El “sinvivir” de los Don Pepe: 300 vecinos desalojados en Ibiza de sus pisos sin licencia
Las instituciones baleares destinan dos millones en ayudas a los afectados: nadie les advirtió de la ilegalidad cuando se instalaron en el parque natural de Ses Salines
Huele a sal marina y a suavizante. Las sábanas en los tendales adornan la fachada deteriorada de los apartamentos Don Pepe, en Ibiza. Son dos bloques gemelos con 300 vecinos, situados en el parque natural de Ses Salines, al sur de la isla, construidos en los años sesenta, y de los que ya han sido desalojados muchas familias: como están fuera de ordenación, no se pueden arreglar sus muchos desperfectos, y en uno de ellos hay riesgo de derrumbe. “Uno no tiene licencia y el otro tiene una planta más de lo que consta en el proyecto”, explica Ángel Luis Guerrero, alcalde de Sant Josep de Sa Talaia....
Huele a sal marina y a suavizante. Las sábanas en los tendales adornan la fachada deteriorada de los apartamentos Don Pepe, en Ibiza. Son dos bloques gemelos con 300 vecinos, situados en el parque natural de Ses Salines, al sur de la isla, construidos en los años sesenta, y de los que ya han sido desalojados muchas familias: como están fuera de ordenación, no se pueden arreglar sus muchos desperfectos, y en uno de ellos hay riesgo de derrumbe. “Uno no tiene licencia y el otro tiene una planta más de lo que consta en el proyecto”, explica Ángel Luis Guerrero, alcalde de Sant Josep de Sa Talaia. Los vecinos dicen que compraron sus viviendas sin saberlo. Mientras las administraciones baleares deciden ayudas millonarias para realojarlos, muchos residentes se han quedado sin casa. Como Rosario García, de 42 años, que intenta ocultar las lágrimas tras las gafas, al contemplar el hogar que abandonó las Navidades pasadas: “Hemos pasado mil penurias. Es un sinvivir”.
Después de dos años en lucha, el Govern balear derribará los edificios y construirá nuevas viviendas en otro lugar para alojar al centenar de familias afectadas, pues están consideradas como compradores de buena fe al haber adquirido sus pisos sin saber que incumplían la normativa. Además, el Ejecutivo de la socialista Francina Armengol anunció el mes pasado una nueva línea de ayudas al alquiler de 874.000 euros, que junto a las ya decididas por el Ayuntamiento de Sant Josep de Sa Talaia y el Consell de Ibiza suman dos millones de euros. Son parches para las heridas abiertas en la vida de los afectados por las ilegalidades de estas construcciones enraizadas en este enclave natural, donde el ruido de las turbinas de los aviones que aterrizan en el aeropuerto se mezcla con el de las olas del mar en la playa de Es Codolar, situada justo a la puerta de los edificios.
Durante años, los pisos se fueron vendiendo y alquilando sin problemas. Nadie advirtió a las familias que iban llegando de que las viviendas estaban fuera de ordenación, ni al formalizar la escritura, ni al inscribir la vivienda en el registro. Las redes de control fallaron, dicen los afectados, y los vecinos se vieron inmersos en un desastre legal que ha cambiado sus vidas. “Fue un choque descubrirlo”, cuenta una de ellos. Porque nadie revisó los expedientes hasta que en 2014 AENA solicitó un permiso para insonorizar las ventanas para revertir la huella sonora: “Entonces se concede el permiso, pero se advierte de que los edificios están fuera de ordenación”, resume el alcalde. “Antes de esto no hay ningún registro de nada”, admite. En mayo de 2020, una bovedilla del techo cayó en uno de los pisos, y los vecinos fueron desalojados por seguridad. Empezaban los problemas.
Rosario García, que vivió allí con sus dos hijos durante más de 20 años, recuerda con angustia su desalojo: “Cortaron la carretera y vinieron 10 patrullas de la Policía Municipal, como si fuéramos narcos. Yo no daba crédito”.
Ahora, su vecina trabaja en una discoteca y también como limpiadora para poder pagar al mismo tiempo los 10 años de hipoteca que le quedan de su casa de los Don Pepe y el alquiler de su nuevo piso: 1.700 euros al mes en total. “Trabajo día y noche para poder pagarlo todo por doble”, se queja, mientras intenta calmar la ansiedad con un cigarrillo.
