Familias ucranias refugiadas en España: relatos de un exilio improvisado
La huida, el reencuentro con parientes, el día a día en un hotel o la acogida en un hogar desconocido... Cinco familias que escaparon de la guerra cuentan cómo rehacen sus vidas
El día que estalló la guerra, el pasado 24 de febrero, Cateryna Boikova, de 21 años, se hizo un test de embarazo en su casa de Dnipro, la cuarta ciudad más poblada de Ucrania. Positivo. La mejor noticia en el peor momento. Un mes y miles de kilómetros después estaba en Alicante con su marido y su perra, repensando un futuro que ya no puede planear.
Boikova es una de las 137.000 personas exiliadas por...
El día que estalló la guerra, el pasado 24 de febrero, Cateryna Boikova, de 21 años, se hizo un test de embarazo en su casa de Dnipro, la cuarta ciudad más poblada de Ucrania. Positivo. La mejor noticia en el peor momento. Un mes y miles de kilómetros después estaba en Alicante con su marido y su perra, repensando un futuro que ya no puede planear.
Boikova es una de las 137.000 personas exiliadas por la guerra de Ucrania que se calcula que han llegado a España, de un total de casi cinco millones de refugiados. La mayoría son mujeres, muchas acompañadas de sus hijos. Viven en casas de compatriotas, parientes, familias españolas o en plazas hoteleras pagadas por el Estado, principalmente en Madrid, Alicante y Barcelona. Más de 56.000 ya han obtenido la protección temporal que les permite vivir y trabajar en España, aunque el empleo aún es un reto lejano para buena parte de ellos. El relato de cinco de estos refugiados revela sus preocupaciones, los obstáculos y la solidaridad que han encontrado y los desafíos del Estado para atenderlos.
Un soldado lejos del frente
El marido de Cateryna Boikova se llama Denis Boikov y es un soldado de 26 años que se habría ido al frente sin dudarlo. No le dejaron. Lleva fuera del Ejército desde 2018, cuando un disparo contra su arma hizo estallar la mira y le reventó el ojo. Lisiado para el combate, era el blanco preferido de las tropas enemigas. “Nos llegaba información de que los rusos buscaban a antiguos militares para violar a sus mujeres y matarlos”, asegura.
Casi tres semanas después de la primera bomba, la pareja y su perrita Vasi se embarcaron en un viaje con paradas en Polonia, Alemania y Francia hasta acabar, fruto del azar, en la estación de tren de Alicante. Solos. La primera noche en España, la del 23 de marzo, la pasaron en un albergue para personas sin hogar envueltos en dos sacos de dormir de color azul brillante. Al día siguiente pidieron acogida en Cruz Roja, pero la perra debía irse a una protectora. “No podíamos dejarla. Vasi es mi terapia desde que perdí la visión”, cuenta el soldado.
Su destino se cruzó con el de Mykola Palyukh, un obrero ucranio que vive en Alicante desde hace 20 años. El hombre, siempre con las manos salpicadas de pintura, se ha volcado con sus compatriotas: recoge comida y ropa, los recibe en su casa y entre sus clientes encontró varias familias españolas dispuestas a acoger. La pareja acabó en casa del ingeniero Miguel Balaguer y la diseñadora gráfica Andrea Lavagna y sus dos hijos, de dos y cinco años.
En la nevera del nuevo hogar de la pareja hay una ecografía colgando de un imán, pero en ella no se ve nada. La joven perdió a su bebé tras semanas de viajes, cambios y angustia por el destino de su familia. “Los doctores dicen que puedo tener niños, pero necesitamos estabilidad”, explica ella. “Aún no ha conseguido asimilar todo”, dice Balaguer.
