Ir al contenido
Blogs / El Viajero
El blog de viajes
Por Paco Nadal

Así es la experiencia de dormir en un monasterio budista japonés en Koyasan

Frente al bullicio de los neones y la masificación de las ciudades, monasterios como el de Sanbo-in ofrecen la posibilidad de vivir una experiencia de paz y armonía rodeados de la más rutilante naturaleza

Cruzar el sanmon —la vetusta puerta de madera de cedro enmarcada por dos faroles de papel— del monasterio Sanbo-in es como cruzar la frontera invisible y siempre anhelada entre la realidad mundana y el estado de ánimo de paz perpetua. El jardín que antecede al edificio es la armonía hecha cuerpo. Arces de hojas rojizas se alternan con otras coníferas de troncos centenarios, un riachuelo rumoroso culebrea entre piedras de granito (de las mismas que está hecho el puentecillo que lo cruza), una capa de musgo parece darle a la escena una pátina de eternidad. Todo ello con el telón de fondo de un denso bosque de sugis, los inmensos y rectilíneos cedros japoneses. Toda una declaración de intenciones de lo que espera dentro.

Sanbo-in es uno de los 120 monasterios que se levantan en Koyasan, la montaña sagrada del budismo shingon japonés. Koyasan está a 85 kilómetros al sur de Osaka, en la península de Kii, y es sagrada desde que en el año 819 el monje Kūkai se estableciera en estos bosques para meditar. Su prédica dio origen a esta escuela de budismo esotérico y tántrico japonés, cuyos rituales son muy complejos y se centran en el uso de mantras, mudras y meditación mediante la visualización de mandalas, para ayudar al practicante a alcanzar la iluminación en esta vida. Unos 56 de estos monasterios tienen hoy shukubos, hospederías monásticas para acoger a viajeros y peregrinos que quieran pasar una o varias noches en el recogimiento y la espiritualidad del budismo japonés. Una experiencia a años luz del bullicio, la masificación turística y los neones de anuncios comerciales que envuelve al visitante en las cercanas grandes urbes japonesas.

Nada más llegar dejas los zapatos en unos estantes preparados a tal efecto y uno de los monjes te atiende en un salón para hacer el registro de entrada. Luego te lleva a tu habitación. Estas son de auténtico estilo japonés, con suelo de tatami, una mesita baja lacada y un par de cojines por todo mobiliario, además de un futón para dormir y una estufa, porque aquí arriba, en otoño e invierno, hace un frío que pela. Los baños son compartidos.

La primera cita es a las seis de la tarde, cuando se sirve la cena, basada en el shōjin ryōri, la cocina vegetariana budista, algo menos frugal que la que toman los monjes, pero elaborada como la suya, con productos de gran calidad y con mucho esmero. Se cena en el suelo de tatami, y si quieres, puedes pedir cerveza e incluso sake.

La sorpresa en mi última estancia fue que apareció el mismísimo abad del monasterio, el maestro Hidaka Zenryu, de 82 años, para darnos la bienvenida. Con sus ropajes acordes al cargo, su calva lampante y sus facciones venerables, se arrodilló con nosotros en el tatami y nos transmitió un mensaje ecologista basado en las enseñanzas de Kūkai y del budismo shingon, tan simple como contundente: todas las vidas son igual de importantes y dignas de conservación y respeto, desde el más pequeño insecto hasta los humanos; y todos los males que nos afligen y nos seguirán afligiendo debido al cambio climático son consecuencia de la destrucción sin piedad que estamos llevando a cabo de esas vidas que creó la naturaleza. Ahí queda eso.

