Tribuna

Reflejos rojos a través de la puerta tres meses después de la dana

La cartera se ha tenido que pedir una baja por depresión. No pudo aguantar que muchos vecinos le dijeran que no volverían a abrir el negocio. Y que otros no le abrieran porque ya no están

Una mujer y una niña en Sedaví, el 5 de noviembre de 2024, una semana después de la dana.Rober Solsona (Europa Press)

Salgo de casa y el coche sigue varado en la puerta. Como ayer, como la semana pasada, como hace ya tres meses. La puerta de casa da directamente a la calle y, a través del cristal translúcido, llega la luz del exterior. El reflejo de la luz del sol sobre el coche rojo emite unos reflejos bermejos que inundan la casa dando un ambiente de colores cálidos que cada mañana nos recuerdan que el coche sigue ahí y que parece que no avanzamos.

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Salgo de casa y el coche sigue varado en la puerta. Como ayer, como la semana pasada, como hace ya tres meses. La puerta de casa da directamente a la calle y, a través del cristal translúcido, llega la luz del exterior. El reflejo de la luz del sol sobre el coche rojo emite unos reflejos bermejos que inundan la casa dando un ambiente de colores cálidos que cada mañana nos recuerdan que el coche sigue ahí y que parece que no avanzamos.

El martes 29 de octubre, desde el altillo que tenemos en casa, podía ver, al mismo tiempo, cómo el agua llegaba al motor híbrido del coche, eliminando cualquier posibilidad de recuperarlo, y cómo flotaban, por el comedor de casa, buena parte de la colección de cómics que tenía. Ver flotar por el comedor ejemplares de Maus o de Fun Home o de Astérix es una imagen que preferiría olvidar. Allí arriba en el altillo, junto a la ventana, me producía más dolor la colección de tebeos que el automóvil. Yo no habría sido uno de los que estuvieron con el agua al cuello por culpa de haber ido a salvar el coche.

Como todas las mañanas, voy de casa al estudio que tenemos justo en la puerta de al lado. Me obligo a ir para abrir las ventanas en un intento de que se ventile un poco la estancia. Aunque después de varios intentos hemos conseguido, por fin, que vinieran una empresa de limpieza y los electricistas, cuando entras cada mañana el olor a humedad todavía te golpea en la cara. El martes, por fin y después de tres intentos, vendrán los encargados del pladur —oficio que ha cobrado una importancia desmesurada estos meses, podéis imaginar— a arreglar las paredes. Al cuarto día después de la riada, los tabiques empezaron a tener vida propia y tuvimos que arrancarlos. Aunque todavía no sabemos cuánto nos dará finalmente el consorcio, hemos podido iniciar las reformas con las ayudas que hemos recibido tanto de los gobiernos como de las iniciativas privadas, muchas de ellas de la red familiar y de los compañeros y compañeras del oficio, a quienes les estaremos eternamente agradecidos. El coche sigue en la puerta ocupando la plaza azul que tenemos por nuestra hija con discapacidad, y que tanta falta nos hace, pero al menos ya hemos podido adquirir uno nuevo, aunque es complicado conseguir aparcar cada día entre tanto vehículo esperando aún la retirada.

Salir de casa e ir al estudio nace de una necesidad íntima de restablecer las rutinas, de intentar acercarme lo máximo posible a una cierta normalidad. Normalidad que, por mucho que se empeñen en decir que ya ha vuelto, estamos muy lejos de conseguir. El coche rojo en la puerta es una clara muestra de lo lejos que estamos.

Nuestra calle es una calle pequeña que da a una plaza de pinos. Es una zona donde el impacto de la dana no fue tan tremendo en cuanto al arrastre del agua se refiere. Cuando salgo de casa no puedo evitar pensar en cómo estarán las zonas, a cuatro o cinco calles de aquí, con mayor índice de destrucción. Cuando me acerco a Alfafar, Paiporta, Sedaví, Massanassa o Catarroja, pueblos que conozco muy bien, y veo los bajos con las cortinas fuera de sus ejes o directamente desgajadas, todavía me estremezco. Los primeros días me costó muchísimo salir de mi calle o de mi barrio, en parte porque la casa y el estudio necesitaban todas las horas de luz del día para ser limpiados, en parte porque no me quería enfrentar a ver el pueblo destrozado. No quería ver los lugares de mi infancia totalmente devastados.

El otro día vino la cartera a casa y nos estuvo contando que se había tenido que pedir una baja por depresión. No había podido aguantar verlo todo arruinado; no había podido aguantar que cada vecina y vecino con un bajo, con un comercio, le fuera contando cómo había vivido aquella noche. No había podido aguantar que muchos de ellos le dijeran que no iban a volver a abrir el negocio y algunos de ellos no abrieran la puerta porque ya no están. Personas que hubieran podido salvar su vida y muchísimas otras personas que no habrían quedado traumatizadas por lo vivido si el Gobierno valenciano no fuera negacionista de la crisis climática y si no hubiera ignorado las alertas que avisaban de la catástrofe.

Las tres o cuatro horas que duró el viaje del agua sirvieron para que absolutamente toda nuestra vida cotidiana desapareciera. El horno, el bar donde vamos a almorzar, la tienda de ultramarinos, la librería, todo. La piscina donde vamos a nadar o la fisioterapeuta donde vamos a que nos devuelva la espalda al sitio. Lugares que nos curaban los dolores de espalda y el dolor del alma, lugares que no sabemos cuándo volverán. Al menos, poco a poco van reapareciendo algunos de ellos, como el ultramarinos de la esquina que el sábado pasado abrió de nuevo al barrio con una pequeña fiesta de apertura. Ver la cara de felicidad de la vecina tendera fue una buena dosis de alegría. Esperamos no tardar mucho en poder volver a nuestro estudio y esperamos que nuestras amistades puedan ver en nuestros rostros esa misma cara de alegría.

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