El ingeniero, una muestra del esfuerzo que supone acoger a los refugiados, más allá de darles techo y comida, ha tenido que pedir días de asuntos propios para hacer todos los trámites que necesitan sus invitados. Algunos sin éxito. Esperaba que el Gobierno facilitase algún apoyo económico a los desplazados acogidos en familias, pero las ayudas (de manutención o para el alquiler), de momento, son solo para los refugiados que dependen de la acogida estatal. Su Ayuntamiento tampoco tiene ayudas específicas para su caso. “Ellos están muy preocupados porque no quieren ser una carga y son muy conscientes del esfuerzo que estamos haciendo”, explica Balaguer. “Quizá el sistema se podría mejorar un poco. Yo no quiero ese dinero para mí, pero una parte de lo que gastaría el Gobierno en tenerlos en un centro de acogida y darles de comer, podría servir para que empiecen a organizarse a los que han preferido vivir con una familia”, reflexiona.
La abuela al rescate
La casa de Halyna Rybachok, en el distrito madrileño de Villaverde, huele a comida de la abuela. La mesa, cubierta con un hule y salvamanteles de los que se compraban en las tiendas de todo a 100, está dispuesta con el café de media tarde. Se escucha el tica tac de un reloj en una pared de gotelé. Esta ucrania de 63 años vino a Madrid en 2016, tras perder a uno de sus hijos y, desde entonces, limpia casas por unos 500 euros al mes. “Yo estaba mal, lloraba, no quería hacer nada y mi hermana, que ya estaba aquí, me dijo que viniese para cambiar un poquito de vida”, recuerda en el pequeño salón de la vivienda, que comparte con un señor enfermo de cáncer. Su alquiler cuesta 150 euros al mes, un precio asequible, a cambio, eso sí, de ocuparse de las comidas y las tareas del hogar.
Con la explosión de las primeras bombas, su hija, Olena Pisna, y sus dos nietos, una niña de 14 años y un niño de siete, pasaron a vivir en el trastero de su casa de Rivne, cuyo aeropuerto fue bombardeado por las tropas rusas. La niña llora al recordar esos días y arrastra al llanto a la madre y a la abuela. “Me despertaba todo el rato con los ruidos de los bombarderos y las sirenas, tenía miedo de que viniese alguien y nos matase”, explica. “Cuando empezó esta guerra ellos estaban allí y yo estaba aquí como loca”, cuenta Rybachock. La señora no se lo pensó mucho. Les dijo que salieran de allí corriendo, se montó en el coche de un amigo búlgaro y se hizo más de 3.000 kilómetros sin dormir hasta la frontera polaca. Los recogió con lo puesto, resfriados, con mucha tos y llenos de mocos, recuerda. El padre se quedó a defender la ciudad.
Ellos tres fueron de los primeros refugiados en obtener la protección temporal en España. Juan José de Paz, uno de los empleadores de la abuela, se apresuró tanto a ayudarles que los llevó al centro de derivación de Pozuelo de Alarcón incluso antes de que lo abrieran. Los niños ya van al cole (la profesora ha elogiado la buena actitud del más pequeño en sus primeras notas) y acuden a una parroquia que les ofrece clases de español todas las tardes, pero está siendo un aterrizaje difícil.
Rybachok no se plantea que vivan en un centro de acogida —”mejor aquí, que los veo y los ayudo”, sentencia—, pero ahora la pequeña casa está más llena y el sueldo de la abuela no puede estirarse más. La señora tiene dolores en una pierna y ha empezado a tomar calmantes. Pisna, de 41 años, que hacía manicuras en Ucrania, tiene una minusvalía por un accidente de coche y eso limita sus opciones laborales. No ve fácil encontrar trabajo. “Estoy preocupada por mí y también por mi madre”, lamenta.
