Tamames en la Costa Fleming
“Ser presidente es una de esas cosas que merece la pena hacer aunque se haga mal”, tuvo que decirse Ramón Tamames cuando escuchó la oferta de Vox
Una vez le preguntaron a Raúl del Pozo en qué costa de España veraneaba, y él respondió que en la costa Fleming. Doctor Fleming es una calle del barrio de Chamartín de Madrid a la que fueron a parar en los años 50 muchos marines estadounidenses dándole un nuevo aire: alcohol, horarios laxos, bares, prostíbulos. Una década después, era la zona de moda del faranduleo artístico; calles de “costumbres relajadas”, en eufemismo maravilloso de la época. La zona generó hasta un sonido propio, el sonido Costa Fleming, que hace unos años homenajeó en un disco uno de los músicos más originales y a...
Una vez le preguntaron a Raúl del Pozo en qué costa de España veraneaba, y él respondió que en la costa Fleming. Doctor Fleming es una calle del barrio de Chamartín de Madrid a la que fueron a parar en los años 50 muchos marines estadounidenses dándole un nuevo aire: alcohol, horarios laxos, bares, prostíbulos. Una década después, era la zona de moda del faranduleo artístico; calles de “costumbres relajadas”, en eufemismo maravilloso de la época. La zona generó hasta un sonido propio, el sonido Costa Fleming, que hace unos años homenajeó en un disco uno de los músicos más originales y auténticos de la escena española, Fran Nixon. Nixon dijo una vez: “Cantar es una de esas cosas que merece la pena hacer aunque se haga mal”. Y este martes a primera hora, cuando se levantó de la cama el último vecino de la Costa Fleming, Ramón Tamames, debió de recordar aquella tarde en una marisquería de Madrid, cuando Sánchez Dragó, vinos mediante, propuso a Vox su nombre para ser presidente del Gobierno. “Ser presidente es una de esas cosas que merece la pena hacer aunque se haga mal”, tuvo que decirse cuando escuchó la oferta el profesor, de 89 años. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era una gran idea. Tamames dijo entonces una frase brillante: “Si no lidero la moción, puedo arrepentirme el resto de la vida”.
Entró en el hemiciclo con una sonrisa, apoyándose en un bastón y en un ujier del Congreso y escoltado por el líder de la extrema derecha, Santiago Abascal. Nada más llegar, lleno de solemnidad, se dirigió a la bancada del Gobierno a saludar ceremoniosamente a los ministros. Subió las escaleras acompañado del ujier y se sentó en un escaño junto a Abascal, que le avisaba de cuando salía a la tribuna para que el viejo profesor echase su silla hacia delante. Ya en los discursos, tanto de su padrino como de Pedro Sánchez, dio un recital de gestualidad. Hundido a ratos en el sillón, con el mentón en el pecho y sacándose y poniéndose las gafas. Sin consultar compulsivamente el teléfono móvil como el resto de los diputados, ejerciendo con habilidad la superioridad moral del que no tiene redes sociales. Sin mover una ceja cuando Abascal dijo que los diarios y sus voceros tenían ya las crónicas y los titulares escritos, como cuando su eurodiputado Hermann Tertsch dejó grabada la crónica de una huelga antes de que empezase.
A veces con la boca entreabierta en señal de estupefacción, otras frunciendo el ceño (cuando Sánchez lo definió como “señuelo”), muchas veces con gesto de cansancio (no tuvo el turno hasta más de dos horas de iniciada la sesión, su labor hasta entonces consistió en apartar la silla cuando pasaba por detrás Abascal) y no aplaudió a nadie, ni a los que lo metieron en el Congreso ni a los que el miércoles lo van a sacar. Hizo algo más: mirar el reloj, también cuando hablaba el líder de Vox. Y llamar la atención, muy incómodo, a Sánchez y Díaz por la duración de sus discursos (llegó a interrumpir a Sánchez aludiendo al tocho de 20 folios que llevaba el presidente —¿eran 20?, ¿los contó desde allí?—). Cuando llegó su turno, volvió la mirada al reloj, pero para sacárselo; se fajó con él durante segundos eternos mientras Abascal se desesperaba: “Cuando quiera, don Ramón”. Pero estaba don Ramón en ese momento como para dar las campanadas. Cuando acabó su primer discurso, dio las gracias a todos como cuando uno sale en televisión —y él estaba en todas—, en especial a su mujer Carmen. Como cuando uno publica un libro que sospecha será el primero y el último, y se lo dedica a todo el mundo que pueda. De hecho, su presencia allí era por un libro: el que ha anunciado que escribirá con su experiencia en la moción de censura. Costumbres relajadas.
Cinco horas antes, Ramón Tamames había cruzado el portal de su casa vestido para la ocasión en su día más importante; el día en que fue candidato a la presidencia del Gobierno, sin saber que el disco con el que Francisco Nixon homenajeó el sonido de la Costa Fleming se llama Lo malo que nos pasa en referencia a la frase de Pascal: “Todo lo malo que me ha pasado en la vida ha sido por salir de casa”.