“¡Qué delgada estás! El disgusto, ¿no?” La saluda la rumana Sorina Urian Zdroba, de 42 años, que vive con su marido y su hija de cinco años en el bloque que aún está habitado. “La dieta Don Pepe. He perdido 17 kilos”, le responde. A los cuatro meses de comprar la casa llegó el primer desalojo, lo que vaticinaba su fecha de salida. En la mesilla del salón con vistas al mar guarda el libro Calma emocional, de Bernardo Stamateas. La tranquilidad que emana del paisaje desde su ventana contrasta con un estado anímico que ni el mar ni el canturreo de los gorriones pueden aliviar. “He soñado muchísimas veces que se caía el techo. Han sido dos años sin dormir y con ansiedad continua”, lamenta la vecina.
Los propietarios son considerados terceros de buena fe por haber comprado las viviendas sin que nadie les advirtiera de la ilegalidad de unos edificios construidos en los años sesenta por una cooperativa de pilotos. Los bloques, de cinco plantas sin ascensor, con escaleras estrechas y baldosas antiguas, se dividen en pisos de 60 metros cuadrados, de dos o tres habitaciones, baño, cocina y salón. Muchos de ellos se han reformado por dentro.
Los edificios se levantaron antes de que el salobral se declarara parque natural protegido, en 2001. Una reserva que abarca 3.000 hectáreas terrestres y 14.000 marinas que une a las Pitiusas, desde el sur de Ibiza y el norte de Formentera, con gran valor medioambiental por las praderas de posidonia oceánica. Josep Marí i Ribas, consejero de Movilidad y Vivienda de Baleares, explica la singularidad de los edificios: “Al estar dentro de un parque natural no es posible legalizarlos porque el uso residencial está prohibido. Por eso, se les va a reubicar con una permuta. Nosotros construimos las nuevas viviendas y a cambio recuperamos el valor medioambiental de la zona”.
María Torres, de 78 años, recuerda lo que pensó cuando compró su casa: “¡Esto es una ganga!”. Ella pagó 10 millones de pesetas (60.100 euros) por la casa donde crió a dos de sus seis hijos. “Me vine aquí con mi marido, que en paz descanse, porque me gusta el campo y soy muy payesa”, admite entre la fronda de pinos y la explanada verde que rodea los edificios. Después de más de 20 años, lamenta tener que marcharse. “¿Cuándo será?”, dice tocándose el pecho a la espera de la notificación de desalojo.
El mismo pensamiento ronda en la cabeza de Ricardo Méndez, de 33 años. Este extremeño paga 650 euros al mes por un piso con vistas al mar. “Un alquiler a este precio en Ibiza no lo voy a encontrar en la vida”, se queja ante la incesante subida de los precios en la isla. “Los ahorros que tenía volaron con la pandemia”, dice este organizador de eventos. Y la estabilidad que había encontrado al mudarse allí se truncó en tan solo unos meses: “He estado en una depresión y aún sigo tomando ansiolíticos”, explica, apenado. “Yo no digo que me tengan que dar una casa como a los propietarios, pero sí que me den una alternativa”.
En abril se creó una comisión técnica para la reubicación de los propietarios en la que participan el Govern balear, el Consell de Ibiza y el Ayuntamiento de Sant Josep. A la espera de encontrar un solar para las nuevas viviendas, el ánimo de los vecinos se asemeja al estado de esta comunidad tras dos años de infortunios. “Los recuerdos que tengo aquí no son los mismos que al verlo ahora”, lamenta, afligido, el uruguayo Javier Gallizia, de 33 años, que regresa por primera vez después de su desalojo.
Decenas de puntales en la estructura precintada, hierbajos en los jardines, boquetes en el camino de piedra y un parque infantil abandonado son las huellas de un barrio que desparecerá. Ya no hay niños correteando, ni mayores tomando la fresca en el patio. Pero el ruido de las turbinas de los aviones que pasan a ras de los edificios persiste: “Ahora lo echo de menos”, confiesa Rosario García con nostalgia al despedirse.