Algunos trámites también se les están haciendo cuesta arriba: desde certificar la minusvalía a pedir una ayuda para el alquiler o solicitar un apoyo económico para comprar comida o ropa. Las ayudas del Estado, de momento, son solo para los desplazados que están dentro del sistema de acogida y tampoco han logrado apoyo del Ayuntamiento o de la Comunidad de Madrid, más allá de una tarjeta de transporte. De Paz, ya jubilado, ha hecho una inmersión estas semanas en la Administración. “Me ha sorprendido para bien porque hay gente muy dispuesta, pero parece mentira que después de casi dos meses todavía sea tan difícil averiguar las cosas”. Sigue de ventanilla en ventanilla y de teléfono en teléfono.
La periodista y los aviones
A más de 3.000 kilómetros de su piso en Kiev, Oksana Lytvyn, de 31 años, se asoma a la ventana de su nueva habitación y el horizonte le devuelve la misma imagen que allí: aviones despegando y cruzando el cielo hacia su próximo destino. Periodista y editora en una revista de viajes, el aeropuerto de la capital ucrania no era solo un elemento en el paisaje, era el centro de su vida. Con el inicio de la ofensiva rusa, sin embargo, el sonido de los aviones se convirtió en una señal de alerta, y tardó un mes en conseguir librarse del miedo. “Quiero ver los aviones y tener esa alegría por la gente que viaja en ellos, que es lo que pensaba entonces”, reflexiona en los alrededores del hotel para refugiados, cerca del aeropuerto, que la acoge en Madrid: “El miedo va pasando. Ahora ya no me recuerda a la guerra, me recuerda más a mi casa”.
Salió del país al tercer día de conflicto con una conocida de sus padres, pero se separaron al poco de cruzar la frontera y desde entonces ha viajado sola. “Tuve que decidir en media hora y pensé, ¿qué pierdo? Ya lo estaba perdiendo todo. Nadie sabía lo que iba a pasar y todavía no sé si tengo futuro en Ucrania”, relata. Su voz no desprende tristeza sino resolución. Además de ropa, en su maleta no faltaron sus cuadernos de notas: “Son una parte de mí”.
Cruzó cinco países hasta llegar a España, que siempre fue su destino final y donde ya había estado varias veces. “Hay algo en el alma que no puedes explicar por qué te pasa, pero te encanta, como con una persona. Eso me pasa con el español”, afirma en un castellano casi perfecto. Empezó a ver series argentinas cuando era adolescente, como Rebelde Way, y no se ha vuelto a separar del idioma. “Ahora soy fan de Álex Pina”, bromea sobre el creador de La casa de papel.
Aunque echa de menos la certeza de saber cómo era su vida, se ha volcado en recomenzarla y ya ha hecho sus primeros amigos, tanto españoles como ucranios afincados en España. “Soy una persona que siempre va hacia delante. No quiero esperar a que termine la guerra, quiero hacer algo”, dice convencida. Por lo menos quiere quedarse un año, y cada día revisa las ofertas de trabajo, aunque todavía evita salir del hotel si no es por necesidad: “Es difícil darme permiso a mí misma para continuar con mi vida o reírme”. Aun así, se aferra a la esperanza que encuentra en las pequeñas cosas. Después de varios días saltándose la parada del autobús, se dio cuenta de que debía pulsar el botón para solicitarlo, y ya no pierde una. “Al menos en eso, ya me siento española”, asegura, y, esta vez, sí se ríe.
A cuestas con la bandura
El 25 de febrero, Olga Goncharenko, de 38 años, tenía un concierto en Kiev que nunca se celebró. Un día antes, cuando la base militar cercana a su casa saltó por los aires, agarró a su hija de 12 años y a su madre de 68 y se marchó a toda prisa. No quiso esperar ni un día para ver cómo se desarrollaba aquella guerra. Se fueron con una maleta y su bandura, un instrumento ucranio de más de 20 cuerdas y 16 kilos. “Dejaría antes la ropa que mi instrumento. Es mi vida”, afirma. Su marido, también músico, se quedó en Lviv. Da conciertos para los desplazados y ayuda a proteger la ciudad.
