Huida al monasterio
Por la trastienda del edificio de Pedralbes uno cree oír mensajes espirituales destinados para él. Del huerto medieval han sacado huesos... de cordero, con el que las monjas hacían caldo y, en una pared, un obrero se retrató con barba y turbante: un musulmán en sitio cristiano
Silencio absoluto que el sordo goteo del agua, invisible entre las verdes plantas, acrecienta. Un par de peces rojos se deslizan sin esfuerzo por la fuente circular… Contemplo la escena con la esperanza de que asome alguna frase más inteligente de lo que me corresponde para que salve la crónica. Es evidente, leída hasta aquí la cosa, que el milagro no se ha dado. La pregunta, en cualquier caso, es qué hace uno, una temprana mañana de sábado, en el centro del claustro del monasterio de Santa María de Pedralbes. Había otra...
Silencio absoluto que el sordo goteo del agua, invisible entre las verdes plantas, acrecienta. Un par de peces rojos se deslizan sin esfuerzo por la fuente circular… Contemplo la escena con la esperanza de que asome alguna frase más inteligente de lo que me corresponde para que salve la crónica. Es evidente, leída hasta aquí la cosa, que el milagro no se ha dado. La pregunta, en cualquier caso, es qué hace uno, una temprana mañana de sábado, en el centro del claustro del monasterio de Santa María de Pedralbes. Había otras 13 opciones más donde escoger de la iniciativa municipal barcelonesa In Museu, donde los centros muestran sus inaccesibles trastiendas. Quizá se trataba de una huida.
El agua es vida, pureza, limpieza, enumero, y los cuatro caminos que conducen a la fuente, a lo mejor los cuatro ríos que salían del Edén… Es evidente que ya estoy bajo los efectos de una espiritualidad que aún se puede respirar en este edificio que la reina Elisenda de Montcada hizo construir en 1327. “Aquí siempre estamos muy tranquilos”, informa el joven de recepción a la aún más joven estudiante subempleada que debuta con él en la entrada. Esperamos a que cuaje el grupo de ocho que se pondrá, con disciplina escolar, bajo las explicaciones de una guía competente, pero de rostro, discurso, maneras, ritornelo y voz aniñados, claramente poco acordes con las provectas edades del colectivo. Mi predisposición al mohín troca en refunfuño cuando hace saber que Elisenda era la tercera esposa del rey Jaume II, quien, cuando se casó, “tenía ya una edad muy avanzada, 50 años… para la época”, aclara rauda, viéndonos.
Es un día especial y la conservadora-jefe del museo sale a recibir a la comitiva a la puerta del despacho del personal técnico (sala de labores cuando las monjas), con techo abovedado y ventanas de ensueño. Es uno de los museos más particulares de Barcelona porque no está construido ni pensado como tal: “Las piezas se exponen donde se utilizaban, están en el lugar donde han estado siempre”, afirma. O sea, 700 años nos contemplan. Con disimulo, miro a los colegas de excursión: ese mensaje de permanencia, de sereno orden, ha sido captado en toda su hondura sólo por mí puesto que a mí me estaba predestinado.
La voz de la anfitriona retorna en el momento que explica que, cuando la Guerra Civil, el monasterio acogió piezas del Prado camino de su evacuación de España, así como buena parte de los archivos de la Generalitat que no cabían en los señoriales escondrijos de Viladrau. Lo cuenta tras una mesa con uno de los primeros libros de registro del museo, todo a mano, con plumilla, con números a cada objeto que han quedado asignados para siempre, aunque luego vinieran carpetillas con fichas y fotos en blanco y negro; luego, en color y, finalmente, el inventario informatizado, ahora hacia un 2.0. “Casi lo hemos encontrado todo porque las monjas, que viven al lado, se llevaron piezas a su nueva sede: aún son las propietarias de todo esto”, aclara.
No debe quedar nada por escudriñar del monasterio porque la conservadora muestra publicaciones de todo: de celdas, cantorales, cerámicas, pinturas, mobiliario… Hay hasta investigación arqueológica: se ha hallado el huerto medieval, donde echaban las vasijas rotas. Quieren acabar de recuperarlo y plantar lo que cultivaban. Tanto han removido que han aparecido “restos de comida y semillas… y huesos”. ¿Humanos? “No, de cordero, con los que suponemos hacían sus caldos”. Igual se podrá visitar para las fiestas de Santa Eulàlia de 2022.
Antes de proseguir con el periplo, hay tiempo para el discurso feminista avant la lettre de la astuta Elisenda, que “hacía sentar a los consejeros reales todos en un banco mientras ella estaba en un trono más alto, erguida”. Respondía así a los hombres: en la época, se usaban las llamadas sillas bajas de dama, de inferior altura que las destinadas a los varones. Algunas de ellas, de los siglos XV al XVII, junto a cajas de novia con incrustaciones (las monjas provenían de casas adineradas y su dote solía ser notable), están en una de las salas de reserva del monasterio, tras un laberinto de escaleras y pasadizos.
“A veces nos cuesta orientarnos hasta a nosotras”, dice la restauradora que recibe ahora entrando en la estancia con algunas de las cuatro mil piezas, mayormente mobiliario, del museo. La habitación, de altos techos, es una muestra: hay una miríada de sillas de todo tamaño y condición, cajas, secreteres... todo en estanterías; menos por la exquisitez de su contenido, tiene un look de almacén final de Ikea donde se recoge el mueble embalado. El espacio no está aclimatado, por lo que se controla mucho calor y humedad: “Los muebles necesitan estabilidad”. De nuevo, los acompañantes no parecen percatarse del mensaje codificado, absortos en el gigantesco cantoral de pergamino del XVI, con cubierta de madera y capitulares en oro: despierta el único y coral “¡Oh!” del grupito.
Ponen los cuidadores trampas con feromonas para cazar insectos y constatar qué tipos de plagas acechan y castigan con ahínco la carcoma, pero no son los peores enemigos. El más nocivo, las palomas y sus excrementos, como bien sabe la sepultura de la reina, con puertas que sostienen una red para impedir su acceso. El restaurador que explica la rehabilitación (diez años de estudio) de la capilla de Sant Miquel de al lado me indica una mancha negra en lo alto del muro que enmarca la soberbia tumba: “Un trabajador se autorretrató, con su barba y su turbante: había musulmanes en la obra del monasterio cristiano”.
Sí, ahí está: pequeño entre mármoles, pero lo hizo él, fue parte anónima de ello; realizó una buena labor y, posiblemente, eso le dejó feliz. Quizá el tercer mensaje de un convento que parece proteger al visitante, perseguido antes de entrar por unas prisas y una realidad que no entiende ni sabe cómo interpretar.
Son siete los peces rojos, ahora juntos y coleteando más rápido: les persigue una mujer de sombrero ancho y rasgos orientales, móvil en ristre, salida tras la vegetación de la fuente. Hora de marcharse.