Urkullu, abonado a la estabilidad

Los diez años de mandato del lehendakari, marcados por el posterrorismo y por el ‘procés’ de Cataluña, han moderado al nacionalismo vasco

El lehendakari, Iñigo Urkullu, en el Castillo de San Telmo de Hondarribia (Gipuzkoa), el pasado 25 de enero.Juan Herrero (EFE)

El pasado diciembre se cumplieron diez años de la llegada de Iñigo Urkullu a la presidencia del Gobierno vasco, un año después de que ETA anunciase el “cese definitivo” del terrorismo y cuando aún coleaba la crispación generada por el plan soberanista del exlehendakari Juan José Ibarretxe. Una década más tarde, el entorno de Urkullu reivindica la estabilidad institucional y la tranquilidad social como logros del lehendakari. El presidente del PNV, Andoni Ortuzar, alter ego de Urkullu, extiende la contribución de su partid...

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El pasado diciembre se cumplieron diez años de la llegada de Iñigo Urkullu a la presidencia del Gobierno vasco, un año después de que ETA anunciase el “cese definitivo” del terrorismo y cuando aún coleaba la crispación generada por el plan soberanista del exlehendakari Juan José Ibarretxe. Una década más tarde, el entorno de Urkullu reivindica la estabilidad institucional y la tranquilidad social como logros del lehendakari. El presidente del PNV, Andoni Ortuzar, alter ego de Urkullu, extiende la contribución de su partido a la estabilidad en España y su efecto en Europa. “El PNV da estabilidad donde está. Influimos en Madrid y se nos escucha en Europa, aunque seamos pequeños”, ha dicho recientemente.

Suena a presunción, pero tiene cierto fundamento. Urkullu ha sido el único presidente autonómico recibido por un presidente de la UE. Fue Jean-Claude Junker en 2017 y le felicitó por contribuir a la estabilidad al desmarcarse del proceso soberanista catalán, entonces en marcha, y apoyar los presupuestos del Gobierno de Mariano Rajoy cuando Europa atravesaba la crisis del Brexit.

La influencia política de Urkullu en clave nacional se confirmó cuando, en la crisis catalana, medió entre el entonces president Carles Puigdemont y el presidente Rajoy (a petición del primero) para tratar de evitar la declaración de independencia y la consecuente intervención de la autonomía por parte del Gobierno. Aunque fracasada, esa mediación simbolizó el desplazamiento de la interlocución preferencial del Estado: del nacionalismo catalán al vasco.

Entre 2017 y 2018, el PNV apoyó los presupuestos de Rajoy mientras gobernaba en coalición con el PSE en Euskadi y participaba en el Gobierno navarro, respaldado por Bildu. La pluralidad de pactos del PNV y la estabilidad vasca contrastaban con la crispación política española, que obligó a Rajoy a repetir en 2016 las elecciones de 2015. Gobernó al segundo intento, al abstenerse el PSOE, lo que provocó un terremoto en este partido. Pedro Sánchez también las repetiría tres años después, en 2019. Hoy, el PNV sigue gobernando con el PSE en Euskadi, participa del Gobierno navarro, presidido por el PSN, y apoya al de Sánchez.

Urkullu —respaldado por Ortuzar— ha recuperado la tradición pactista y europea de José Antonio Aguirre, reflejada en los gobiernos de concentración que este presidió durante la Guerra Civil y en el exilio, y en su participación en el surgimiento del Movimiento Federal Europeo. El actual lehendakari se manifiesta admirador de Aguirre, al que parafrasea: “Antes que nacionalista, soy demócrata”.

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Sombras en la economía

La estabilidad política europea es clave del mandato de Urkullu, pero de su escenario económico proceden algunas de sus sombras. “El riesgo europeo es nuestro riesgo porque nuestra región es extremadamente dependiente del espacio franco-alemán y sensible a los impactos de la guerra energética y tecnológica en la que estamos”, advierte Emiliano López Atxurra, presidente de Petronor. El historiador Luis Castells también advierte: “Además del problema del envejecimiento, la economía vasca no tiene el fuelle del pasado. Y la crisis en la sanidad pública empieza a cuestionar la fama de buen gestor del PNV, junto con algún caso de corrupción”. Pero también considera que “el electorado vasco es mayoritariamente moderado y socialdemócrata y hoy no percibe alternativa política”.

El apoyo electoral al PNV ha subido ligeramente en estos diez años: de 27 escaños en 2012 a 31 en los comicios de 2020. Empezó gobernando sólo y hoy lo hace con el PSE. Las encuestas para las elecciones municipales del próximo mayo confirman la mayoría del Gobierno de coalición. Y en el PNV no se escuchan voces sobre el posible relevo de Urkullu ni de Ortuzar, el tándem del éxito peneuvista.

Su política dista mucho de la que protagonizó, entre 1998 y 2009, el lehendakari Ibarretxe, quien se entregó a un plan soberanista que provocó el choque con el Estado y dividió la sociedad vasca. El giro drástico del PNV a la transversalidad fue una decisión estratégica que Urkullu, según cuenta su entorno, incubó como presidente del partido siendo aún Ibarretxe lehendakari y gobernando José Luis Rodríguez Zapatero en La Moncloa. El PNV estaba dividido en aquel momento: mientras Urkullu respaldaba a Zapatero en la fase final de ETA y apoyaba sus presupuestos en las Cortes, Ibarretxe se lanzaba a la confrontación.

