Jabato, un bar de tapas con cañas que rebosan
Una tapería en la que se tiran bien las cañas, cremosas, en vaso pequeño, listas para beber en un trago
Uno puede ser más de restaurantes o más de bares. Yo soy más de bares. De bares que te solucionan una cena tonta con una (o dos) buenas tapas. De bares a los que puedes ir con tus padres, con tus amigas o con tu pareja. Y en los que no molestan los niños. De bares en los que se tiran bien las cañas, cremosas, en vaso pequeño, listas para beber en un trago. Si son dos tragos es por pura vergüenza.
El Jabato es uno de esos bares. Con una buena barra (para cenar incluso) y mesas sin mantel a veces adornadas con ramilletes de flores secas. El comedor es pequeño, pero se siente amplio. Espec...
Uno puede ser más de restaurantes o más de bares. Yo soy más de bares. De bares que te solucionan una cena tonta con una (o dos) buenas tapas. De bares a los que puedes ir con tus padres, con tus amigas o con tu pareja. Y en los que no molestan los niños. De bares en los que se tiran bien las cañas, cremosas, en vaso pequeño, listas para beber en un trago. Si son dos tragos es por pura vergüenza.
El Jabato es uno de esos bares. Con una buena barra (para cenar incluso) y mesas sin mantel a veces adornadas con ramilletes de flores secas. El comedor es pequeño, pero se siente amplio. Especialmente si tienes la suerte de ir con unos cuantos amigos y ocupar la mesa de la entrada, cuadrada, enorme, de las que invita a alargar la sobremesa. Y pasar de la birra al gin tonic, como quien no quiere la cosa. Como ocurrió aquel único año en que en el Jabato se pudieron vivir las fiestas de Gràcia. Tras el atentado y el coronavirus, siguen aguardando a unas fiestas como aquellas, sin toque de queda y con vasos de plástico.
Es un bar, tapería, dice el cartel, de los de toda la vida. Aunque apenas lleva abierto cuatro años. Esquinero, ocupa el espacio de lo que un día fue, hace más de 60 años, la Bodega Gracienca, una casa de comidas del barrio. Tamara Lefelman, 35 años, madrileña, y Enrique Maestre, de 28 y catalán, se enamoraron del local en cuanto lo vieron. Y siempre quisieron recuperar la esencia de aquella bodega, especialmente después de conocer al hijo del dueño, con quien, además, se han enrolado en la fundación de Soho, una asociación para defender los intereses de los hosteleros de Gracia. Parece que lo están consiguiendo. Lo de la esencia bodeguera, no tanto lo otro. No en vano la burocracia casi, casi, les quita las ganas de seguir. La burocracia y una vecina que consiguió que tuvieran que cerrar un mes entero para insonorizar el local.
Ellos, que pensaron que irse a vivir al piso que quedaba justo encima de su bar les ahorraría muchos problemas, no calcularon que en ocasiones los problemas vienen solos. Como vino la covid. Nadie la invitó a cerrar bares. Pero ocurrió. Y el Jabato acabó perdiendo a la mayoría del equipo porque ni Tamara ni Enrique podían darles o prometerles horas de trabajo. Eran nueve y ahora son cuatro.
No les faltan actitud y ganas, sin embargo. Y ríen cuando recuerdan que decidieron llamar a su bar Jabato sin saber muy bien por qué, después de una noche larga de copas. “Al final, nos ha costado tanto esto que el nombre le viene al pelo. Porque la vida es pelear como un jabato”, asume Tamara.
Su suerte fue levantar la persiana. “Siempre se llenaba”, asume Enrique. Hasta en los días más duros y pese a no haber podido ser agraciados con una de esas deseadas terrazas que nos han dado a todos la vida en plena pandemia, las sillas se ocupaban cada día. Su clientela es fiel. Y repite. El tique medio es asequible, el trato cercano y la comida, de altura.
“Hacemos cocina con fundamento, una cocina sincera”, señalan. Y eso, explican, no es otra cosa que cuidar mucho el producto y ponerle ganas para que la gente se sienta a gusto y bien atendida. Eso también lo están consiguiendo.
La culpa, seguro, la tienen las cañas. “Las cañas nos definen. Tamara es madrileña y yo viví un año en Madrid. Somos muy fanáticos de la birra y muy de Mahou. Una caña bien tirada entra mucho mejor”, dice Enrique, apostado frente al tirador. El precio de su caña no se discute. Entra sola. Claro que tiene merma: ellos aceptan que van a tirar producto y el cliente acepta que debe pagarlo. “Para tirar una buena caña hay que ser generoso. La caña tiene que rebosar”, sentencia Tamara.
Y entre caña y caña, casi siempre caen unas patatas gajo con salsa brava marca de la casa. Tengo amigos que todavía saborean su canelón de carrillera, un plato que lleva en la carta desde el primer día. Además de eso, yo nunca me resisto a pedir sus berenjenas a la andaluza. Y a base de admirar y de probar su plato de albóndigas con sepia he acabado por convencerme de que el tan catalán mar y montaña no es un sacrilegio tal, como a menudo pensamos los valencianos.
Al Jabato, que nació del atrevimiento de Tamara –lleva años llevando la voz cantante en La Xula, otra tapería del barrio– y de las flechas de Cupido –ella iba a menudo a la terraza del Canigó, donde trabajaba él, y tomó muchos cafés hasta que Enrique la invitó a tomar café a otro bar y se hicieron novios– solo le falta vivir más de día. Sus dueños tienen ganas de arrancarse con unos almuerzos de aúpa, pero por el momento les faltan las fuerzas y olvidarse de lo que les costó arrancar y lo solos que se sintieron estos últimos años en que tantas veces les amenazaron con perder la licencia. “No haríamos brunch, ¿eh? Aunque abramos por la mañana serviremos rabo de toro y unas albóndigas”, avisan. A mí me vuelve loca su ensaladilla rusa. A ellos les gustan los platos de cuchara.
Fundación: Tamara y Enrique abrieron el Jabato en noviembre de 2017.
Servicio: Son imprescindibles sus patatas bravas. Recomendamos, también, un guiso de calamares con setas de temporada que os hará salivar.
Momento ideal: A partir de las ocho de la tarde o cualquier domingo a la hora del vermut.