Opinión

Una enmieda republicana

Hay constituciones, como la italiana o la francesa, que prohíben la revisión de la forma de gobierno. Nuestra Constitución, sin embargo, sí permite revisar la forma monárquica

Juan Carlos I y Jordi Puyol charlan tras la inauguración de una exposición de Chillida en la Fundación Miró de Barcelona en 2003.

El proyecto del Gobierno de ley de Memoria Democrática ha sido objeto de una batería de enmiendas conjuntas de ERC, CUP, EH Bildu, BNG, PDeCat y Junts. Pretenden superar los insatisfactorios obstáculos de la ley de Amnistía de 1977 y la ley de Memoria Histórica de 2007 que, en la práctica, han implicado la impunidad de los crímenes de la dictadura, un olvido selectivo y una reparación...

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El proyecto del Gobierno de ley de Memoria Democrática ha sido objeto de una batería de enmiendas conjuntas de ERC, CUP, EH Bildu, BNG, PDeCat y Junts. Pretenden superar los insatisfactorios obstáculos de la ley de Amnistía de 1977 y la ley de Memoria Histórica de 2007 que, en la práctica, han implicado la impunidad de los crímenes de la dictadura, un olvido selectivo y una reparación mezquina. Estas enmiendas, razonables y viables, podrían alcanzar rango de ley sin necesidad de perturbar ni tensionar la Constitución, si consiguieran sumar los votos necesarios de otros grupos parlamentarios.

Otra enmienda conjunta de los referidos grupos parlamentarios difícilmente encajaría en el actual marco constitucional. Es la que propone retirar el título de Rey, con pérdida de todos los privilegios personales y familiares, por su origen en la dictadura. La referencia al origen franquista es, objetivamente, veraz. Las Cortes franquistas, el 22 de julio de 1969 proclamaron sucesor de Franco “a título de rey” a Juan Carlos de Borbón, que llegó a presidir interinamente el Consejo de ministros franquista en los momentos finales de la enfermedad del dictador, entre 1974 y 1975. Probablemente el entonces príncipe ya había aprendido de sus ancestros la histórica filosofía política de “París bien vale una misa”. Fue el primer Borbón de la dinastía, Enrique IV de Francia, hace más de 400 años, el que pronunció esa frase, poniendo fin a las guerras civiles de religión. No tuvo reparos en abjurar del protestantismo y hacerse católico para ser rey. Puro ADN borbónico.

Hay constituciones, como la italiana o la francesa, que prohíben la revisión de la forma de gobierno republicana. Nuestra Constitución, sin embargo, sí permite revisar la forma de gobierno monárquica. Pero para ello hace falta una mayoría de dos tercios del Congreso y del Senado, la disolución de las Cortes, la ratificación de la reforma constitucional por las nuevas Cortes, que redacten una nueva Constitución, y su aprobación en referéndum. O sea, esta enmienda es inviable en la práctica, aunque sea teóricamente posible. Es una enmienda provocadoramente republicana para proponer el final de la forma monárquica de gobierno.

Si, por ahora, eso no es viable, al menos sería deseable evitar que haya dos reyes. Habría que retirar el título de rey emérito, título que en realidad no existe. Lo que existe es un real decreto de 13 de junio de 2014, con el obligado refrendo de Rajoy, por el que Juan Carlos se otorga a sí mismo el uso honorífico del título de Rey con carácter vitalicio. Fue el último real decreto que firmó. Justificó su abdicación por sus 76 años, y para dar paso a las nuevas generaciones. Ni una palabra de las verdaderas razones que exigieron su abdicación para frenar los efectos de su creciente desprestigio. Así continuó, borboneando, con las ventajas e influencias propias de un rey, hasta el 15 de marzo de 2020.

Ese día, su hijo Felipe VI le propinó la reprimenda mayor de su vida. En un breve comunicado a la opinión pública el rey insinúa dudas sobre la integridad, honestidad y transparencia de su padre, sugiriendo que parte de sus activos “pueden no estar en consonancia con la legalidad o con criterios de rectitud e integridad”. El varapalo real, y filial, no fue solamente moral. También le retiró la asignación que tenía fijada en los presupuestos de la Casa Real. Pero no se atrevió a retirarle el título vitalicio y honorífico de Rey. Y podía haberlo hecho, según el artículo 62.f. de la Constitución, como le retiró el título vitalicio de duquesa de Palma a su hermana en junio de 2015.

Si el hijo rey no pudo o no quiso retirar el título de rey a su padre, el padre rey sí podría haber aprendido de su propio padre. Don Juan de Borbón, al abdicar en 1977, renunció al título de Rey, conservando solamente el título de Conde de Barcelona. Y si no aprendió de su padre, al menos podría haber aprendido de Jordi Pujol. No de sus habilidades financieras poco escrupulosas, pericia en la que ambos son más maestros que aprendices, sino de la decisión de renunciar al título de Molt Honorable President a la vez que renunciaba a la pensión vitalicia inmediatamente después del revuelo provocado por su extraña confesión en julio de 2014. Sería clamorosamente recibida una iniciativa legislativa de espíritu republicano que revocara el real decreto de autoproclamación de Rey honorario, poniendo fin al sinsentido de tener un segundo Rey que, además, tampoco es muy honorable.

José María Mena fue fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña

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