El salvoconducto que cambió la suerte de una familia
El médico Luis Sagaz falseó el escrito para salvar la vida a dos jiennenses, vecinos del poeta Miguel Hernández, señalados por el franquismo
“Me pregunto cómo se sentirá uno cuando sabe que está caminando en el borde del precipicio, en el límite, en la frontera entre la vida y la muerte. Debe ser sobrecogedor sentir el vértigo del acantilado cuando sabes que un mínimo tropezón te puede precipitar al abismo”. De esta manera expresa Luis Martín Mesa el miedo atroz y la zozobra que, a su juicio, debió acompañar a su padre y a su tío desde que un buen día, ya en las postrimerías de la Guerra Civil, se cruzaron en una calle de Jaén con un comisario político del ...
“Me pregunto cómo se sentirá uno cuando sabe que está caminando en el borde del precipicio, en el límite, en la frontera entre la vida y la muerte. Debe ser sobrecogedor sentir el vértigo del acantilado cuando sabes que un mínimo tropezón te puede precipitar al abismo”. De esta manera expresa Luis Martín Mesa el miedo atroz y la zozobra que, a su juicio, debió acompañar a su padre y a su tío desde que un buen día, ya en las postrimerías de la Guerra Civil, se cruzaron en una calle de Jaén con un comisario político del Régimen que les inquirió: “¿Qué hacéis vosotros vivos?”.
Por aquella época no paraban los fusilamientos en el viejo cementerio de San Eufrasio de Jaén, por lo que Luis Martín Millán y su hermano Antonio presagiaban que su suerte ya estaba echada, era cuestión de días. Y así pudo haber sido de no haber llegado a última hora, casi in extremis, un salvoconducto salvador que el recién elegido presidente de la Diputación de Jaén, Luis Sagaz Zubeldia, firmó el 8 de abril de 1939. Ese salvoconducto es ahora el hilo conductor de la novela Café de malta y achicoria (Ediciones Seshat) que Luis Martín Mesa acaba de publicar y con la que, mezclando el ensayo con la ficción, quiere contribuir a desenmarañar un tema que durante décadas se convirtió en algo tabú en su familia.
Tanto Luis como Antonio Martín Millán eludieron el proceso sumarísimo por adhesión a la rebelión. Al primero solo se le podía acusar de haber sido soldado de reemplazo del ejército republicano, mientras que Antonio sí que llegó a ejercer de comisario del Frente Popular. Con todo, en el salvoconducto, Luis Sagaz, que era un médico y psiquiatra de mucho prestigio ―llegó a trabajar con Gregorio Marañón― y que atendía a la abuela de los Martín Millán, tuvo que mentir para poder salvarles la vida. De ellos destacaba su “intachable conducta y enemigos del régimen marxista, habiendo cooperado durante el dominio rojo al triunfo del Glorioso Movimiento Nacional”, algo que, evidentemente, no respondía a la realidad.
“Mi padre siempre decía que hubiera cambiado un año de mili por tres años más de guerra, y eso por el trato humillante y vejatorio que sufrió cuando fue obligado por la Junta Local de Clasificación a hacer tres años adicionales de mili [él ya la había hecho con la República] que no era otra cosa que un campo de adiestramiento para reconvertirlos en el pensamiento único del régimen dictatorial”, explica Luis Martín Mesa, para quien su familia siempre quiso silenciar este salvoconducto que fue recibido como un alivio.
“Estábamos sufriendo, muertos de miedo, lo que queríamos es que terminara [la Guerra Civil], daba igual cómo, que se acabara cuánto antes, y cuando se acabó, lo que sentimos fue alivio, no alegría, alivio, que no es lo mismo. (…) En las guerras no sé si alguien gana, lo que sí sé es que siempre pierden los mismos, si eres de los de abajo has perdido”, escribe Martín Mesa en la novela para rememorar la conversación que tuvo con una tía suya, que sería la que acabara confirmándole la existencia de ese salvoconducto.
El café de malta y achicoria fue durante los años de la posguerra un sustitutivo del café, del café del bueno, que solo estaba al alcance de la gente pudiente. “El título de la novela es, por tanto, una metáfora para sugerir que hablo de la gente menesterosa, de los de abajo, de los perdedores”, aclara Martín Mesa.
Gente como la del abuelo de los Martín Mesa, que tenía una tienda de jabones junto a la calle Ancha de Jaén, a muy pocos metros de donde estuvieron viviendo, poco más de un mes, Miguel Hernández y su esposa Josefina Manresa. El poeta alicantino había sido trasladado a Jaén como comisario en el organismo de propaganda Altavoz del Frente Sur con una misión muy clara: colaborar en la redacción de prosa y poesía de guerra para su publicación en los periódicos y octavillas del frente.
Y hasta la familia de Martín Mesa llegó, el 4 de abril de 1937, una revista del Altavoz del Frente Sur que daba cuenta del bombardeo por parte de las tropas sublevadas que tres días antes había asolado el casco antiguo de Jaén, dejando 157 víctimas mortales, más incluso que las que hubo en el más afamado bombardeo de Guernica. Miguel Hernández lamentaba en ese artículo la actitud pasiva de buena parte de la sociedad jiennense ante el discurrir de la Guerra Civil: “Escasos eran quiénes daban importancia y crédito a los sucesos que se desarrollaban en Madrid y en los demás frentes de lucha, y eran muchos los que disculpaban y hasta aplaudían en lo íntimo de su corazón la criminal introducción del fascismo en España, tenían el corazón casi sordo, casi ciego, casi insensible a las generosas oleadas de sangre que andan desplegadas sobre el solar hispano desde el 19 de julio de 1936″.
La mala suerte de 200 dirigentes socialistas
Menos suerte que la de los hermanos Martín Millán corrió un grupo de unos 200 dirigentes socialistas que, tras haber pactado su huida con el régimen franquista, fueron interceptados por una legión de falangistas en las cercanías de Baza (Granada) cuando intentaban alcanzar el puerto de Alicante en busca del exilio. Apenas unos cuantos lograron huir, pero la mayoría fueron llevados a las prisiones de Granada y, más tarde, a la de Jaén. Fueron fusilados y sus restos permanecen aún en alguna de las fosas comunes del viejo cementerio de San Eufrasio de la capital jiennense, donde un grupo de arqueólogos acaban de iniciar los trabajos para la exhumación de tres fosas donde se cree que hay 1.286 víctimas de la represión franquista.
También en los últimos días de la Guerra Civil se produjo la detención de Dolores García Negrete, viuda del médico Federico Castillo y madre de 23 hijos, de los que solo le sobrevivían 11 al final de la Guerra. La mujer fue encarcelada y ejecutada un año más tarde. Su muerte provocó un gran revuelo entre los militantes republicanos, en especial entre los comunistas que compartieron celda con García Negrete en la prisión militar del convento de Santa Úrsula por oponerse al golpe de estado de Casado durante la República.
Todos estos pasajes poco conocidos de la Guerra Civil se ponen ahora de relieve en Café de malta y achicoria, una novela con la que Luis Martín Mesa ha querido saldar una deuda que tenía con su padre. “Es una forma de dar la palabra a personas como mi padre que tuvieron que cerrar la boca durante tantos años por imperativo del régimen fascista. Él ya murió, y se lo debía”, concluye el escritor andaluz.