Uchda, la penúltima valla antes de llegar a España

Esta ciudad fronteriza con Argelia es la puerta de entrada de la inmigración irregular hacia Marruecos, donde se recuperan todos aquellos que, antes o después, darán el salto a Europa

Uchda (ENVIADA ESPECIAL) -
Un grupo de sudaneses se recupera en Uchda tras saltar la valla de la frontera con Argelia.javier bauluz

La casa de Hamza está en un callejón sin salida cerca del zoco de Uchda. La puerta casi siempre está abierta porque la única llave la tiene el casero. El aire se espesa al subir los diez primeros escalones hacia la primera planta. La vivienda tiene dos pisos, una terraza en el tejado, un baño y diez cuartuchos de paredes roñosas. Cuando llueve el agua entra por el tragaluz de la escalera. No hay cocina. Ni muebles. Ni equipaje. Solo algunas colchonetas y esterillas pegadas unas a las otras y un par de móviles cargándose en los enchufes. Dormir aquí, en un pedazo de suelo, cuesta un euro al día...

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La casa de Hamza está en un callejón sin salida cerca del zoco de Uchda. La puerta casi siempre está abierta porque la única llave la tiene el casero. El aire se espesa al subir los diez primeros escalones hacia la primera planta. La vivienda tiene dos pisos, una terraza en el tejado, un baño y diez cuartuchos de paredes roñosas. Cuando llueve el agua entra por el tragaluz de la escalera. No hay cocina. Ni muebles. Ni equipaje. Solo algunas colchonetas y esterillas pegadas unas a las otras y un par de móviles cargándose en los enchufes. Dormir aquí, en un pedazo de suelo, cuesta un euro al día. La casa de Hamza, un sudanés veinteañero y enigmático, sirve de escondite a 40 refugiados sudaneses recién llegados a Uchda, la ciudad marroquí a solo cinco kilómetros de Argelia que supone la penúltima frontera antes de intentar el salto a España.

Uchda tiene medio millón de habitantes y es la principal puerta de entrada de la inmigración irregular hacia Marruecos. Aquí están los que antes o después intentarán saltar la valla de Ceuta o Melilla. O si pueden pagarlo, irse a la costa atlántica para embarcarse en una patera hacia Canarias. Algunos hombres y mujeres llegan aquí tan rotos, tan violados o torturados que renunciarán a su sueño de llegar a Europa. Se instalarán en cualquier ciudad marroquí en la que encuentren trabajo. Muy pocos, agotados de intentarlo, volverán a sus países. Otros morirán en el intento.

Muchos de los ocupantes de la casa de Hamza han vivido en campos de refugiados en Sudán. También han pasado por centros de detención en Libia. Algunos muestran las cicatrices que provoca el plástico quemado al caer sobre la piel, una de las torturas favoritas de los milicianos libios —aunque no la más retorcida—. Planeaban llegar a Italia o Malta en una barca neumática, pero cambiaron la ruta como llevan haciendo miles de sudaneses en los últimos dos años: en Libia, las mafias exigen cada vez más a cambio de menos.

Hamza habla por primera vez y todos callan: “Antes por 500 euros tenías dos intentos para llegar a Europa en barco. Ahora el precio ha subido y si no lo consigues a la primera te quedas sin nada. Las neumáticas son mucho peores y cuando los guardacostas [financiados por la UE] te encuentran en el mar te entregan directamente a las milicias”. Babakar Ibrahim, otro de los inquilinos, añade: “Las milicias tienen un gran negocio. Ya no pasas por una sola prisión en la que piden dinero a tu familia para liberarte, ahora te mandan de un sitio a otro y piden varios rescates”. Para estos sudaneses —y el resto de nacionalidades que se encuentra en la ciudad— el camino hacia sus destinos, sea cuales sean, pasa hoy por España. Cuando se curen de sus heridas. Cuando descansen. Cuando tengan el dinero suficiente para continuar el viaje.

Un joven migrante muestra la radiografía de sus pies, fracturados tras cruzar la valla de la frontera de Argelia con Marruecos, en la ciudad fronteriza de Uchda. javier bauluz

En el rápido recorrido hacia la azotea se ven decenas de documentos de la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas (Acnur) tirados en el suelo de una habitación con la bandera de Reino Unido pintada en la pared y de la barandilla cuelga una bolsa con dos ganchos de los que se usan para agarrarse a las vallas de Ceuta y Melilla. Los inquilinos no están muy contentos con su alquiler en esta casa mugrienta. “El casero nos corta el agua para que no gastemos. No es un buen tipo”, dicen. Pero aquí tampoco hay mucho donde elegir. En las calles, puentes y montes de Uchda duermen decenas de jóvenes y menores que ni siquiera pueden permitirse ese euro al día.

El casero de Hamza aparece de repente en la terraza. Es un hombre de algo más de 30 años, tatuado y fornido, que luce una camiseta ajustada. Regenta un puesto de vestidos de mujer en el zoco y siempre tiene un ojo en su otro negocio, el más rentable. Él mismo autorizó la visita de EL PAÍS a la vivienda cuando los sudaneses le consultaron, pero no se fía. No dice nada, pero con su mera presencia todos entienden que la conversación se ha acabado.

