Análisis

Contra el ruido

Sánchez se somete a una tensa investidura, con la derecha percutiendo en la calle y en Bruselas, y la amnistía como trasfondo de la legislatura

Disturbios tras una protesta ante la sede del PSOE de la calle de Ferraz de Madrid, el día 7.Samuel Sánchez

Lo más sospechoso de las soluciones es que los dirigentes políticos son capaces de encontrarlas siempre que de veras quieren. No era factible la amnistía porque era inconstitucional hasta que hicieron falta los siete votos de Junts; ahora, lejos de ser imposible, “forma parte del pacto fundacional de la democracia española”, según el texto de la proposición de ley. Eso es lo primero que hay que decir sobre la amnistía: que a Pedro Sánchez le es imprescind...

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Lo más sospechoso de las soluciones es que los dirigentes políticos son capaces de encontrarlas siempre que de veras quieren. No era factible la amnistía porque era inconstitucional hasta que hicieron falta los siete votos de Junts; ahora, lejos de ser imposible, “forma parte del pacto fundacional de la democracia española”, según el texto de la proposición de ley. Eso es lo primero que hay que decir sobre la amnistía: que a Pedro Sánchez le es imprescindible para formar Gobierno. De lo contrario, España estaba abocada a una gran coalición (imposible por la combinación de dos sintagmas tóxicos, “que te vote Txapote” y “derogar el sanchismo”) o a una repetición de elecciones que remite a unos versos de Bertolt Brecht: si no nos gusta el endiablado resultado del 23-J basta con “disolver al pueblo” y elegir a otro.

Pero hay un par de cosas más enjundiosas relacionadas con la amnistía. Una de ellas es su constitucionalidad, que una miríada de opinadores ha descartado de plano antes de conocer el texto en un ejercicio impactante de censura previa. La constitucionalidad es un prerrequisito ineludible de toda ley, más aún de una medida de gracia tan ambiciosa, tan impactante, que va a dejar tanta huella. Ya antes de aparecer, para los apocalípticos de sofá aquello no era una amnistía: era el cadáver del Estado humillado y de la Justicia sometida pasados por el hacha de Jack el Destripador. Y no. El texto parece bien armado, pero bien o mal armado da lo mismo: la constitucionalidad o no de la medida de gracia la examinará el máximo intérprete de la Carta Magna, también llamado Tribunal Constitucional. No hay más preguntas, señorías.

Así que su encaje parlamentario está claro: la amnistía era una pieza basal de la investidura, y, que yo sepa, desde Maquiavelo los líderes políticos quieren el poder, más allá de las moralinas tan en boga últimamente. Y su encaje constitucional también está claro: será lo que diga el órgano de garantías si nos creemos de veras lo de respetar el Estado de derecho. Queda lo más espinoso, o puede que lo más fascinante: su encaje político. Algo nada fácil en un país cuya política es una olla a presión y con exceso de razonamientos gastrointestinales.

La aspiración de la amnistía —la famosa “convivencia democrática” que aparece una y otra vez en la ley como un soniquete que cascabelea por todo el texto— difícilmente cristalizará a corto plazo. Por el contrario, sus costes sí se verán inmediatamente; al menos por dos flancos:

Uno: el riesgo de que la judicialización del procés siga vigente y los jueces decidan dar la espalda al poder legislativo, aunque ese peligro está relativamente conjurado por los cambios recientes en el Constitucional y por el propio texto, mejor armado que otras leyes anteriores.

Dos: el peligro de que para tratar de apagar definitivamente el fuego en Cataluña se incendie el resto de España. No faltan pirómanos: “Que todo el mundo haga todo lo que pueda hacer”, vino a pedir el expresidente Aznar hace unos días con la mejor de sus sonrisas, un bidón de gasolina en una mano y un mechero prendido en la otra. Paradójicamente, la querencia por la hipérbole de las derechas juega claramente en su contra. Mucha gente ha salido a protestar a la calle, esa fuerza es innegable, pero muchísima más gente desconfía del tono furibundo del PP y Vox, y sospecha que las protestas son una versión por entregas y en pequeñas dosis —a veces tragicómicas, a menudo esperpénticas— del asalto al Capitolio de los republicanos en EE UU. La derecha se vio en el poder hace tres meses. Casi estaba repartiéndose cargos y dineros. Y no termina de aceptar el resultado del 23-J: esa es la verdadera historia de buena parte del cabreo hispano-español.

