Los Guijarro se resisten a abandonar su casa en el valle de las aldeas perdidas
Una familia de la Sierra de Segura, en Jaén, lucha por mantener en pie su vivienda, víctima de las expropiaciones que desde la dictadura han llevado al destierro forzoso a 4.500 vecinos
Enrique Guijarro, de 67 años, recuerda con amargura el día que tuvo que abandonar por primera vez su casa en la aldea de Los Centenares, en lo más recóndito de la jiennense sierra de Segura, sobre un montículo entre los valles de los ríos Segura y Guadalquivir. Tenía sólo 12 años y, como él, otros 4.500 serranos nativos se vieron obligados a un destierro forzoso por las políticas expropiatorias de la Administración, primer...
Enrique Guijarro, de 67 años, recuerda con amargura el día que tuvo que abandonar por primera vez su casa en la aldea de Los Centenares, en lo más recóndito de la jiennense sierra de Segura, sobre un montículo entre los valles de los ríos Segura y Guadalquivir. Tenía sólo 12 años y, como él, otros 4.500 serranos nativos se vieron obligados a un destierro forzoso por las políticas expropiatorias de la Administración, primero para plantar pinos y evitar la erosión en la cuenca del pantano del Tranco y más tarde por la declaración del Coto Nacional de Caza de Cazorla y Segura, que priorizaba a la fauna animal frente a los pobladores de estas sierras durante varias generaciones.
El dolor por el desarraigo que ha acompañado a la familia Guijarro desde hace casi medio siglo no es comparable con la angustia que viven desde que el pasado mayo tuvieron que dejar de nuevo su vivienda, pero esta vez de manera definitiva. Allí pasaban temporadas de vacaciones o iban ocasionalmente en los últimos años. Un juzgado ordenó, por ocupación ilegal, el desahucio de la casa habitada por sus antepasados desde hace tres siglos. “Esta pena no se la deseo a nadie, es muy duro no poder entrar a tu propia casa”, asegura Guijarro, con voz cortada por la emoción, desde La Pobla de Farnals (Valencia), donde su familia se vio obligada a emigrar por el acoso institucional que sufrían en los años setenta.
Durante los años sesenta y setenta del pasado siglo, la Administración expropió y derribó más de 50 aldeas y cortijadas centenarias de Jaén, obligando a los serranos al éxodo migratorio o bien a ser concentrados en dos núcleos urbanos de nueva creación: Cotoríos y Vadillo-Castril. “Miles de vecinos autóctonos de la sierra que les vio nacer tuvieron que abandonar sus casas, sus huertos, incluso a sus muertos, que descansan en cementerios abandonados”, señala el investigador murciano Javier Morote, que ultima la salida del libro Diáspora segureña.
La mayor parte de las viviendas convertidas en ruinas en lo que hoy se conoce como el valle de las aldeas perdidas lo fueron como consecuencia de los distintos deslindes puestos en marcha por la Administración forestal (primero por el régimen franquista y más tarde por la Junta de Andalucía) para implantar políticas conservacionistas en una de las zonas de mayor valor paisajístico y ecológico del parque natural de Cazorla, Segura y Las Villas, el mayor espacio protegido de España, declarado como tal en 1986. Solo la casa de los Guijarro evitó la demolición gracias a que su padre, ya fallecido, se negó a firmar en 1979 el acta de expropiación porque no se le habían valorado tres fincas de su propiedad. Algo similar ocurrió con otros dos vecinos que no aceptaron lo que entendían como una encerrona de sus gobernantes: Máximo Fernández Cruz, conocido como el Cojo de la Fresnedilla, y Martín Guijarro Ojeda, miembro de la última familia que habitó la aldea del Miravete.
En 1993, los Guijarro lograron, no sin muchos esfuerzos, escriturar su inmueble y sus huertas e inscribirlos en el Registro de la Propiedad. Cuando parecía que David había ganado el pulso a Goliat, y después de que el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) les diera la razón al excluir esta vivienda de los distintos deslindes realizados, en 2018 un agente de la Consejería de Medio Ambiente de Andalucía les notificó un expediente sancionador por ocupación ilegal de la vivienda. El expediente se resolvió en mayo pasado por parte de un juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Jaén, que ordenó el desahucio forzoso de la casa y una multa de 2.200 euros. La delegada de Medio Ambiente en Jaén, María José Lara, con la que la familia se reunió recientemente, señaló que la Administración autonómica acata esa sentencia y no puede atender la petición de amparo de los Guijarro.