El centro de Uchda está lleno de cafeterías donde los hombres pasan las horas sentados en las terrazas sin hacer nada. El tráfico, intenso, respira en semáforos donde se apostan mujeres subsaharianas para pedir limosna junto a sus niños, también con la esperanza de llegar a Europa. En un cruce algo más alejado del centro, una refugiada siria vestida de negro cuenta mediante un cartel que se ha quedado varada en la ciudad. Una plaza con césped y palmeras altísimas abre paso a la medina amurallada, donde bulle un zoco lleno de ropa y un vecindario que charla en taburetes frente a las puertas de sus casas.

“Aquí no hay lugar seguro”

Durante la Fiesta del Cordero, la fecha más importante del calendario musulmán, que este año ha caído en 10 de julio, hace muchísimo calor y no hay nadie en la calle. Al mediodía suena el teléfono de esta periodista. Es un mensaje en árabe de uno de los chicos de la casa de Hamza.

—¿Vas a venir?

—¿Tenéis un lugar seguro donde encontrarnos?

—Aquí no hay lugar seguro.

La cita se precipita en una esquina en la que aparecen más de 30 jóvenes. El grupo conoce bien esta calle. Aquí está el diminuto local de techo bajo en el que muchos de ellos comen cada día. Lo regenta Mohamed, un hombre de 64 años de pelo canoso, barba de tres días y cejas arqueadas. Los chicos le llaman hach, una fórmula para dirigirse con respeto a las personas mayores. Mohamed ha perdido su clientela habitual desde que hace un año su tienda se ha llenado de sudaneses. Al precio de un euro por persona, prepara enormes perolos de lentejas con pan o guisantes que los chicos machacan con una botella de coca cola de vidrio que les sirve de mortero. “A veces no tienen dinero y me piden fiado. Sé que nunca me pagarán, ¿pero qué hago? ¿Les dejo hambrientos? Lo hago de forma altruista, sé por lo que están pasando: mi propio hijo quiere emigrar”, explica.

El lugar seguro para hablar acaba siendo una cafetería cercana con aire acondicionado y cámaras de vigilancia. Entra un primer grupo de cinco personas, en el que hay dos chicos de 13 y 14 años. Son los que no tienen el euro diario para pagar una casa y duermen en una parcela llena de cascotes donde hace no mucho había un edificio. Sobre las piedras hay sacos de dormir, colchones mugrientos y una tienda de campaña que sirve de alojamiento a otros 13 refugiados. A pocos metros huele a gato muerto y basura fermentada.

Los dos adolescentes, Mohamed Ibrahim y Adil Adam, cuentan historias parecidas. Familia pobre, guerra, muertes, fracaso en los estudios. Salieron de Sudán con apenas 10 años junto a otros chicos. Y sólo quedan ellos. Su plan es llegar a España.

—¿Alguien os cuida por ser pequeños?

— Aquí cada uno se cuida solo.

La siguiente cita es con Hamza, en la misma cafetería, a las seis de la tarde. Pero él, que odia llegar tarde, se retrasa más de 40 minutos. Saluda sin dar la mano. Su moral islámica, dirá después, no le permite tocar a las mujeres.

— El casero nos ha encerrado y no pude venir antes.

El hombre decidió que ese día iría a cobrar antes su renta diaria. Echó a los que no podían pagarle y encerró a los que sí lo hicieron. Su particular manera de evitar que se le colase nadie. “No sé por qué lo hizo, no me preguntes, pero es nuestra libertad bajo su control”, se indigna Hamza.

El joven quiere ayudar. Ha facilitado entrevistas con sus compatriotas y dedicado un par de horas a explicar la frustración de ser un refugiado que no encuentra un lugar seguro en el que vivir. “Llegar a Uchda es un golpe de realidad. Muchos no son conscientes de lo difícil que es seguir si no tienes dinero para hacerlo. Después de lo que pasamos, podría ser lugar más seguro, pero aquí no hay trabajo para nosotros. ¿Tú qué harías? Pues seguir moviéndote”, explica.

Un chico sudanés de 16 años que se rompió el pie al llegar a Uchda, en la frontera de Argelia con Marruecos.javier bauluz

Uchda fue próspera y dinámica, a pesar de mirar hacia una frontera de 1.500 kilómetros que, en el último medio siglo, ha estado más tiempo cerrada que abierta. Vivía del contrabando. La ciudad ha sido una de las grandes perjudicadas por las hostilidades que marcan las relaciones entre Marruecos y Argelia. Con el cierre definitivo de los pasos en 1994 aumentó la vigilancia y comenzó su decadencia. Y cambió radicalmente el perfil de los que empezaron a transitar sus calles. Uchda siempre recibió extranjeros. En los 60, la ciudad llegó a ser la segunda del Reino marroquí con más foráneos. Más del 28% de sus vecinos eran inmigrantes, según datos recopilados en un libro del geógrafo Abdelkader Guitouni. Eran, sobre todo, argelinos, españoles y franceses. La universidad atrae hoy a cientos de estudiantes subsaharianos, a mismo tiempo que Uchda es la primera ciudad que pisan el 41% de los migrantes cuando llegan a Marruecos, según el instituto estadístico nacional. La inmensa mayoría, de forma clandestina.

