Casa Dalin
En este local me han ‘cangureado’ a mi hija, he comprado comida y bebida a destajo y he visto los partidos del Barça
Vivo en una finca vieja del Eixample de Barcelona. La zona es un hojaldre histórico, un lugar de capas culturales. El bisabuelo materno One tenía una empresa de transportes (mulas y tartanas) en el chaflán, cuando aquí todo eran descampados, y el bisabuelo materno Two había levantado una finca enfrente, después de haber fundado una cooperativa de propietarios en 1917. El matrimonio de los equinos tuvo a mi...
Vivo en una finca vieja del Eixample de Barcelona. La zona es un hojaldre histórico, un lugar de capas culturales. El bisabuelo materno One tenía una empresa de transportes (mulas y tartanas) en el chaflán, cuando aquí todo eran descampados, y el bisabuelo materno Two había levantado una finca enfrente, después de haber fundado una cooperativa de propietarios en 1917. El matrimonio de los equinos tuvo a mi abuela y el matrimonio del ladrillo tuvo a mi abuelo, y ambos —el chaflán puede ser una forma del destino— se gustaron de jóvenes, se casaron y poco después nació mi madre.
Hojaldre. Donde había las mulas levantaron un bloque de pisos brutalista, a mediados de los sesenta. Cuando yo me vine a vivir al chaflán, en las ex cuadras lucía una panadería de toda la vida y un taller mecánico. Siguiendo el hexágono y a pie de calle, una farmacia y dos zapaterías. Y en la finca del bisabuelo Two una granja (el local era de mi abuela), una mercería (sede de una tertulia de mujeres mayores, con la dueña viviendo en la trastienda) y una tintorería regentada por un matrimonio polvoriento.
Tardes sabatinas
Casa Dalin se funda en 2005, pero ya tiene el ambiente de un bar añejo. Los dueños se llaman Dalin y Vanesa.
La mejor hora para ir es al final de una tarde sabatina, cuando baja el estruendo del tráfico.
Y el plato estrella (sabroso, barato, abundante y rápido) son los fideos chinos.
Los bajos del barrio han cambiado mucho durante los últimos veinte años. Medio mundo se ha jubilado, pero los emprendedores chinos han insuflado vida al comercio de proximidad. Ahora el zapatero remendón tiene los ojos rasgados, como el jefe de la autoescuela y como las mujeres de los locales de masajes. Mucho negocio se ha dedicado al turismo, y en el mecánico hay una inmobiliaria y en la tintorería una laundry automatizada. La panadería es un bazar donde nunca falta de nada. Las zapaterías, badulaques donde los turistas de los hoteles compran porquerías para llevar a las habitaciones. Y la granja, cuando se jubilaron, se convirtió en Casa Dalin. Es mi bar, no en el sentido patrimonial, sino tradicional, de estabilidad, el resultado de una concreción.
Me acuerdo. Hace 15 años Dalin llamó al interfono de mi abuela. Era un chaval barbilampiño y simpático. En el barrio todo se sabe. Le habían dicho que la granja quedaba vacía y él quería montar un bar. Quería entenderse con la propietaria, el precio, los pagos. Mi abuela le hizo firmar un papelucho y el chaval cambió el cartel de la granja —se llamaba La crème de la crème — por el de Dalin y Lucía , el nombre de él y el de su novia.
Me debo al apunte: los chinos abren negocios, a menudo nos cuesta pronunciar sus nombres, y ellos se avanzan y se los cambian de cara al público. Por esto el del bazar se hace llamar César, Alonso el de la autoescuela, las mujeres de los masajes son todas marías. Es evidente que Dalin no tuvo este problema, pero Lucía sí. En fin, se pusieron manos a la obra, abrieron, con ellos trabajaban los padres de ella y una abuela pergamino. El local pronto se llenó con la parroquia de la granja, con borrachos y jóvenes —por los precios bajos—.
Mi bar. Yo crecí en un pueblo pequeño y sé que algunos comercios son lo que dicen ser y algo más. Parece la prehistoria, pero de pequeño, si quería llamar por teléfono, comprar huevos y leche a deshora o enviar una carta (sellos, sobre), me iba al bar del pueblo. Entre las clases populares las categorías de los comercios son borradizas. El bar de Dalin se convirtió en una especie de universo auxiliar para muchos vecinos. Les guarda cosas, pasa recados, vigila coches mal aparcados por si aparece la Guardia Urbana.
Gracias a mi oficio recibo paquetes de libros semanalmente. Cuando no estoy en casa, los repartidores los dejan en el Dalin. Nació nuestra primera hija y Dalin y Lucía nos regalaron un brazalete de la suerte, unos patucos de ganchillo y una bola de basura llena de ojos de dragón en rama: una especie de ciruelas chinas con sabor a lichi. En Casa Dalin me han cangureado la otra hija cuando tenía una emergencia, allí he comprado comida y bebida a destajo, he visto los partidos del Barça sin tener que reservar mesa. Con Dalin hemos hablado de su país, del nuestro, de coches, de escuelas y de lugares de vacaciones, de política y pandemias. Si te demoras mucho rato consumiendo y quieres pagar, Dalin redondea el precio a todo el mundo.
Un día amanecimos con el cartel cambiado. Desde entonces tenemos el bar Dalin y Vanesa. Discretos, los vecinos no preguntamos, pero Dalin se encargó, raudo, esto es un barrio, un pueblo, las habladurías se disuelven hablando, se encargó de contarnos que había cambiado de novia. Poco después, ella estaba embarazada del segundo, abrieron el Dalin y Vanesa II. Ella lo lleva y Dalin continua al frente del primer emporio dalinesco.
El hojaldre, el barrio se ha hipsterizado un poco. Florecen los locales de brunch , las tiendas de fixies y las peluquerías de barbudos tatuados. Los hoteles presuntuosos tapan el Sol. En comparación, Casa Dalin es una cueva a medio camino entre una pocilga y aquellos bares de estación de tren que atufaban a puro y eran catedrales del amontonamiento —coma el de Flaçà hasta hace poco, como el de Camallera hoy. Pero a pesar de todo Casa Dalin rebosa de vida. No sube los precios. Cocina de todo, hasta el punto que el cliente se puede hacer el plato a medida. Siempre está abierto. Las abuelas de la antigua mercería se toman ahí su café con leche de la mañana. Ahí los currantes se preparan el metro de bocata durante el mediodía. Los jóvenes fuman porros de madrugada en su terraza y los borrachos no se mueven nunca del lugar.