Un mal sistémico
La pederastia clerical parece una lacra que abarca a las confesiones cristianas de casi todos los países. Quizá la razón de esa abundancia está en el antinatural celibato forzoso, unido al llamado secreto pontificio
La pederastia, como agresión criminal aprovechando la inferioridad, dependencia o sumisión de los menores víctimas, es un delito repugnante. La pederastia clerical es, además de repugnante, escandalosa. Obviamente, la inmensa mayoría de los clérigos no son pederastas, y la mayoría de los pederastas no son clérigos. Pero cuando lo son, su conducta criminal genera escándalo, porque es particularmente contraria a las virt...
La pederastia, como agresión criminal aprovechando la inferioridad, dependencia o sumisión de los menores víctimas, es un delito repugnante. La pederastia clerical es, además de repugnante, escandalosa. Obviamente, la inmensa mayoría de los clérigos no son pederastas, y la mayoría de los pederastas no son clérigos. Pero cuando lo son, su conducta criminal genera escándalo, porque es particularmente contraria a las virtudes que se arrogan, y porque traicionan la confianza que les otorgan los progenitores creyentes para la enseñanza y la educación moral y religiosa de sus hijos.
La pederastia clerical parece una lacra que abarca a las confesiones cristianas de casi todos los países, aunque se manifiesta mayormente en la iglesia católica. Quizá la razón de esa abundancia de casos de pederastia clerical católica está en el antinatural celibato forzoso, unido al llamado secreto pontificio. Esta norma canónica daba preferencia a la ley interna de la iglesia católica sobre la ley ordinaria de los Estados. Los superiores del clérigo pederasta, desde el abad o el obispo hasta el Vaticano, con su secreto encubridor, ocultaban esos delitos a su feligresía, a la sociedad civil y a las autoridades. El clérigo pederasta era internado en un centro religioso, o simplemente trasladado a otro destino donde frecuentemente reincidía. Las víctimas, indefensas, sumisas y confundidas, casi nunca contaban a sus padres la experiencia sufrida. Cuando lo hacían, los padres casi nunca lo denunciaban, para evitar a su hijo el calvario de la doble victimización, ante la probable inutilidad del proceso. Cuando las víctimas, ya siendo mayores de edad, deciden denunciar venciendo anteriores sumisiones, temores, hipocresías y vergüenzas, el delito puede haber prescrito. Por eso es frecuente su impunidad, mientras sus víctimas sufren durante muchos años, o para siempre, gravísimos efectos psicológicos y sociales.
Los superiores del pederasta, con su secreto encubridor, ocultan esos delitos a su feligresía y a las autoridades
Un caso paradigmático de impunidad fue el de Marcial Maciel, sacerdote mejicano fundador de la Legión de Cristo, turbio emporio religioso-empresarial internacional de gran influencia en el Vaticano. Las constantes e indisimuladas agresiones sexuales cometidas por Maciel sobre los jóvenes de su congregación desde los años 40, fueron denunciadas ante la jerarquía católica desde 1997. Sin embargo, hasta 2006 el secreto encubridor amparó al gran pederasta, que finalmente fue “condenado” al retiro en un convento donde falleció apaciblemente a los 87 años, impune ante las leyes estatales.
Las víctimas hoy ya no soportan mansamente los tabús y los silencios. Los pederastas clericales, desenmascarados, son noticia y escándalo. El Papa Francisco dictó una Instrucción en diciembre de 2019 derogando la norma canónica del secreto pontificio y ordenando “el cumplimiento de la legislación estatal, incluida la obligación de denuncia”.
En Francia, una comisión independiente impulsada por la Conferencia Episcopal declaró que la pederastia clerical es un mal de carácter sistémico. En los últimos setenta años constató cerca de 300.000 casos. En España no ha habido una comisión semejante. Carecemos de datos eclesiásticos u oficiales fiables, y no hay razón para pensar que nuestra cifra fuera menor. Tan solo hay constancia de una comisión similar para conocer los hechos perpetrados en la abadía de Monserrat, que el abad se vio precisado a promover tras la denuncia de un joven agredido sexualmente por un monje. Previamente, los abades habían guardado silencio sobre hechos similares que conocían.
El Papa Francisco derogó en 2019 la norma canónica del secreto pontificio y ordenó “la obligación de denuncia”
En España, el pasado mes de junio entró en vigor la ley de protección integral de la infancia y adolescencia que, entre otras cosas, procura facilitar la denuncia de las víctimas. Para ello modifica el plazo de prescripción de los delitos de los pederastas. No empezará a contar desde que se cometió el delito sino desde que la víctima menor de 18 años cumpla los 35. Así, hasta que la víctima cumpla 45 o 55 años, según la gravedad del delito, podrán denunciar al pederasta que le victimizó en su infancia o adolescencia. Pero la nueva ley no valdrá para los delitos cometidos antes de su vigencia porque la Constitución prohíbe la retroactividad de las leyes penales. Los abusos o agresiones sexuales sufridos por personas ahora adultas cuando eran niños, pueden haber prescrito, y los pederastas pueden resultar impunes.
Están bien las iniciativas de transparencia de las comisiones independientes, pero no son suficientes. No hay constancia de que la nueva normativa del Papa Francisco se cumpla completamente y sin dilaciones sospechosas, en todos los países y en todos los casos. La reforma legislativa española también es positiva e imprescindible. Pero ninguna reforma será suficiente sin un esfuerzo proactivo generalizado, institucional y social, de transparencia, de erradicación práctica de hipócritas silencios y dilaciones cómplices, de sincero compromiso de tolerancia cero.