Andrés Cassinello, el general que allanó el camino a la transición y guardó los secretos de la lucha contra ETA

“Tienes suerte de que yo no sea el jefe de los GAL porque, si fuera cierto, tu vida no valdría dos pesetas”, le espetó a un periodista el entonces jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil

Andrés Cassinello, teniente general retirado, en mayo de 2008.Luis Sevillano Arribas

“Lo principal se sabe ya, y lo que no, no sé si es bueno que se sepa”, le contestó a la periodista de EL PAÍS Natalia Junquera en mayo de 2008. Algunas de las claves de la Transición y de la lucha contra ETA probablemente nunca se conocerán, porque el teniente general Andrés Cassinello se las ha llevado consigo. Nacido en Almería hace 97 años y falleció en Madrid el pasado 20 de noviembre, ...

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“Lo principal se sabe ya, y lo que no, no sé si es bueno que se sepa”, le contestó a la periodista de EL PAÍS Natalia Junquera en mayo de 2008. Algunas de las claves de la Transición y de la lucha contra ETA probablemente nunca se conocerán, porque el teniente general Andrés Cassinello se las ha llevado consigo. Nacido en Almería hace 97 años y falleció en Madrid el pasado 20 de noviembre, 49 años después de que lo hiciera el dictador cuyo régimen juró primero defender y luego contribuyó decisivamente a desmontar desde dentro.

Hijo y sobrino de fusilados por el bando republicano, ingresó en 1945 en la Academia General Militar (AGM) de Zaragoza y desarrolló su carrera castrense en el Grupo de Regulares del Rif, aun bajo el protectorado español, la Capitanía de Madrid y el Alto Estado Mayor. En 1966 participó en un curso sobre guerra revolucionaria y contrainsurgencia en Fort Bragg (Carolina del Norte), semillero de los golpes de Estado patrocinados por Washington en América Latina, y escribió un manual sobre Operaciones de Guerrillas y Contraguerrillas. En 1972 se incorporó al Servicio Central de Documentación (Seced) creado por el almirante Luis Carrero Blanco sobre la base de la Organización Contrasubversiva Nacional (OCN), cuya función era vigilar los incipientes movimientos antifranquistas que germinaban en la Universidad, las fábricas y las parroquias de los barrios obreros. Sus viajes al extranjero le abrieron los ojos, según él mismo reconoció más tarde, para entender que la dictadura no podía perpetuarse sin el dictador y que el futuro de España pasaba por homologarse con los restantes países occidentales, unas ideas que se plasmaron en un documento titulado Ante el cambio.

Adolfo Suárez lo puso al frente del Seced en 1976 y le encargó algunas de las misiones más delicadas. En octubre de ese año, junto a otro agente del servicio secreto, José Faura, que llegaría a ser años después jefe del Ejército de Tierra, acudió a una reunión clandestina en el hotel Meliá de Madrid para sondear las ideas de dos jóvenes sevillanos, Isidoro (nombre de guerra de Felipe González) y Alfonso Guerra, que habían tomado el poder de un PSOE aún en la ilegalidad.

Un mes después viajó a la localidad francesa de Saint Martin-le-Beau con otro encargo no menos relevante: reunirse con Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio. A su regreso escribió un informe en el que destacaba su condición de “hombre de Estado” y abogaba por su vuelta a España, lo que se produjo en junio de 1977, en lo que constituyó la única restauración de una institución republicana. También, en contra de lo que pensaban sus compañeros de armas, abogó por la legalización del PCE, con el argumento de que era más fácil controlar a los comunistas si estaban a la luz del día que en la clandestinidad. Fue una decisión arriesgada que allanó el camino a las primeras elecciones democráticas y definió una transición basada en la reconciliación y la tolerancia, valores que quiso reivindicar tres décadas después cuando, ya jubilado, fundó la Asociación para la Defensa de la Transición (ADT).

Como jefe del Servicio de Información de la Guardia Civil le tocó vivir los años del plomo, cuando asistía casi de tapadillo a los funerales de los agentes asesinados por ETA. “Yo estaba destinado en el País Vasco con el general [José Antonio Sáenz de] Santamaría y un par de veces por semana tenía que despertarle para decirle que habían asesinado a otro”, recordaría más tarde.

En noviembre de 1978 detuvo personalmente al teniente coronel Antonio Tejero como cabecilla de la primera intentona golpista contra la democracia, la Operación Galaxia. La justicia militar dejó que los conspiradores salieran impunes y, poco más de dos años después, el 23-F de 1981, Tejero y Cassinello volvieron a verse las caras. El segundo se dedicó a coordinar a las distintas unidades de la Guardia Civil, en contacto permanente con La Zarzuela, para asegurarse de que los golpistas estaban aislados y tratando de evitar que la institución quedara definitivamente manchada por lo que él mismo calificó de “patochada”.

Su mayor tropiezo llegó en 1986, cuando el entonces ministro del Interior, José Barrionuevo, lo cesó como jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil por un artículo de opinión en el que arremetía contra políticos, jueces y periodistas. Su travesía del desierto duró poco ya que semanas después fue nombrado comandante general de Ceuta y, luego, capitán general de Burgos. En abril de 1991, pasó a la reserva por edad.

En 1996, el juez Baltasar Garzón, le imputó, junto a los generales Sáenz de Santa María y Rodríguez Galindo, en el caso Oñaederra, donde investigaba los primeros atentados de los GAL. Seis años después, levantó la imputación por falta de pruebas.

Cassinello nunca quiso hablar sobre la guerra sucia, alegando que no iba a contar a la prensa lo que no quiso contarle a Garzón. En 1984, Carlos Yárnoz, periodista de EL PAÍS, le preguntó: ¿Qué contesta usted cuando le preguntan si es el jefe de los GAL? “Pues mira, hijo mío”, le respondió. “Publícalo. Primero, pide a Dios que sea verdad. Pero, además, no sabes la suerte que tienes de que no sea verdad. Fíjate: si fuera verdad y tu lo hubieras descubierto, tu vida valdría solo dos pesetas”.

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