Goncharenko también recaló en Alicante por casualidad, no conocía a nadie. “Pasamos tanto frío en Polonia que yo solo quería un lugar cálido”, se ríe. Toca un poco en el hall del hotel donde está acogida por la Cruz Roja y embelesa a quien la escucha. Está agradecida, pero también cansada. “Las condiciones están bien, pero mi cabeza no descansa, necesitamos estabilidad”, ruega. “No tenemos un plan concreto. Nos dicen que nos pueden mandar a cualquier otra ciudad en cualquier momento, pero llevamos un mes y medio ya así”, lamenta.
En ese mes y medio han vivido en dos hoteles, a la espera de que le asignen una ciudad, un lugar, donde instalarse. Por eso su hija, y las de otros compatriotas del mismo hotel, aún no están en el colegio. De hecho, ya les han llamado la atención para que no dejen solos a los críos: “Es muy complicado para ellos”, explica, porque se pasan el día sin hacer nada, buscando con qué entretenerse”.
La mujer tiene una mirada profunda, seria, aunque luego se fuma un cigarro y sonríe, se relaja por primera vez durante la entrevista. Su madre, algo más leve y sonriente, se cruza con ella en la entrada del hotel.
— ¿Y tu hija?
— Mi hija me pide un psicólogo.
Huida con los taxistas solidarios
Viktoriia Apalat se despertó con el temblor del primer bombardeo y fue corriendo a la ventana, a tiempo de ver cómo caía el segundo. Era la madrugada del 24 de febrero y dormía junto a su marido, su hija y su gato en su casa de Lozova, en la región ucrania de Járkov. Para no asustar a su pequeña Sofiia, de 10 años, se empezó a vestir con calma y a coger la documentación. En pleno 2022, los edificios de esta ciudad tranquila ya no estaban preparados para una guerra. Su piso no tenía refugio. Tras varias semanas en la bodega de la abuela, el 14 de marzo su marido decidió que madre e hija debían salir del país para salvarse. Al día siguiente, ella, de 38 años, su hermana y otras dos amigas, se subieron a un tren con sus cuatro hijos destino a Lviv.
“Estoy agotada y vacía por dentro’', resume Apalat con lágrimas en los ojos. No sabe en qué día vive desde aquella madrugada. Hacía un año que habían comprado su propio piso, tenía un buen coche y un trabajo de técnica de manicura que le encantaba. Atrás quedaron su mascota, su marido y su madre, enferma de cáncer desde 2005 y con seis operaciones a sus espaldas: “Estamos muy unidas. Luchamos tantos años por su vida, y ahora, además de preocuparnos por su salud, tenemos que preocuparnos de si sobrevivirá a la guerra”.
Las trajo a España una caravana de coches de la Asociación de taxistas y bomberos de Vitoria. En Madrid las esperaba la cuñada de una de ellas. “Las primeras noches las vivimos como un sueño del que queríamos despertarnos”, rememora desde el hotel de Parla (Madrid) en el que se alojan ahora, después de pelear para que no separaran a esta familia con cuatro mujeres al frente.
Intentan que su día a día sea lo más normal posible, pero no se despegan de sus teléfonos. Los niños juegan y asisten en línea a las clases que imparten sus colegios en Ucrania, con sesiones telemáticas desde que llegó la pandemia. Ellas pasean, leen las noticias y, sobre todo, intentan no desesperarse. Hace unos días, se enteraron del sexo del bebé que espera una de ellas. Es un niño. “No tendríamos que vivir estas noticias y celebrarlas sin nuestros maridos, pero lo hacemos por alegrar a los pequeños”, comenta. Sofiia revolotea sonriente por la habitación con un llavero en forma de gatito que le recuerda a Khloya, su mascota. El domingo pasado asistieron a la manifestación en apoyo a Ucrania y después se quedaron a ver las procesiones de Semana Santa. Les encantó, pero su cabeza estaba en otro lugar: “En cuanto acabe la guerra, quiero volver a Lozova, aunque la ciudad esté destruida”.