La necesaria mejora de la política turística andaluza
Deberíamos gestionar para no depender tanto de quienes nos visitan
A diferencia de lo que a menudo se opina, el turismo en una de las actividades económicas más resilientes que existen, jugando un papel similar al de la energía atómica en el mix eléctrico, ya que ofrece un volumen de actividad económica casi garantizada, con sus consiguientes empleos, independientemente del ciclo económico. De hecho, hizo falta confinar a la ciudadanía en sus hogares, durante la pandemia, para que cesara el turismo. Ni siquiera la Gran Recesión mermó significativamente la llegada de viajeros internacionales a nuestro país, que sólo disminuyó en el bienio 2008-2009.
La universalización del consumo turístico se está viendo espoleada por la incorporación en el mercado laboral de nuevas generaciones de nativos turísticos, jóvenes que pueden haber aprendido a empujar un trolley antes que a leer y que seguirán estimulando un crecimiento sostenido de la demanda turística. También es una actividad muy intensiva en trabajo, generalmente sin excesivas exigencias formativas, virtud nada despreciable para un país como España, en general, o para una región como la andaluza, en particular, con lamentablemente altas tasas de desempleo y abandono escolar.
Además, ha resultado ser una actividad más respetuosa con su entorno de lo que sus detractores pronosticaban. Gracias al gasto turístico, nuestros principales monumentos gozan de una buena conservación, nuestra gastronomía ha alcanzado una mayor proyección internacional, o nuestros parajes naturales están más cuidados, empezando por el creciente número de playas andaluzas en las que ondean Banderas Azules.
Por todo ello, el debate sobre el control de los flujos turísticos en Andalucía debe ser más sosegado que en aquellos otros destinos, como Reino Unido o Japón, en los que existen alternativas reales, no potenciales o utópicas, a sus cada vez más limitados recursos humanos.
Aunque, estas indudables ventajas del turismo no deben impedir que, por fin, empecemos a evaluar la tradicional política turística andaluza, que se podría definir como de Libro Guinness de los récords. Buscando siempre superar, año tras año, el número de turistas y su gasto. Como si dichos récords fueran fruto de la misma y no, fundamentalmente, del constante abaratamiento de la experiencia turística, en términos absolutos, pero también relativos frente a otros gastos domésticos, desde la vivienda al coche. Abaratamiento favorecido, primero, por la liberalización del mercado aéreo europeo y las aerolíneas de bajo coste; posteriormente, por la trinidad del ocio que conforman Internet, smartphones y plataformas, desde Uber a Airbnb; y finalmente, por una ingeniería cada vez más ambiciosa, capaz de ofrecer aviones más eficientes, megaresorts o cruceros que son verdaderas ciudades flotantes.
Nuestra política turística tuvo un punto de inflexión en 2014, entonces dirigida por Izquierda Unida, cuando se decidió que el pabellón de Andalucía ocupara una nave entera en Fitur, un espacio similar al que ocupan, justo enfrente, todos los países de Asia y el Pacífico. Ese primer superpabellón consiguió un gran impacto, incluso se le dedicaron ácidos comentarios en el programa televisivo de el Intermedio. Desde entonces, la megalomanía se ha hecho norma, y Andalucía dedica sustanciales recursos a su promoción turística, con spots con calidad y presupuesto que, por minuto de grabación, son dignos de una superproducción de Hollywood.
La futura nueva Ley de Turismo andaluza, que ahora se anuncia, debe ser la oportunidad, o al menos la necesaria excusa, para abrir un debate ambicioso sobre estas actividades. Hay que ampliar los objetivos estratégicos de la planificación turística, favoreciendo un turismo más sostenible, que minimice sus externalidades negativas, especialmente las del mercado de la vivienda de las zonas más tensionadas, mientras multiplicamos sus efectos de arrastre sobre el resto de la economía andaluza, intentado responder a cuestiones más ambiciosas. Empezando con ¿Cómo transformar a los turistas, cuando vuelven a sus hogares, en consumidores habituales de productos “Made in Andalusia”?
Para ello, en primer lugar, necesitamos más establecimientos de productos andaluces en nuestras principales calles turísticas. En las que abundan tiendas de sabrosos turrones del levante peninsular, de buen jamón, eso sí, de cualquier región menos de Andalucía, o multitud de deliciosas franquicias foráneas, como la de ricos helados italianos. O ¿Qué podemos hacer para generar, en este sector, verdaderos campeones regionales (también digitales) que, operando mayoritariamente más allá de Despeñaperros, mantengan su sede en nuestra tierra, como los de las comunidades turísticas periféricas de Cataluña, Baleares o incluso Canarias? ¿Cómo intentar promover una industria naval de cruceros, similar a la que tiene Italia o Alemania, a partir de la creciente experiencia de la Bahía de Cádiz en la remodelación de los mismos? ¿Cómo es posible que un aeropuerto con más de nueve millones de pasajeros todavía no disponga de conexión por raíles con su centro urbano? ¿Por qué no dotar a nuestros ayuntamientos por la Junta de Andalucía, ya que no lo hace el Gobierno central modificando la Ley de Haciendas Locales, de autonomía para fijar, o no, su tasa turística, con la que compensar el refuerzo de los servicios de limpieza, transporte o seguridad a que el turismo les obliga?.
Por paradójico que suene, deberíamos utilizar la política turística, precisamente, para no depender tanto de los turistas que nos visitan. El no hacerlo multiplicará los destinos en los que la ciudadanía transitará del Bienvenido Mister Marshall turístico al Tourists go home.