Luego puedes quedarte en alguno de los salones del monasterio, en un rato de intimidad y recogimiento, pasear por el jardín o salir a dar una vuelta por la única calle de Koyasan, que al llegar la noche se vuelve más mágica aún porque ya se han ido los autobuses de turistas que llegan en excursiones de día desde Osaka. Pasear en soledad entre templos y pagodas, linternas de oración y arboledas caducifolias, que ahora en otoño adquieren tonos rojos, ocres y amarillos imposibles, es ya de por sí un bálsamo para cualquier alma estresada. Si quieres, puedes regresar antes de que a las nueve de la noche cierren el onsen del monasterio, para darte ese placer tan japonés del baño de agua muy, muy caliente antes de irte a la cama.

A la seis de la mañana empieza el rezo, al que están invitados todos los hospedados. Los monjes se colocan de rodillas ante el altar en una sala de luz tenue y decoración abigarrada, en la que no cabe una estatua de Buda más, ni una estela funeraria, ni una vela, ni un farol, ni un libro de oraciones, ni un mueble lacado más. Durante una hora entonan letanías y mantras guturales, con el golpeteo acompasado de un cuenco y unos platillos. Es un momento de gran solemnidad; no entiendes nada, pero te sientes envuelto por la paz que transmite la puesta en escena. Fuera va amaneciendo sobre el jardín zen del atrio, y las sombras que cubrían las piedras, los árboles centenarios y el musgo ceden paso a un nuevo día.

A las 7.15 se sirve el desayuno, igual de frugal y vegetariano: tofu, sopa de miso, algas, té y un yogur. Así que el objeto más codiciado es una maquinita de café que tienen en la recepción, en la que por 300 yenes (1,65 euros) te puedes meter en vena la dosis de cafeína a la que el mundanal mundo loco te tiene enganchado. Después te dispones a recoger tu habitación para dejarla libre si solo has contratado un día.

Además de la vida monástica, Koyasan tiene otros atractivos para completar la visita. Uno es el Kongobuji, edificado en el período Edo y el principal templo y sede de la dirección del budismo shingon, que tiene más de 3.000 monasterios en Japón. Otro es la gran pagoda Konpon Daitō, que con sus 49 metros de altura y su llamativo color naranja domina la explanada de los templos. Pero la visita más inexcusable y que además prolonga el estado de beatitud con el que sales después de un día entre los monjes es al cementerio Okunoin, el más grande del país. Con más de 200.000 estelas de granito y linternas funerarias depositadas desde hace siglos entre gigantescos cedros, en un entorno húmedo y misterioso, el cementerio de Koyasan es un lugar mágico. Un sendero de dos kilómetros conduce entre lápidas y árboles centenarios hasta el mausoleo del gran maestro budista Kobo Daishi, también conocido como Kukai, el fundador de la escuela shingon. Si puedes, visítalo al atardecer o en un día brumoso y gris, cuando la luz plomiza magnifica la melancolía y la serenidad que destila este extraño camposanto.

Datos prácticos

  • En coche, Koyasan está a hora y media al sur de Osaka.
  • En tren, hay que ir a la estación Shin-Imamiay de Osaka y tomar la línea privada Nankai Koya, hasta la estación Gokurakubashi. El Limited Express Koya (Súper Express) es el tren directo y rápido (tarda unos 80 minutos). Hay otros regionales más económicos que tardan más tiempo. En la estación de Gokurakubashi se toma el funicular de la compañía Nankai, que sube en cinco minutos a Koyasan Station. No se puede ir desde esa estación superior andando al pueblo, hay que tomar los buses lanzadera que van desde allí al centro de la localidad, donde están los templos y los alojamientos.
  • El Koyasan World Heritage Ticket es un billete combinado que incluye billetes de tren de ida y vuelta desde Osaka Namba hasta Gokurakubashi, billetes de ida y vuelta para el funicular y viajes ilimitados en autobús dentro del área de Koya. Cuesta entre 3.000 y 4.000 yenes (18 a 25 euros).
  • Reserva de plaza en shukubos a través de la web de la Koyasan Shukubos Association. Algunos monasterios tiene su propia web de reservas.

Sobre la firma

Más información

Archivado En