Habas, fiesta en el psiquiátrico

La legumbre, parte histórica del mapa cultural, no demanda gran decoración y artificio en el plato, tampoco inventiva ni páginas de recetario

Preparando un buen plato de habas.Carles Ribas (EL PAÍS)

En los registros de la memoria periodística privada aparece una escena desclasificada, la rarísima “comida de las habas” que cada primavera el viejo poder provincial celebraba en el Manicomio de Palma, dicha Clínica Mental de Jesús, unas horas de apertura pautada para un almuerzo oficial con los asistidos y condenados al olvido. Ecos de ex beneficencia institucional.

En el festejo exhibición, los internos de aquellas “celdas de locos” de la dictadura, con los últimos psiquiatras de la guerra y de pluma, servían el manjar temático a autoridades y periodistas, entre cruces de miradas de e...

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En los registros de la memoria periodística privada aparece una escena desclasificada, la rarísima “comida de las habas” que cada primavera el viejo poder provincial celebraba en el Manicomio de Palma, dicha Clínica Mental de Jesús, unas horas de apertura pautada para un almuerzo oficial con los asistidos y condenados al olvido. Ecos de ex beneficencia institucional.

En el festejo exhibición, los internos de aquellas “celdas de locos” de la dictadura, con los últimos psiquiatras de la guerra y de pluma, servían el manjar temático a autoridades y periodistas, entre cruces de miradas de escrutinio, curiosidad y compasión, con cierto recelo. Intramuros, alguna persona enferma, desequilibrada, conocida.

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El rancho, plato único, un guiso comunal, rural, sabroso, pretendía festejar también la primavera, la gran cosecha del huerto y los réditos de la terapia ocupacional en los amplios terrenos públicos de labranza. A la vez se abrían simbólicamente las puertas de reclusión secular de aquel enorme recinto palmesano, fronterizo con el cementerio, la tapia de los fusilamientos de rojos del 36 y los que resultarían solares de la corrupción contemporánea: el velódromo del Palma Arena (Jaume Matas) y los terrenos de can Domenge (Maria Antònia Munar). Allí se cultivaban habas y criaban los cerdos del psiquiátrico.

En aquellos tiempos del pasado particular, con protagonistas irrecuperables, han sido rescatadas otras comidas de habas tiernas, pequeñas y perfumadas. Las más sentimentales aparecieron en una mesa privada —un comedor casual— hallada por sorpresa, en un viaje turístico casi de exploración en Grecia.

En un pequeño pueblo litoral colonizado por marineros migrantes de Albania, la culta esposa de un juez demócrata en Atenas, durante la dictadura de los coroneles, invitó a su casa a dos parejas insulares desconocidas por ella. Desde la terraza de su chalé y su huerto de habas y hierbas aromáticas emplazó a los cuatro curiosos turistas a una cena inmediata, con la excusa de catar sus frutos del jardín aseado por el viento marino; un plato único delicioso aliñado por el deseo de cruzar voces y culturas.

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Las habas no demandan gran decoración y artificio en el plato o la cazuela, tampoco un despliegue de inventiva ni páginas de recetario. La ternura de la legumbre fresca en su vaina protegida o la lenta transmutación en fruto grande y seco queda modulada por el frío, la humedad y el sol, determinantes. Su período vital de consumo se fija entre las habitas bebé, mínimas, virginales, y las secas de ceja negra.

Ni vulgares ni monótonas, interesantes o curiosas. Las habas merecen una celebración, en todo caso el beneficio de la duda, aunque han caído en el olvido si no en el rechazo frontal. Sufren una especie de anatema como si su consumo fuera una ruda antigualla y la asunción de una sentencia con pena, más una digestión pesada, con ruta de gases en combustión interior.

Son rancho de animales nobles, caballos y cerdos, y arcaica y pobre golosina infantil, asadas, doradas y crujientes en el paladar del disco duro. Existe un atavismo rural y de urbanos, su consumo espontáneo, por curiosidad y vicio, adelantando la recogida, tomando la legumbre mientras están en rama las primeras vainas de estreno y novedad, con los frutos apenas desarrollados, casi ínfimos. Asadas en sus cápsulas —en todas sus edades en verde, con las vainas partidas y mínimamente cocidas, la habas no requiere justificaciones.

Sin embargo, las habas parece que no tienen excesivo cartel en las modas gastronómicas, pero esta legumbre tierna, en miniatura, seca, en conserva, pelada y puré, es un regalo de la tierra. Las habas justifican nuestra ubicación geográfica y cultural, la colonización, son parte histórica del mapa cultural y de la naturaleza que lo explica, cerca del mar, en zonas no frías. Y han sostenido durante siglos la alimentación mediterránea.

Siempre serán argumentos sin retórica de ocasión las alusiones, canónicas, al gran escritor y gastrónomo Josep Pla y, además, en este asunto, al refugiado en Mallorca en el siglo XIX José Antonio de Cabanyes en sus Notas y observaciones hechas en mi viaje y permanencia en Mallorca. Uno tras otro, a su manera, constataron que los isleños eran “devoradores” de la legumbre reina el Mediterráneo.

En todas partes y muchos días al año, las habas protagonizaban parte de una alimentación de tribu que creó una cocina aceptable en la que se reiteran muchas referencias a la legumbre de fácil cultivo. La cocción, con apenas sacrificio, lenta, sin agua, hecha en el propio líquido que ellas emanan en verde, con apenas condimentos, tropiezos y grasas. La versión invernal de la fava perada es un souvenir medieval.

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