Muere la escritora Maria Antònia Oliver, una de las voces populares de la ‘Generació dels 70’
La autora mallorquina, Premi d’Honor de les Lletres Catalanes y creadora de la primera detective de las letras catalanas, no publicaba desde 2007
“Vivir es escribir y escribir, vivir”, tenía como divisa Maria Antònia Oliver, con el que ella envolvía el inseparable binomio que para algunos escritores en lengua catalana de los años setenta conformaban el compromiso social y la literatura. Y, claro, inexorablemente en su caso, la vida misma. La razón de ser de la escritora de Manacor, Premi d’Honor de les Lletres Catalanes en 2016, se ha partido definitivamente tras fallecer hoy en Palma a los 75 años.
Se trataba de escribir y vivir s...
“Vivir es escribir y escribir, vivir”, tenía como divisa Maria Antònia Oliver, con el que ella envolvía el inseparable binomio que para algunos escritores en lengua catalana de los años setenta conformaban el compromiso social y la literatura. Y, claro, inexorablemente en su caso, la vida misma. La razón de ser de la escritora de Manacor, Premi d’Honor de les Lletres Catalanes en 2016, se ha partido definitivamente tras fallecer hoy en Palma a los 75 años.
Se trataba de escribir y vivir sin distingos y, además, con la función última de llenar los inmensos agujeros que en las letras catalanas había dejado la irrupción del franquismo, rompiendo pues temáticas y estilos y recuperando géneros. A esa labor se dedicó con vehemencia la llamada Generació dels 70 del que formaba parte una escritora nacida en diciembre de 1946 y que, de niña, se sentía atraída por las rondalles populares clásicas mallorquinas que ya le recitaba un tío-abuelo suyo y que luego leería a través de la herencia literaria de mosén Alcover. Un influjo que dejó su huella fantástica en buena parte de su obra, como demostrarían sus novelas Cròniques de la molt anomenada ciutat de Montcarrà (1972), El vaixell d’Iràs i no Tornaràs (1976) y Crineres de foc (1985), de regusto esta última hasta tolkeniano.
Con ese bagaje popular en la trastienda de la infancia irrumpirá muy joven, con apenas 23 años, en la literatura ya con novela propia, Cròniques d’un mig estiu (1970), que llamó la atención del gran pope de las letras mallorquinas del momento, Llorenç Villalonga: el padre de Bearn predijo la notable trayectoria de Oliver, que se acabó traduciendo en una quincena de títulos y casi una decena de reconocimientos.
Destacaría pronto y encajaría bien Oliver en la nueva hornada de autores catalanes que a principios de los setenta, con clara conciencia cultural, nacional y social, iban a dar un nuevo impulso a las letras catalanas, donde los autores mallorquines tendrían un gran peso (Gabriel Janer Manila, Antònia Vicens, Guillem Frontera, Biel Mesquida, Carme Riera…). Entre ellos, también Jaume Fuster, con el que Oliver se casaría y se instalaría en Barcelona.
El ambiente del tardofranquismo y un alto compromiso político y de izquierdas la llevó a participar, por ejemplo, en la organización del Congrés de Cultura Catalana, pero, sobre todo, a trabajar para la normalización del catalán. El mejor y esforzado vehículo para ello fue el colectivo Ofèlia Dracs, donde el dúo Oliver-Fuster aunó esfuerzos con autores como Josep Albanell, Jaume Cabré, Joaquim Carbó, Joan Rendé y Joaquim Soler, entre otros. De ahí salieron obras colectivas tan populares como la erótica Deu pometes té el pomer, la tintada de terror Lovecraft, Lovecraft y la policíaca Negra i consentida.
Todos lo géneros posibles
Era a principios de los años 80, uno de los periodos más felices y productivos del matrimonio, y que en su caso la llevó a explorar una miríada de géneros y a profundizar en temáticas como el feminismo, del que ya había sido una adelantada con Punt d’arrós (1978). En esa línea, no debía sorprender que en Estudi en lila (1986; esta misma semana recuperada por La Magrana) creara la primera detective de la novela negra catalana, Lònia Guiu, que seguiría sus pesquisas en Antípodes y El sol que fa l’ànec (1994). “Con pequeñas aportaciones, las mujeres podemos hacer grandes cambios”, argumentaba.
Como había que normalizar una lengua, no rehusó género alguno, por ello abordó los relatos (Coordenades espai temps per guardar-hi ensaïmades, 1975; Figues d’un altra paner, 1979; Tríptics, 1989), la literatura infantil (Margalida perla fina, 1985), los guiones (para el circuito catalán de TVE; Muller qui cerca espill, 1980; Vegetal, 1981) y el teatro (Negroni de Ginebra, 1993). Y, puestos a cubrir lagunas, hasta se dedicó a la traducción, vertiendo autores capitales como Virginia Woolf, Mark Twain y Herman Melville, cuya versión de Moby Dick le valió el premio de Traducción de la Generalitat en 1985.
Joana E (de 1992, premio Prudenci Bertrana) y Amor de cans (1995, premio Ciutat de Palma-Llorenç Villalonga), quizá sus dos novelas mayores, le proporcionaron un lugar destacado en las letras catalanas. Pero la vida no se comportó tan bien con Oliver como ella lo hacía con los demás: afable, nunca extraña para los desconocidos, todos tratados por igual con una voz suave y dulce no exenta del carácter que dan las convicciones, un punto irónica, siempre natural, transparente, como su literatura y su oficio. Así, una enfermedad cardíaca forzó un trasplante de corazón en 1997 que frenó una trayectoria tanto o más castigada un año después por la muerte prematura de su compañero Fuster. Fueron dos golpes duros consecutivos, cuyas secuelas y fantasmas pueden entreverse en Tallats de lluna (2000), su última novela. Se había acabado un mundo.
Tardaría casi siete años en retomar la escritura: sería con los relatos de Colors de mar, el mismo año en que recibiría la Creu de Sant Jordi (2007), uno de los premios que más ilusión le haría junto al que había recibido tres años antes, el que le concedieron sus colegas de la Associació d’Escriptors en Llengua Catalana: el Jaume Fuster, el que lleva el nombre de su marido. “No estoy orgullosa de nada y estoy orgullosa de todo. Incluso de mis obras que no se han leído”, resumía hace apenas unos meses, cuando recibió un homenaje en Mallorca.
Desde Colors de mar reinó un silencio que acabó siendo definitivo, enmarcado en la que casi fue una desaparición pública, apenas rota en 2016, cuando la concesión del Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, entonces la cuarta mujer en obtenerlo y la tercera persona galardonada proveniente de las Baleares. “Intenté durante mucho tiempo escribir una novela policíaca que reflejara en parte lo que estaba viviendo estos años: la muerte de Jaume, mi trasplante... Pero no me salía y lo dejé… Eso que ‘vivir era escribir y escribir, vivir’ que siempre había defendido debí arrinconarlo”, admitió entonces. En su caso, de algún modo, desde el 2000 languidecía un mundo, un vivir, luego también, en Maria Antònia Oliver, un escribir.