Las últimas páginas vitales de Urueña, la Villa del Libro

La literaria localidad vallisoletana recibe miles de visitantes pero sus escasos vecinos pierden servicios y el colegio

Una turista toma una foto en una de las puertas de Urueña.Emilio Fraile

A primera hora, la furgoneta del panadero. Una vez semanal, el carnicero; dos, el pescadero y el frutero. A diario, buses abarrotados para maravillarse con Urueña (Valladolid, 197 habitantes), Villa del Libro, afamada por tener más librerías que bares. Hay letra pequeña: y que tiendas, y que panaderías, y que niños. Urueña se muere mientras vive en el Instagr...

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A primera hora, la furgoneta del panadero. Una vez semanal, el carnicero; dos, el pescadero y el frutero. A diario, buses abarrotados para maravillarse con Urueña (Valladolid, 197 habitantes), Villa del Libro, afamada por tener más librerías que bares. Hay letra pequeña: y que tiendas, y que panaderías, y que niños. Urueña se muere mientras vive en el Instagram y las cámaras de los miles de visitantes anuales, retratada cual bodegón: una bella naturaleza muerta. A las recientes jubilaciones del carnicero y del panadero, sin relevo generacional, se une la supresión del único cajero automático y el cierre del colegio: solo quedan dos alumnos. El próximo curso no habrá escuela porque pasan a Secundaria y agudizan la primaria necesidad de este y tantos pueblos aclamados por el turismo pero acuciados por la despoblación.

Un tropel de jubilados gallegos se adentra intramuros, cruzando la muralla desde donde se avista el inmenso páramo castellano. Tras ellos mira con curiosidad pero costumbre un hombre de edad similar pero más ocupación: conducir un carretillo rumbo a una finca. El trinar de golondrinas y vencejos rompe el silencio de Urueña en las calles exteriores al bucólico núcleo, con ocho librerías pero con trampa: muchas solo abren de jueves a domingo, y gracias. Entre semana, verjas y candados como los custodios de varias casas abandonadas ante la imponente muralla. Hipólito Rodríguez, de 79 años, sale del municipio con su viejo coche y mucha resignación: “Pues más o menos todo fastidiado”. El otrora alcalde por UCD no quiere fastidiar al actual y no carga tintas, pero sentencia: “Tenemos pocos servicios y mucho turismo, en el día a día nos apañamos como podemos”. La Junta de Castilla y León invirtió 450.000 euros en 2006; la Diputación ha destinado a la Villa 600.000 desde 2021 y fondos también para la Fundación Joaquín Díaz, receptora de 238.000 anuales entre 2018 y 2021 más gastos en ampliaciones (427.000 en 2024), pero no arrastran vecinos, lamenta el exregidor: “No hicieron nada para que la gente se quede, cada vez somos menos”.

Un grupo de turistas en la librería Primera Página, en Urueña.Emilio Fraile

El actual alcalde, Paco Rodríguez (PP), valora que la Villa del Libro, definida así desde 2007, ha atraído a libreros, pero no todos tienen hijos “y la escuela salvo milagro cierra el curso que viene, la población está envejecida”. Rodríguez añade que el turismo permite algunos negocios y empleos pero que Unicaja clausuró el cajero “por pérdidas, no lo entendemos, recibimos 30.000 visitantes anuales”. A las críticas por el no remplazo de la panadería, apunta que “no tiene tanta rentabilidad, que la cojan ellos si no”, y apunta otro clásico: hay casas disponibles, pero caras “por la especulación de ser un pueblo bonito”. Las tres viviendas del Ayuntamiento están alquiladas pero la gente pide ampliar el número contra ese problema.

Leovigildo -”¡Rey visigodo!”- Rodríguez, de 55 años, viste un ajado mono azul mientras coge herramientas de trabajo, de los más jóvenes labriegos en los Montes Torozos. “Todo se echa en falta, el colegio… No hay niños. Es una pena”, lamenta este albañil, bien avenido gracias a las obras. Juan Carlos Espinal, de 49, sirve cafés a la expedición gallega, absorta en un mapa del municipio. Él, madrileño, goza la relajada vida rural tras llegar a Urueña siguiendo alguno de los múltiples carteles publicitarios de la autovía o las carreteras cercanas: “Cuando voy a Madrid me entra el estrés, aquí cuidamos el pueblo como un tesoro”. Espinal administra el centro social, con fondos municipales, y charla con unas visitantes, encantadas con el pueblo pero que tuercen el morro al pasearlo: “¡Muchas librerías están cerradas!”. Por la calle, un agricultor despotrica: “¡Es un pueblo de cartón-piedra!”.

La marabunta pensionista entra en una que sí abre todo el año, regentada por Tamara Crespo, de 52 años, con Chuche, gato feliz entre libros. “El pueblo está muerto, es un trampantojo”, resume la emprendedora, arribada en 2001 cuando no había tanto relumbrón pero los negocios y bares funcionaban con los lugareños. “Ahora solo hay un pastor y entonces nueve, él dice que a Urueña le quedan 10 años”, suspira la librera. Crespo no encuentra remedio a “la mezcla entre sociología y mala gestión”, sin estímulos para que los habitantes no se marchen ni para rentabilizar la inversión. “¿Dónde está ese dinero?”, inquiere, pues ni las telecomunicaciones funcionan y la desbordan cuando colapsan y no puede facturar ni vender digitalmente. Margarita Fernández, de 55 años y empleada del Ayuntamiento para enseñar el torreón de la muralla y asistir al foráneo, tiene al hijo en Valladolid porque “¿Qué haría aquí?”. Le gusta el campo, viene cuando puede, pero ni el sector ofrece futuro ni él, de 28, tiene coetáneos. “La Villa no ha traído casi arraigo, solo algún librero, no hay viviendas porque la gente no las quiere vender o son caras”, expone la mujer, quien reclama “implicación” a quienes tienen Urueña “como retiro espiritual”.

Margarita Fernández, empleada del Ayuntamiento, sobre la muralla de Urueña.Emilio Fraile

La decadencia aflige a Pedro Vega, de 59 años, padre de Kai, de cinco. El niño iba al colegio con dos chicos de 11, próximos miembros del instituto de Medina de Rioseco. Vega, sabedor de que la escuela no cierra a medio curso, ha llevado a Kai a Mota del Marqués, para felicidad de su hijo porque hay más alumnos de su edad. “Yo fui al colegio aquí y éramos 60″, recuerda el hombre, quien pensaba que “Urueña se salvaría, la idea es bonita pero hay un problema de vivienda”. “Esperemos que cambie”, implora, mientras Kai juega a las cartas. A una especie de solitario improvisado.

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