“Muero por la libertad. Ramón R. A.”: la pista que un fusilado dejó a sus desenterradores
En su última carta antes de ser ejecutado en 1940, un labrador anticipó que aunque habría cuerpos encima, le identificarían por la medalla que llevaba en el bolsillo
Sabiendo que aquella era la última, el preso Ramón Rodríguez Arias escribió en 1940 una carta a su familia con dos peticiones: que llevaran “la cabeza alta” y flores a su tumba. Tenía 27 años, era labrador y militante de la CNT. No podía saber que ocho décadas después, un grupo de antropólogos abriría la fosa que compartía en Manzanares (Ciudad Real) con otros 12 hombres, pero en esa misiva había dejado también una pista para los cartógrafos del futuro, el equipo Mapa...
Sabiendo que aquella era la última, el preso Ramón Rodríguez Arias escribió en 1940 una carta a su familia con dos peticiones: que llevaran “la cabeza alta” y flores a su tumba. Tenía 27 años, era labrador y militante de la CNT. No podía saber que ocho décadas después, un grupo de antropólogos abriría la fosa que compartía en Manzanares (Ciudad Real) con otros 12 hombres, pero en esa misiva había dejado también una pista para los cartógrafos del futuro, el equipo Mapas de memoria de la UNED: “El progreso no ha acabado. La humanidad me hará justicia. Podrán sacarme de la tierra. Hay muchos encima de mí, pero me conocerán por la medalla que llevo en el bolsillo”. Él mismo la había grabado a mano con el mensaje: “Muero por la libertad. Ramón R.A.”
En marzo de 2022, cuando abrieron la fosa de Manzanares, los antropólogos no buscaban a ningún Ramón. Al hallar la medalla entre los huesos, pensaron que quizá el enterrador se había confundido en el listado de ejecuciones porque el mismo día había habido dos fusilamientos masivos. Para tratar de devolver los restos a sus familiares, el equipo acudió al Registro Civil. Allí descubrió que Ramón, soltero, tenía una hermana. Cecilia Rodríguez había muerto en 2004, pero junto a la fecha de defunción de la mujer se leía una dirección postal en Cartagena (Murcia). El pasado febrero, sin muchas esperanzas, Jorge Moreno, director de Mapas de Memoria, llamó a esa puerta.
- Buenas tardes, quería saber si vivió aquí Cecilia Rodríguez Arias.
- No.
- Espere, mire, soy profesor de la UNED. El año pasado abrimos una fosa en Manzanares y hemos encontrado el cuerpo del hermano de Cecilia, se llamaba Ramón Rodríguez Arias.
- Eso es en Ciudad Real.
- Exacto, en Manzanares. Hemos encontrado su cuerpo y junto a él, una pequeña medalla.
- Sube.
Moreno subió. Francisco Quiñones y Encarnación López, un matrimonio octogenario y estupefacto le invitó a pasar. Él era el hijo de Cecilia, es decir, el sobrino de Ramón R.A. “Esto parece una película. Sabemos lo de la medalla porque lo dijo mi suegra, se lo escribió él en una carta”, relató ella. El antropólogo pidió verla. Encarnación explicó entonces que un día, en un arrebato, harta de releerla y sufrir, Cecilia la había roto, pero que años después, hospitalizada, cuando pensó que iba a morir, al igual que había hecho su hermano en 1940, pidió un papel y un lápiz. “De tanto leer la carta”, contó Encarnación, “se la había aprendido de memoria y la reescribió para dejárnosla, para que nunca olvidáramos a Ramón”. En el salón de esa casa de Cartagena, Francisco relee las últimas líneas: “Moriré pensando en mi madre, mi novia y mi hermana...”. Temblando de emoción los tres, llamaron a Catalina Quiñones, hija de Cecilia. “Me quedé helada”, recordaba el pasado viernes. “Mi madre tiene que estar aplaudiendo, allá donde esté. Nunca olvidó a mi tío”.
La medalla ocupa el último tramo de la exposición El cuerpo ausente: tantas maneras de despedirse, tantas formas de pervivir, que exhibe, en el Museo Cristina García Rodero de Puertollano (Ciudad Real), objetos recuperados en fosas, casas y archivos durante 14 años de investigación. El primer grupo que visita la muestra, que permanecerá abierta hasta el 31 de mayo, escucha sobrecogido la historia de Ramón. Algunos lloran. “Nuestro objetivo”, explica Moreno, “es entender cómo se ejerció la violencia contra la población civil, cómo en algunos casos se logró resistir y cómo se transmitió esa memoria, porque el recuerdo o el olvido de esas personas nos conforma como sociedad”. Catalina graba con su móvil al público que escucha la peripecia de su familia. “Esta muestra permite convertir la memoria privada en colectiva”, explica el antropólogo Julián López. Quizá también contribuya a una cierta pedagogía, ahora que vuelve el revisionismo histórico y hasta Ramón Tamames, exdirigente del PCE, pone en duda que la Guerra Civil empezase con un golpe de Estado de Franco.
