SESIÓN DE CONTROL

Ni Calviño logra resistir al barro del Congreso

La última sesión de control abre más heridas entre el Gobierno y el PP, tras un año que empezó con síntomas de distensión y acaba en bronca desatada

Nadia Calviño, el jueves en el Congreso.Foto: JUAN CARLOS HIDALGO (EFE)

Las tertulias y las redes sociales entran en combustión con el tono de las sesiones de control al Gobierno, pero se fijan menos en lo que sucede después. Ahí, con el hemiciclo del Congreso casi vacío, ya sin las estrellas de la función y la prensa concentrada en los corrillos del patio, puede aparecer la portavoz adjunta de Vox, Macarena Olona, a denunciar que el Gobierno está fabricando pruebas para ilegalizar a su partido -lo desveló en octubre y hasta hoy no hemos vuelto a saber...

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Las tertulias y las redes sociales entran en combustión con el tono de las sesiones de control al Gobierno, pero se fijan menos en lo que sucede después. Ahí, con el hemiciclo del Congreso casi vacío, ya sin las estrellas de la función y la prensa concentrada en los corrillos del patio, puede aparecer la portavoz adjunta de Vox, Macarena Olona, a denunciar que el Gobierno está fabricando pruebas para ilegalizar a su partido -lo desveló en octubre y hasta hoy no hemos vuelto a saber del caso- o a decir que Meritxell Batet “secuestró” la Cámara que preside durante más tiempo que Tejero. Casi cualquier cosa puede esperarse en momentos así, como contemplar, el pasado miércoles, a un general de brigada, ahora sin uniforme y elegido por el pueblo, golpear encolerizado el pupitre encima de su escaño mientras en la tribuna se leían palabras en catalán.

La temperatura no para nunca de subir en el Congreso y hasta quien pasaba por una prudente tecnócrata, la vicepresidenta primera,Nadia Calviño, ha acabado metida en el barro. Ha sido un año de bronca y no podía concluir de otra manera, con el broche de la última sesión de control: Pablo Casado diciendo un taco, exhibiendo esa impresionante thermomix verbal que en la misma frase es capaz de acusar al Gobierno de subir los impuestos y de encubrir abusos sexuales a menores, y los socialistas tan indignados que Calviño explotó contra el líder del PP horas después en un encuentro privado.

Ese mismo miércoles, cuando ni Casado ni Calviño ni la inmensa mayoría de los diputados estaban ya en el hemiciclo, se vivieron escenas aún peores en el debate de una moción de Vox sobre la enseñanza del castellano en Cataluña. Diputados de ese partido se levantaron indignados cuando oradores nacionalistas usaron el catalán o el gallego en parte de sus intervenciones. Mientras Albert Botran, de la CUP, leía en la tribuna un manifiesto en catalán de padres del colegio de Canet de Mar, el general retirado Agustín Rosety, ahora parlamentario de Vox, estalló de indignación, se levantó a gritos, con la mascarilla caída bajo la boca, y comenzó a aporrear el pupitre. Las intervenciones de ese partido, del PP y de Ciudadanos compararon la política lingüística de la Generalitat con los guetos judíos o la propaganda nazi. Jordi Salvador, de ERC, se encaró con los miembros de Ciudadanos y, según éstos, les espetó: “No sois catalanes”. Otra diputada de Esquerra, Montse Bassa, tildó al Supremo de “tribunal facha”. La presidencia se desgañitaba pidiendo orden, y Joan Mena, de En Comú, arrancó así su discurso: “Hoy es una de esas ocasiones en que me da vergüenza pertenecer a esta Cámara”.

Entre aquel día del pasado otoño en que Casado había plantado cara a la moción de censura de Santiago Abascal y este otro día en que dijo “coño” en la Cámara han transcurrido 14 meses. Del ambiente de cierta distensión entre el Gobierno y el PP que pareció abrir el ya lejano gesto del líder popular se ha retornado a un paisaje en llamas. El comienzo del año había sido más sosegado. En febrero, cuando se reanudó la actividad parlamentaria, el Gobierno y el PP alcanzaron un acuerdo para renovar RTVE, acogido por Vox con cánticos de “que se besen”. No era en realidad una tregua, pero la bronca parecía calmarse un poco. Hasta que llegó el arrase de la derecha en las elecciones madrileñas, los indultos a los condenados por el procés y los acuerdos cada vez más abiertos del Gobierno con EH Bildu. Y todo volvió donde solía.

Pocas cosas definen mejor la atmósfera de los últimos meses que la reaparición de ETA en el debate parlamentario, incluido el de los Presupuestos, apoyados por la izquierda abertzale. Es rara la sesión de control en la que Casado no invoque su nombre. En junio, los populares plantaron por primera vez el acto institucional de homenaje a las víctimas del terrorismo. Al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, le han llamado desde “canalla”, “vil” y “miserable” hasta “toga manchada de sangre”... En las réplicas de la izquierda aflora cada poco la palabra “fascista”. En junio, la diputada de ERC Maria Dantas se lo gritó a la cara a Olona frente a su escaño.

La vuelta del verano no pudo ser más borrascosa. En el segundo pleno tras las vacaciones, José María Sánchez, de Vox, llamó “bruja” a la diputada socialista Laura Berja y, arropado por su grupo, desacató la orden de expulsión. Batet intentó un golpe de autoridad y leyó días después una declaración para exigir el fin de ese tipo de comportamientos. Hubo cierta contención general durante un par de semanas y poco más. Y eso que el PP había anunciado que pretendía hacer una oposición más propositiva tras su convención de octubre.

Entre alboroto y alboroto, el Congreso no ha interrumpido su trabajo, a pesar de todo. El año acabará con 25 leyes aprobadas, otras casi 30 propuestas admitidas a trámite y 28 decretos leyes convalidados. Nadie puede negar que la Cámara legisle, su primera función. Solo que grita tanto que ya nadie se fija en otra cosa.

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