Opinión

El robo fiscal de las grandes tecnológicas

La propuesta de adoptar un impuesto de sociedades mínimo global que impida a las multinacionales eludir impuestos es solo el primer paso. El siguiente debe ser abolir los paraísos fiscales

Reunión de los ministros de finanzas del G7 en Londres.ANDY RAIN (EL PAÍS)

Finalmente no será la crisis financiera de 2008 sino el coronavirus de 2019 el que propicie un reset capaz de reformatear la economía global. Los ministros de Economía del G-7 acaban de acordar un impuesto mínimo de sociedades a escala global que, si no se tuerce, será aprobado en la cumbre del G-20 prevista en julio en Venecia. La OCDE lo planteó en 2019 como el primer paso para construir una nueva arquitectura tributaria internacional y esta vez parece que no se va a torcer pues uno de sus principales valedores es el...

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Finalmente no será la crisis financiera de 2008 sino el coronavirus de 2019 el que propicie un reset capaz de reformatear la economía global. Los ministros de Economía del G-7 acaban de acordar un impuesto mínimo de sociedades a escala global que, si no se tuerce, será aprobado en la cumbre del G-20 prevista en julio en Venecia. La OCDE lo planteó en 2019 como el primer paso para construir una nueva arquitectura tributaria internacional y esta vez parece que no se va a torcer pues uno de sus principales valedores es el presidente de Estados Unidos, Joe Biden. En 2008, tras el desastre financiero que siguió a la quiebra de Lehman Brothers, muchos gobernantes se asustaron hasta el punto de que el presidente francés Nicolàs Sarkozy llegó a proponer la refundación del capitalismo. Pero en cuanto llegó la recuperación, tras sucumbir Europa a unas políticas de austeridad que agravaron las consecuencias de la crisis y aumentaron las desigualdades, todos volvieron a sus negocios y nadie más se acordó de refundar el capitalismo.

Hasta que llegó el coronavirus y en dos meses paralizó la economía mundial. La pandemia puede convertirse ahora en el gran acelerador de las transformaciones que el mundo necesita. De entrada, aquellos que siempre clamaban por adelgazar el sector público y señalaban al Estado como la causa de todos los males, corrieron a pedirle que saliera al rescate de la economía. Pero ningún Estado puede hacer frente a una crisis como esta sin una estructura sólida de ingresos fiscales. Por mucho que legislen, poco pueden los Estados si una parte cada vez mayor de la economía, y especialmente la que más crece, que es la vinculada a la revolución digital, no contribuye. Se da la paradoja de que la sociedad pide a los gobernantes que intervengan para amortiguar los efectos de la crisis, pero estos tienen cada vez menos capacidad de actuación porque una parte crucial de la economía escapa de su jurisdicción.

Si con la globalización las fronteras se volvieron líquidas para las transacciones financieras, con la revolución digital las grandes multinacionales tecnológicas se han vuelto gaseosas. Las nuevas economía digital ha propiciado la aparición de gigantes que obtienen una rentabilidad exponencial gracias a su posición dominante y a su capacidad de perturbar sectores estratégicos de la economía. El actual sistema tributario internacional les otorga un poder discrecional que les permite escapar a las exigencias tributarias de cada país. Operan en todo el mundo pero pueden asignar sus ganancias en las jurisdicciones más ventajosas fiscalmente y minimizar así la tributación por los beneficios que obtienen, una potestad de la que carecen el resto de las sociedades, especialmente las pequeñas y medianas empresas, que acaban soportando el grueso de la carga tributaria de cada país.

El primer paso de una reforma fiscal global es lograr que estas multinacionales sean consideradas una empresa única y tributen allí donde generan los beneficios. Hace unos días se supo que una filial de Microsoft radicada en Irlanda había conseguido no pagar ningún impuesto por los 260.000 millones de euros de beneficios que había obtenido gracias a este sistema de elusión fiscal. Obviamente, si había elegido Irlanda para ubicar su sede fiscal es porque ese país es, con Chipre, el que tiene el impuesto de sociedades más bajo de Europa (12,5%), pero además porque el sistema tributario le permite practicar lo que se denomina “el doble irlandés”, es decir, la posibilidad de facturar a través de un paraíso fiscal en el que no se paguen impuestos, en este caso, las Bermudas.

En un principio se había planteado que el impuesto mínimo de sociedades fuera del 25%. En su propuesta inicial Joe Biden propuso situarlo en el 21% pero finalmente parece que va a quedar en “un mínimo del 15%”. Las presiones son brutales. El último informe del Consejo Nacional de Inteligencia de EE UU, publicado en abril pasado, señalaba que la pandemia ha mostrado la debilidad del orden mundial porque las instituciones de que disponemos son inadecuadas para coordinar una respuesta global a los nuevos desafíos. Y uno de los elementos de peligro que señala para las próximas décadas es la desconfianza hacia las instituciones porque cada vez hay más distancia entre las demandas de la ciudadanía y la capacidad resolutiva de los gobiernos. Antes de que eso se convierta en un cáncer que alimente el monstruo de la extrema derecha, hay que actuar. El paso que acaban de dar los ministros de Finanzas va en la buena dirección pero es insuficiente. El siguiente paso debe ser una embestida contra los paraísos fiscales.


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