“Canción para la mujer que adoro”
La exposición es un viaje en el tiempo y se hace desde una silla, la que invita a sentarse delante de cada objeto y documento, leer una breve explicación de las circunstancias en las que se hizo o se recuperó, y ponerse en la piel de su autor y herederos. “Canción para la mujer que adoro” recuerda el poema que Nicolás Vera envió, como despedida antes de ser fusilado, a su esposa, Virtudes Palmer, presa en la cárcel de Les Corts, donde había nacido su hija. Varias de sus amigas, que habían sido detenidas por cantar “canciones subversivas”, decidieron poner música a la poesía. En 2021, la sobrina de una de ellas, Mary Monreal, la cantó para los investigadores de Mapas de Memoria.
Otra silla ofrece la oportunidad de sentarse a conocer al pintor Cipriano Salvador y ver el cuento que escribió y dibujó en la prisión de El Dueso (Cantabria) para enviárselo a su hijo de cinco años por el día de Reyes. Se titula El premio y transcurre en un aula en la que los alumnos son animales diferentes (gatos, leones, gallinas, tortugas...) que “hablan la misma lengua, se ayudan y conviven sin guerras”. A veces, le explica al niño, al que no veía desde que era un bebé, hay peleas, “pero los enfados pronto se acaban”.
Un poco más adelante, en el interior de un armario, se ve una antigua caja de caudales. Ramón Ramírez jamás enseñó su contenido a nadie. Cuando murió, en 2019, a los 93 años, la familia encontró la llave en el bolsillo de su pantalón. El cofre contenía una historia desconocida para ellos, la de Escolástico Pérez, padre de Eugenia, la mujer de Ramón. “En la caja”, explica Tomás Ballesteros, investigador de Mapas de Memoria, “estaba el pañuelo con una poesía que había hecho en prisión para su mujer y su hija antes de que lo mataran, en 1940″. Al descubrir que su abuelo había sido fusilado, la familia inició la búsqueda de los restos, hasta que averiguó que estaba en una fosa común en Ciudad Real.
Un tesoro parecido encontró la familia de Jesús García Amador, alcalde socialista de Albadalejo (Ciudad Real) fusilado en 1939. Era viudo y escribió una carta a sus tíos pidiéndoles que se encargaran de sus hijos y que les explicaran que él no había hecho nada malo. La carta tiene unos borrones sobre la tinta. “Una de sus hijas”, relata Ballesteros, “nos explicó que son las lágrimas de Jesús al escribirla”.
El antropólogo Alfonso Villalta muestra un lápiz diminuto con el que otro fusilado “redactó sus últimas líneas”. Mide poco más que una uña y fue recuperado en la exhumación de una fosa común de Almagro. En la misma vitrina está la cajetilla de tabaco en cuyo reverso Vicente Verdejo se despidió de su mujer antes de ser fusilado en 1940 y que su familia ha custodiado y heredado desde entonces. Al igual que los descendientes de Santos Racionero con los casi 100 mensajes en trozos de papel que envió a los suyos desde la cárcel, escondidos en la ropa que les daba para la lavar o en las ollas de comida que le llevaban hasta que un día, el 9 de septiembre de 1939, les dijeron que no volvieran más: lo habían ejecutado.
Otros documentos exhibidos en la muestra reflejan la ridiculez del franquismo, como las réplicas de las 17.000 fichas que el Ejército de Ocupación hizo de los “sospechosos” de Ciudad Real: campesinos, labradores, jornaleros... o los cambios de nombre en el Registro Civil para cumplir con la orden del BOE de febrero de 1939 que prohibía, por ejemplo, llamarse Libertad.
Antes de irse, el público puede llevarse una de las 4.000 figuritas elaboradas por el artista Fernando Sánchez Castillo. La obra, titulada A rapa das bellas, representa a las mujeres rapadas por el franquismo y llena una sala del museo. Para recoger la suya, el visitante tiene que dejar, a cambio, un post it con una historia. “Mi bisabuelo Balbino Castro fue apresado en su casa de Peñarroya a la hora de cenar. Se lo llevaron y dejó a su mujer Alfonsa sola con siete hijos. Creemos que está en una fosa común…”, se lee en uno de ellos. “Silencio y dolor contenido se vivía en mi casa. Que el recuerdo”, dice otra de las notas, “salga a la luz y el dolor se disipe”.