El CNI contra Leonard Cohen

Aquí a cualquier “brecha” le ocurre lo que a la grieta del cantautor canadiense: así es como entra la luz. En un servicio secreto, ni más ni menos

Robles, durante un acto el domingo en Ronda (Málaga).JON NAZCA (REUTERS)

Félix Sanz Roldán, entonces director del CNI, me saludó un día de esta guisa: “Te escucho todas las mañanas”. Antes de que yo pudiese balbucear algo, mi novia, rapidísima, se dirigió a mí: “¿Tienes el teléfono pinchado? Al menos me escucha alguien”. Sanz Roldán se refería a mis intervenciones en la radio, pero nadie de los que estaban en la conversación, ni yo mismo, le dimos el sentido natural a la frase; preferimos, intuitivamente, el sentido perverso. Durante décimas de segundo, nuestro inconsciente pisó la línea difusa que separa el mundo de lo legal y lo ilegal, el de tu vida real y de la...

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Félix Sanz Roldán, entonces director del CNI, me saludó un día de esta guisa: “Te escucho todas las mañanas”. Antes de que yo pudiese balbucear algo, mi novia, rapidísima, se dirigió a mí: “¿Tienes el teléfono pinchado? Al menos me escucha alguien”. Sanz Roldán se refería a mis intervenciones en la radio, pero nadie de los que estaban en la conversación, ni yo mismo, le dimos el sentido natural a la frase; preferimos, intuitivamente, el sentido perverso. Durante décimas de segundo, nuestro inconsciente pisó la línea difusa que separa el mundo de lo legal y lo ilegal, el de tu vida real y de las películas, lo lógico (hablas en la radio) y lo ilógico (eres depositario de secretos de Estado tan importantes que no te escucha un espía cualquiera, sino el jefe de todos, y cuando te ve te lo dice efusivamente, dándote un cachetazo en la espalda: ‘¡Te espío, chaval!”).

Esa línea difusa que no es exclusiva de un periodista, al que si le pinchan el teléfono da gracias a Dios por poder recuperar la grabación de una entrevista, es la línea en la que España, como país, se encuentra más cómoda, la que separa ver gigantes o ver molinos; la estrafalaria locura de un hombre lúcido, por eso Cervantes es nuestro genio literario de todos los tiempos: porque supo capturarlo todo y hasta definirnos tan clamorosamente que cuatro siglos después el Quijote no funciona solo como novela sino como libro de estilo. Y ahora —en un país en el que rige una reforma laboral aprobada por un diputado de la oposición que votó en remoto al no poder acudir al Congreso y se presentó allí sofocado a los cinco minutos, y como ese ejemplo doscientos más, no necesariamente malos, pero casi siempre disparatados que atestiguan el funcionamiento a trompicones de España—, cae la jefa de los espías por razones oficiales desconocidas (la ministra Robles no justificó su destitución, de hecho ni siquiera la destituye: la “sustituye”), y en medio de un vodevil perfecto. No es la primera vez ni la más grave (recordemos que el terrorismo de Estado se funda en España cuando secuestra, creyendo que era Mikel Lujua, un dirigente de ETA, a un vendedor inmobiliario enfermo llamado Segundo Marey que estaba viendo la televisión tan pancho), pero afecta al nervio más delicado del Estado y su relación conflictiva con la privacidad de los ciudadanos (unos tienen el deber de espiar; otros tienen el derecho a no ser espiados).

Aquí las chapuzas cuestan carísimas. Aquí a cualquier “brecha”, palabra de moda de estos días, le ocurre lo que a la grieta de Leonard Cohen: así es como entra la luz. En un servicio secreto, ni más ni menos. Tengamos confianza: entre lo lógico y lo ilógico, se impondrá la españolidad. Las cosas empiezan a ir por ese camino. Tan es así que, si me encuentro a la nueva jefa de los espías, podré decirle yo a ella: “La escuché esta mañana”.

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