos trabajar duro”,...
Serhei y Vladimir no son familia, pero como si lo fueran. No se conocían hasta hace dos semanas, cuando coincidieron unos días en un albergue de la Generalitat para refugiados ucranios. Pocas cosas unen más que una guerra que no entienden. “Cuando dejas tu casa en estas condiciones solo quieres ayudar a los que se encuentran en tu misma situación”, admiten ambos. No hablan español y apenas conocen algunas palabras en inglés. “Pero sabemos trabajar duro”, remarcan.
Vladimir Sekachov tiene 36 años y lleva ocho escapando de la guerra. Lo hizo en 2014, cuando las tropas rusas atacaron su Mariúpol natal, en el Dombás, y vuelve a hacerlo ahora que el conflicto se recrudece. “No queda ni rastro de lo que fue mi casa. Cayó una bomba y nos quedamos sin nada”, dice. Procede de Bielorrusia, donde vivió los últimos años hasta que decidió huir de nuevo porque la situación también es cada vez más incierta. Detrás, dice, deja a sus padres y a sus amigos, cinco de los cuales han muerto. “Dos murieron en el frente de batalla, y los otros tres eran civiles. Es incomprensible”, comparte.
El caso de Serhei es diferente. A sus 39 años, tuvo que quedarse en Ucrania porque el Gobierno de Zelenski impide la marcha de los hombres en edad de servir al ejército, pero consiguió un permiso especial para salir del país para ayudar a su mujer, que sufrió una lesión cuando ya estaba en Cataluña. “Estos casos de atención familiar están permitidos”, explica con resignación.
Ambos coincidieron en uno de los tres albergues que la Generalitat mantiene habilitados para las víctimas de la guerra en Cataluña, donde cada semana llegan unos 20 refugiados nuevos, una cifra muy inferior a la de los primeros meses del conflicto. “No se ha detectado ningún incremento en los últimos días”, responde una portavoz del Departamento de Igualdad preguntada al respecto por EL PAÍS tras el endurecimiento de la guerra.
Entre marzo y octubre, Cruz Roja atendió a más de 55.000 personas en la comunidad, de los que unas 22.000 se han instalado definitivamente a la espera de que acabe de la guerra. Unas 4.200 se alojan en hoteles y espacios integrados en el programa estatal de acogida; unos 3.000 residen en alojamientos vinculados al ayuntamiento de Barcelona; y un centenar, en los albergues, donde están de paso, según cifras de Igualdad. El Ayuntamiento de la capital catalana, que cerró en agosto el centro de información instalado en Fira, comunicó este martes que ha empadronado en total a 2.600 personas procedentes de Ucrania.
“La mayoría de las personas que se instalaban aquí no querían quedarse, sino volver a su país”, analiza Mireia Mata, secretaria general de Igualdad. “Muchos no se sentían migrantes ni refugiados, sino que tenían la sensación de que su situación era temporal y que cuando acabara el conflicto podrían volver”, insiste.
Ahora, sin embargo, la percepción sobre la guerra parece estar cambiando. “Al principio la gente pensaba que la guerra duraría dos o tres semanas”, analiza Roman Kornivskyi, de 37 años, residente en el albergue. Tras casi ocho meses de conflicto, los planes a corto plazo empiezan a alargar la mirada, como admite Vladimir: “Mariúpol está ocupada y no tengo un hogar. Definitivamente puedo decir que no tengo donde regresar en un futuro cercano”. Vladimir argumenta que su país no estaba inicialmente en condiciones para defenderse del potencial militar ruso pero que actualmente el conflicto está mucho más equilibrado. “Ahora tenemos armas para defendernos, y no sabemos cuándo acabará”.
Lo que no cambia es el sentimiento de impotencia y frustración de la comunidad ucrania. “La gente no debe olvidar que la guerra sigue matando a gente inocente”, insiste Serhei, que deja mudo a sus interlocutores cuando reproduce un vídeo de los ataques rusos a Kiev del lunes de la semana pasada. La grabación muestra claramente como un mísil cae en pleno centro de la ciudad y produce una gran explosión. “¿Por qué atacan a esa gente?”, implora. Sobre la acera yacen cuerpos inertes en el suelo, ensangrentados. “Podría ser cualquier de nosotros”, lamenta.
El paso por el albergue fortalece los vínculos identitarios. “Los ucranianos estamos repartidos por Europa, pero nos sentimos muy unidos”, resume Roman. Los usuarios se reúnen en el patio, a la hora de comer o en paseos hasta las playas del Maresme, donde Vladimir se atreve a lanzarse al mar. “El agua del mar de Mariúpol está más caliente porque es un mar pequeño y muy poco profundo”, compara en un momento de nostalgia. “Aquí, en el mar, me siento un poco más cerca de casa”.
La convivencia es breve. Vladimir fue derivado el pasado jueves a Granada, donde vive en un hotel y aprende español. “La Cruz Roja nos está tratando muy bien”, agradece. Serhei, por su parte, consiguió a finales de la semana pasada un empleo como operario de instalaciones de ascensores y alquiló con la ayuda de las entidades sociales un piso para vivir con su familia. “Lo que necesitamos es trabajar”, dice el técnico. “Si trabajamos, aprenderemos el español más rápido y podremos integrarnos mejor. Si no, estamos siempre rodeados de ucranios”.
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