Más allá del PP, ese encaje político es de lo más complicado, en parte por la guerra de guerrillas entre ERC y Junts, que anticipa una legislatura desapacible. Por separado, esos dos partidos están en pleno realineamiento. Esquerra dio un giro la pasada legislatura: con los indultos dejó atrás unilateralidades y otros ensueños y decidió sentarse a la mesa de los mayores a negociar. Y La Moncloa defiende que el acuerdo político con Junts, un desastre de documento que compra buena parte de la narrativa de los independentistas, era la antesala del preámbulo de la ley de amnistía: el PSOE hizo numerosas cesiones en ese pacto —aunque ya veremos qué o cómo se materializa después de las negociaciones—, pero los socialistas se sienten más cómodos con el relato que aparece en la exposición de motivos de la ley de amnistía. Y piensan que Junts sigue la pista de ERC en dirección al pragmatismo, al marco legal y constitucional vigente: “Todos los caminos deben transitar por el ordenamiento jurídico nacional e internacional”, según la ley.

El ruido en los próximos días está asegurado y puede que dure al menos hasta las elecciones europeas. Pero el ruido suele estar sometido a la ley de rendimientos decrecientes. La conversación política irá girando hacia la nueva coalición, hacia su agenda política, hacia sus nuevos ministros, hacia las dos guerras que tenemos en el vecindario, con la geopolítica global en plena sacudida. El juego del poder empezó a decantarse la noche del 23-J y está a punto de cerrarse: a Feijóo le espera una temporada en la oposición, aunque tratará de forzar la repetición electoral hasta el último minuto con jugadas de dudosa lealtad institucional como reunir a la prensa extranjera para comparar España con Hungría. ¿España es “una dictadura” con un Gobierno cogido con pinzas y un PP que controla el Senado, el poder territorial, el poder judicial y buena parte de los medios de comunicación? Pues no, no lo parece. ¿España se rompe? No, tampoco esta vez parece que España se vaya a romper. Aunque a la amnistía le queda un tortuoso camino por delante: saldrá bien si consigue ser el disolvente definitivo del procés, y si logra mantener embridado el ultranacionalismo español. Si esos dos condicionales se resuelven a su favor, Sánchez habrá sido audaz. De lo contrario, la historia lo juzgará peor, como un temerario. A pesar de la profusión de opiniones rotundas débilmente argumentadas que se desparraman por doquier, hay que esperar: es pronto para decir si le encaja mejor el traje de audaz o el de temerario.

El próximo momento culmen es el discurso del candidato socialista en la investidura. Sánchez está obligado a persuadir, a convencer, a tejer un relato sobre la necesidad de la amnistía más allá de un puñado de votos. Nunca ha sido un orador brillante, a lo que hay que sumar el tradicional problema de las izquierdas para contar, para formular ideas de forma aerodinámica. Votar es contar una historia: los resultados del 23-J obligan a los partidos nacionalistas a demostrar que pueden tener una idea de Estado —de España, deberían atreverse a decirlo así—, pero también obliga a los partidos constitucionalistas a demostrar que también tienen una idea del Estado de las autonomías capaz de lidiar con ese problema que emerge a cada tanto y es capaz de ponerlo todo patas arriba. Sánchez ha demostrado que tiene talento para mirar de frente al poder y salir con casi todas las plumas de laberintos intrincados. Ahora tiene que contárselo a la gente en un discurso de investidura fundamental para que sepamos de una vez qué demonios quiere hacer con todo ese poder. Y ese es otro talento: una nación es una narración.

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