Violencia y secuestros en la frontera

Para llegar a Uchda también se salta una valla. Y un foso. Xavier, un médico de Chad de 30 años que atiende en el servicio de urgencias de la ciudad, dedica buena parte de sus consultas a atender a los heridos de esta frontera. Amputaciones de dedos en invierno por la exposición prolongada al frío y fracturas de pie, mano, pierna, cabeza o maxilar durante todo el año. Según los testimonios de sus pacientes, “muchas de las fracturas se deben a la agresividad de las fuerzas armadas de la frontera marroquí”.

La policía no es la única amenaza. Por aquí circulan historias terribles de lo que puede pasarte si no corres lo suficiente una vez que has sorteado la alambrada que separa Argelia de Marruecos. “Cuando entras tienes que huir de la mafia. Si te cazan acabas encerrado en una casa, no te dan de comer y no te liberan hasta que pague tu familia”, cuenta Hamza. Estos secuestradores, que imitan el modelo libio de extorsión de los migrantes, son marroquíes compinchados con los argelinos que, desde el otro lado, avisan cuando pasa un grupo, asegura.

Alan, un cura de ascendencia hispano-francesa nacido en Uchda hace 70 años, relata con un disimulado entusiasmo cómo hace años asumía el papel que no ejercían las autoridades. “Averiguábamos los escondites donde los encerraban y los sacábamos de allí”. Las casas siguen existiendo en los mismos barrios pobres de la ciudad, muy cerca de la frontera.

Además del maltrato policial y los secuestros, hay otras formas de acabar mal en la frontera. Al cruzar, los migrantes acuden a los llamados taxi-mafia que les acercan a las puertas de la ciudad por 50 euros. Van a toda velocidad y corren un riesgo altísimo de sufrir accidentes. El médico recuerda especialmente a tres de esas víctimas que se han quedado parapléjicas. Dos de ellas viven en la única iglesia católica de Uchda, la única institución que se ha ofrecido a atenderlos. La tercera lleva dos años en el hospital.

El doctor Xavier conversa con uno de sus pacientes que quedó parapléjico por un accidente en la frontera. / JAVIER BAULUZ

Xavier advierte de que a los migrantes en situación irregular —los que ni siquiera han conseguido un papel de Acnur que les reconoce como refugiados, los que no tienen pasaporte o permiso de residencia— se les niega el tratamiento. “Aquí hay una realidad que Marruecos ignora. Es nuestro deber brindar asistencia a una persona en peligro, no puede haber diferencias”, reivindica el médico.

Es la noche previa a la Fiesta del Cordero, las tiendas han cerrado y ya está todo el mundo metido en casa con los preparativos de la celebración. Hamed Mahamad Abded, rebozado en una fina capa de polvo anaranjado, dolorido y con los vaqueros rasgados, llega, por fin, a la ciudad. Acaba de saltar la valla y escapar de la mafia. Pide refugio en la iglesia. Se lo dan, pero será breve: la capacidad de los curas solo llega para atender a los heridos más graves y los niños. El chico, de 21 años, también de Sudán, solo piensa en cambiarse de ropa.

“Mi historia es larga y bastante triste”, anuncia. A Hamed le mataron a sus cuatro hermanos en 2015 unos milicianos, de una etnia rival de la suya que invadió y quemó su aldea. Él solo tenía 15 años. Se salvó porque estudiaba en Niala, la capital de la peligrosa región de Darfur. Un año después del suceso, se marchó. El joven pasó por minas de oro ilegales en Chad, sumó más de un año secuestrado y esclavizado en Libia y lo detuvieron dos veces en Argelia. Su cuerpo está lleno de cicatrices. Algunas se parecen a las que muestran los otros chicos, las de plástico derretido en la piel. Hamed dice que no quiere irse a Europa si encuentra en Marruecos un trabajo en una fábrica de azulejos. Asegura que conoce el oficio, que lo aprendió con uno de los libios que lo mantuvo secuestrado. Si no lo encuentra tampoco piensa volver: “Después de todo lo terrible que me ha sucedido, la vida no significa nada para mí. Ni aunque me diesen todo el oro y la plata del mundo me compensaría. Pero si me deportasen a Sudán, lo haría de nuevo”.

Hamza sí quiere llegar a España. Confía en hacerlo de forma legal, aunque no hay opciones para él. En el mejor de los casos, la embajada española podría hacer una excepción, como está haciendo puntualmente con algunos afganos, y ofrecerle un salvoconducto para pedir protección en España. La ley de asilo contempla esa opción, pero apenas se aplica. Hamza tiene que encontrar otra fórmula. Mientras, lamenta perder el tiempo en Uchda. No sabe cuándo saldrá de este tortuoso lugar de paso donde hay gente que, aun sabiendo lo que aquí ocurre, prefiere no aparecer en este reportaje. No es indiferencia, es miedo.

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