Rosalía siempre juega en casa
La cantante catalana sedujo en un Sant Jordi lleno con su carisma, cercanía, tronío y voz
Diez de la mañana, accesos del Sant Jordi. Bochorno. En unas 12 horas actúa Rosalía. Hay 133 personas esperando, 30 para el concierto del domingo. Entre estas últimas las primeras de la cola, Víctor 18 años, de Montcada i Reixach, número 1, y Candela 18 años, de Mataró, número 2. Se conocieron haciendo cola en la gira de El Mal Querer y ...
Diez de la mañana, accesos del Sant Jordi. Bochorno. En unas 12 horas actúa Rosalía. Hay 133 personas esperando, 30 para el concierto del domingo. Entre estas últimas las primeras de la cola, Víctor 18 años, de Montcada i Reixach, número 1, y Candela 18 años, de Mataró, número 2. Se conocieron haciendo cola en la gira de El Mal Querer y hoy organizan la de Motomami. Llevan aquí desde el jueves. Como el resto de quienes aguardan, conocen al dedillo lo que van a ver gracias principalmente a Twitter y TikTok. ¿Qué buscan?: el argumento central de un espectáculo musical en tiempos de silencioso avance de los hologramas, compartir espacio físico con la estrella.
Algo más, apunta Víctor, “ver un show en directo a través de unas pantallas curradísimas”. ¿No es mejor estar entonces algo más alejado y no a pie de escenario? Jordi, 20 años, Barcelona, no lo cree “yo deseo estar cerca de mi Rosalía y verla con mis ojos, no me importa perderme el conjunto del show”. Elsa, 20 años, Barcelona, concluye: “la era Motomami, con su promoción, sus imágenes, el trabajo en las redes y su estética es fascinante, aunque como disco me guste más El Mal Querer”. Un acuerdo general entre todos: nadie imagina cómo sonará Rosalía dentro de 10 años.
Llega el concierto de Rosalía en Barcelona, séptimo en la gira, primero de dos en el Sant Jordi, y es exactamente lo que se espera, la traducción en música e imágenes de lo que puebla las redes, un alfabeto básico de imágenes y mensajes concisos y frangibles. Un cambio de paradigma. El youtuber Ibai Llanos saludaba en el palco como una estrella y una treintena de canciones sonaron incluso fragmentadas en un espectáculo veloz, pespunteado con imágenes desencuadradas, algunas bellísimas. Vestuario y coreografía, música y voz a degüello.
Los educados entre videojuegos ven más rápido, miran de otra manera, y este espectáculo está pensado para esas personas, nietas de Súper Mario Bros. Además Rosalía está en escena, real y natural —se desmaquilló en escena—, y lo llena todo, como Beyoncé en la gira del 2016 proyectando sólo su imagen sobre una descomunal pantalla que la ofreció a los estadios en mil planos. La estrella se hace ver, y en el caso de Rosalía mira a cámara, de ahí su presencia en escena, médium para mirar a los ojos. Si no has hecho días de acampada puedes recibir esa mirada tan personalizada como quien está a pie de escenario tras días de intemperie.
En los albores de la música de estadio las pantallas sólo disminuían las enormes distancias de estos recintos, acercando al público a los diminutos protagonistas. Hoy las pantallas muestran la mirada construida por una realización que añade información a lo que el ojo ve sobre lo que ya es un escenario-plató. C. Tangana ha dado en el clavo conceptual al sugerir que la mejor imagen de su actual gira no se ve en escena, sino en la película que construye para ser vista por las pantallas. Y si su protagonismo es compartido en un escenario complejo con la pléyade de músicos que le muestran respeto, Rosalía opta por mostrarse en solitario, mujer poderosa, icónica, resuelta y segura de que su carisma aguanta por sí solo el espectáculo en un escenario minimalista. El público, ubicado en un entorno que domina espacial y visualmente escoge dónde mirar.
Y Rosalía actuó en casa. Por supuesto habló en catalán, aunque en realidad Rosalía siempre juega en casa, pues es “la” Rosalía, esa chiquilla, la de Sant Esteve de Sesrovires, la hija del José Manuel y la Pilar, la del barrio, vamos. Esa familiaridad hace que Rosalía sea de todos los lados, aunque como dice su abuela en “G3 N15″, se haya metido en un mundo complicado. Con capital en Miami. Pero es confidente, objeto de deseo, amiga o persona reconocida como igual.
O como ídolo de sus hijas, como aceptaban Ana, 54 años, y Agustín, 58, padres barceloneses de dos chicas de 25 y 16 allí presentes desde las cinco de la mañana a las que avituallaban a las 11. Ana decía “a ciertas edades es normal este comportamiento, y creo que Rosalía es una artista muy cabal que en Motomami ha apostado por una alegría no presente en El Mal Querer, más trágico. Innova sin traicionar sus raíces”, resumía. Y la Rosalía inventa de paso palabras, gestos, sugiere memes, crea éxitos en directo sin haber publicado la canción —este sábado ha presentado Despechá y Aislamiento— y se muestra no como futuro, sino como un presente ya hoy anidado.
Gustará o desagradará, su rastreo de los sonidos contemporáneos latinos y de cruce aburrirá o entusiasmará, sus cambios desorientarán o guiarán, pero Rosalía es tozuda realidad desafiante. Y lo central: quedó patente que pese a la tecnología, cámaras, luces, vestuarios, canciones y coreografías, lo más importante en un concierto sigue siendo estar allí fabricando recuerdos, estrechando afinidades con la estrella, que es mejor sea total. Así lo hizo quien allí estuvo con una Rosalía que quizás en un año esté impregnándose de alté en Lagos, grabando estándares de jazz producida por Daniel Lopatin o a saber qué. Y ello sugiere fijar conclusiones no hoy, sino dentro de unos años, cuando la perspectiva arroje más claves de interpretación sobre una trayectoria que se intuye cambiante. Como los tiempos. Y sí, arrasó. Fue un delirio.
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