Urkullu, en 2019 durante su declaración como testigo en el Tribunal Supremo durante el juicio del 'procés'.Tribunal Supremo (EFE)

Urkullu, pese a discrepar de aquel plan soberanista, según sostienen estas fuentes, quiso evitar el riesgo de una ruptura y por eso no impidió que Ibarretxe volviera a ser cabeza de lista del PNV en las elecciones de 2009. Las ganó, pero perdió la presidencia: su electorado menos nacionalista abandonó al PNV —un tercio no se declara nacionalista— y la izquierda abertzale no concurrió por estar ilegalizada, lo que facilitó la llegada al Gobierno del socialista Patxi López, a quien prestó sus votos el PP.

La política de distensión en Euskadi la inició López. Urkullu la continuó al recuperar el Gobierno vasco en 2012, y desde 2016 gobernó con el PSE, que reivindica su contribución a la moderación nacionalista. Urkullu había aprendido del fracaso de Ibarretxe. “Supimos leer que la sociedad vasca estaba harta de terrorismo y de confrontación política. Quería tranquilidad y que nos preocupáramos de sus problemas”, señalan en su entorno.

El decenio de Urkullu ha estado marcado, desde un principio, por las consecuencias del final del terrorismo etarra y el reto del proceso independentista en Cataluña. En ambos retos marcó sus diferencias con la etapa de Ibarretxe.

En el primer escenario, el lehendakari dialogó con el Gobierno de Rajoy para afrontar el desarme de ETA, el giro en la política penitenciaria sobre los presos etarras y el reconocimiento a las víctimas del terrorismo. Hizo autocrítica por el abandono al que las instituciones vascas habían sometido a las víctimas, les prometió paz con memoria y rompió con las ambigüedades peneuvistas al aclarar que el terrorismo etarra no tuvo justificación política.

La actitud de “distancia crítica” del tándem Urkullu-Ortuzar ante el proceso soberanista catalán marcó igualmente esta etapa. “No fue fácil mantener la distancia por nuestras relaciones históricas con el nacionalismo catalán y por la presión de Gure Esku Dago [plataforma vasca, émula de la Asamblea Nacional Catalana], animada por Bildu”, admiten fuentes próximas a Urkullu. El lehendakari transmitió a Artur Mas y a su sucesor, Carles Puigdemont, su negativa a implicarse en un proceso soberanista.“En un mundo globalizado, la independencia es prácticamente imposible. Es un concepto del siglo XIX. Nuestro nacionalismo es solidario”, dijo Urkullu durante el procés. Y Ortuzar: “Un país no se declara independiente. Tienen que reconocértelo”. Urkullu no ha vuelto a ver a Puigdemont tras su huida a Bélgica en 2017.

El punto de inflexión

La segunda etapa del decenio de Urkullu la marcan dos retos inesperados: la moción de censura de Sánchez contra Rajoy, tras la condena judicial al PP por corrupción, y la pandemia.

El PNV acababa de apoyar por tercera vez los Presupuestos de Rajoy, de los que había obtenido notorias contrapartidas, y su voto había sido decisivo una vez más. Respaldar, sólo días después, la censura de Sánchez sonaba a deslealtad. Pero el PNV impuso su pragmatismo y apoyó la moción.

El cambio de gobierno mejoró el entendimiento con el Ejecutivo vasco, participado por el PSE, y agilizó el acercamiento de presos a cárceles vascas: hoy, de los 170 presos etarras, el 92% cumple condena en cárceles vascas y navarras.

Tras fracasar el procés catalán, Bildu, que intentó un “segundo frente” en Euskadi, cambió de estrategia y comprometió al PNV en una propuesta de nuevo Estatuto, que recogía el “derecho a decidir”. Sánchez y el PSE lo rechazaron. Ese pacto PNV-Bildu apenas duró: se rompió cuando Urkullu y Ortuzar anunciaron que el nuevo Estatuto se pactaría con otros partidos y con el Gobierno central. La ponencia estatutaria está aparcada en el Parlamento vasco desde diciembre de 2019. La pandemia y sus consecuencias socio-económicas han hecho que hasta Bildu meta en un cajón sus reivindicaciones soberanistas.

En mayo de 2020, en vísperas de las elecciones autonómicas, sólo se declaraba independentista el 14% de la población vasca, frente al 67,5% que decía ser autonomista, y la cuestión territorial ocupaba el octavo puesto entre los problemas ciudadanos, a 40 puntos de la sanidad y el paro, según el Euskobarómetro. Esos comicios premiaron de nuevo al PNV que alardea de su estrategia: “Supimos ver que Euskadi no quería aventuras. Bildu prioriza ahora el bienestar de los vascos y la política de pactos en España, como adelantamos nosotros. Es bueno que haga política y se enmiende”, señalan fuentes del PNV. El nacionalismo vasco se ha convertido hoy en las Cortes en adalid de los pactos por el bienestar.

El PNV es hoy uno de los pilares más firmes del Gobierno de coalición PSOE-UP. No ve alternativa y lo apoyará hasta finalizar la legislatura, pese a sus quejas sobre el cumplimiento de los pactos con Sánchez, con quien mantiene una relación preferente.

Un eventual acercamiento al PP está encallado por el rechazo rotundo del PNV a Vox y a un hipotético gobierno del que participe. “Cero absoluto a quien venga con Vox”, avisa Ortuzar.

Diez años después de la llegada de Urkullu al cargo de lehendakari, el PNV no renuncia a su ideario soberanista, pero rechaza la vía unilateral: lo aprendió del plan Ibarretxe y lo confirmó tras el fracaso del procés catalán. “Autogobierno es pacto”, zanja Urkullu.

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