“¿Puede existir mayor crueldad cultural y humana?”, se pregunta, indignado, el investigador Javier Morote, tras advertir que se trata de un atentado contra el patrimonio histórico andaluz al ser una vivienda del siglo XVIII que es un “valiosísimo ejemplo de arquitectura tradicional serrana, en peligro de extinción” y que, a su juicio, debería ser catalogada como bien de interés cultural (BIC).
El fallo judicial, que será recurrido por la familia, no contempla la demolición, pero impide a los 40 miembros de los Guijarro acceder a la que en los últimos años ha sido su refugio estival y vacacional y donde aún cuelga un cartel donde puede leerse: “Casa no expropiada”. Con todo, el hecho de que se abandone su mantenimiento pone en serio peligro la estructura de la vivienda, cuyo tejado es sostenido por troncos de pino, un sistema frágil ante las filtraciones de agua.
“Respeto y cuidado del entorno, apoyo a las labores de prevención forestal, ayuda al montañero y turistas, y los quieren echar de su casa que es suya de pleno derecho. La injusticia es enorme”, indica José Lara, empresario del municipio de Santiago-Pontones (al que pertenece Los Centenares) y uno de los impulsores de las concentraciones de apoyo a los Guijarro realizadas por los vecinos.
Sobreexplotación de la madera
Francisco Fernández Punzano, de 94 años, es uno de los últimos moradores que sufrió el destierro de estas aldeas. “Todo desapareció cuando la gente serrana tuvo que emigrar por aquellos procedimientos fatales que no les dejaron continuar viviendo pacífica y sencillamente. Los cortijos, que eran los centinelas que salvaguardaban la sierra, se derrumbaron o fueron demolidos, las zonas verdes creadas por los serranos desaparecieron”, narra Fernández en un libro que recrea la historia de Las Canalejas, su aldea natal, que llegó a ser la más poblada, con más de 300 habitantes.
El de los Guijarro no ha sido el único caso de lo que los vecinos de la zona califican de “atropello institucional”. En 2002 José Laso, nieto de un recovero de la aldea de Los Anchos, decidió volver a su tierra desde Cataluña y, tras rehabilitar dos casas que había comprado, instaló allí el Museo Etnológico Alma Serrana, que recrea la vida de la sierra de Segura desde la prehistoria hasta nuestros días. Pero ese mismo año recibió una resolución de la Junta de Andalucía que le obligaba a demoler el museo, pues consideraba que se había construido en una zona calificada como monte público. Tras muchos años de litigio logró que el expediente sancionador quedara sin efecto.
En cualquier caso, el calvario burocrático y “acoso institucional” sufrido por estos segureños ha sido una constante en los tres últimos siglos, especialmente desde la declaración de esta comarca, en 1748, como Provincia Marítima de Segura. Fue una época de sobreexplotación de los recursos madereros de la sierra (las ordenanzas de marina aprobadas contemplaban el abastecimiento de madera de estas sierras para la construcción naval en los astilleros de Cádiz y Cartagena) y donde se sucedieron los abusos contra serranos autóctonos. El ya desaparecido profesor de Historia del Derecho Emilio de la Cruz se refería a los serranos como “un grupo humano sobre el que cayó, como un ave carnicera, el Estado constituido en colonizador y sus funcionarios en instrumentos de una inesperada tiranía, estúpida e inmoral, inútil porque destruyó sin beneficio para nadie”.
Tras casi 40 años pleiteando contra el muro de los organismos oficiales, Enrique Guijarro no está dispuesto a tirar la toalla. “Llegaremos hasta el final e iremos a donde haga falta”, anticipa. Siente el aliento de sus vecinos y, sobre todo, quiere mantener la resistencia porque no olvida el ruego que le hizo su padre antes de morir: “¡Seguid luchando! ¡Que no os quiten Los Centenares!”