De ‘road trip’ por la Costa de la Calzada

Esta ruta costera por Irlanda del Norte, entre las ciudades de Derry y Belfast, desvela un territorio lleno de leyendas, coquetos pueblos y castillos medievales enmarcados en unos paisajes casi oníricos

La Calzada del Gigante, una de las paradas más turísticas de la ruta conocida como la Costa de la Calzada, en Irlanda del Norte.Francesco Vaninetti Photo (Getty Images)

La carretera va rebotando entre puertos pesqueros, vertiginosos acantilados que cortan las aguas y campos de un verde eléctrico durante más de 200 kilómetros. Es la secuencia repetida en la conocida como la Costa de la Calzada, un viaje a través de una carretera empachada de suaves curvas que, entre el mar y la campiña, se llega a estrechar hasta lo imposible. No es extraño que la imaginación del viajero, cargada de ese universo mitológico irlandés, encuentre aquí una fiel correspondencia: leyendas de grogochs, paisajes casi oníricos y castillos que se suceden con la misma naturalidad con la que esta costa salvaje soporta las embestidas del océano.

El atractivo turístico más universal de esta ruta en Irlanda del Norte que une Derry y Belfast es la Calzada del Gigante, el conjunto de 40.000 columnas de basalto que la Unesco reconoció como patrimonio mundial ya en 1986. En realidad, este capricho geológico y volcánico fue moldeado por el enfriamiento de la lava hace sesenta millones de años en una zona de frecuente actividad volcánica. Al descender junto a la bahía de Portnaboe, donde las primeras piedras negruzcas se alborotan en la orilla, la Calzada del Gigante se extiende en el horizonte como una alfombra de piedras escamadas. La perfecta geometría de estas columnas hexagonales a las que se llega después de una caminata de 20 minutos justifica las leyendas: el gigante irlandés Fionn mac Cumhaill (Finn McCool) luchó contra el enorme escocés Benandonner y construyó un puente de peldaños de piedras hacia Escocia. Pero Benandonner lo destrozó, quedando un sendero desvencijado que se adentra en el mar. El misterio y su aspecto le sirvió al novelista William Makepeace para definirlo, en 1845, como “un retazo de caos”. Además de otras formaciones bautizadas por sus singulares formas como La bota, La silla, La colmena y La abuela, al alzar la vista y fijarla en una colina cercana, se ve El Órgano, una formación empotrada en rocas con columnas de 12 metros de altura. El viento, al penetrar en la cavidad, emite sonidos musicales: todo en esta área fabricada por las manos del tiempo tiene un aroma mitológico.

A Bushmills, el poblado más cercano a la calzada, llegan excursiones de un día desde las principales ciudades de toda la isla, aunque las paradas en puertos pesqueros, en miradores desde los que se captan geniales panorámicas de la costa y en las tabernas locales marcan el ritmo. Atrás dejamos campiñas infinitas, pueblos aislados y playas arenosas antes de adentrarnos en el abrupto litoral que soporta el castillo de Dunluce, la primera visita de este viaje a paso lento por el norte del país. Levantado a principios del siglo XVI por el clan McQuillan y arrebatado medio siglo después por los McDonnell, de origen escocés, sus muros parecen brotar de los acantilados del condado de Antrim, uno de los seis que conforman Irlanda del Norte. Sus paredes expuestas a la intemperie durante siglos también guardan los secretos de la rivalidad familiar.

Visitantes recorren el castillo de Dunluce, en el condado de Antrim.Alamy / Cordon Press

Derry, punto de partida

Derry, también llamada Londonderry, fue símbolo del terror y resistencia durante tres décadas de un conflicto a veces disfrazado bajo la denominación de The Troubles (Los problemas). Pero el proceso de paz devolvió el orgullo a una ciudad cuyas raíces se reflejan en sus calles empedradas. La imponente muralla que culebrea por el casco histórico durante más de un kilómetro y medio, atravesada por cuatro puertas originales (y tres más recientes), es su máximo exponente. El muro protegió a los colonos protestantes que se instalaron a finales del siglo XVI y levantaron unas paredes que alcanzan ocho metros de grosor. Un siglo después, los descendientes de aquellos ingleses soportaron los embates de las tropas católicas leales Jacobo II, que había sido derrocado en 1688.

El museo The Siege está dedicado al asedio y recuerda la eterna división entre dos religiones que determinan un carácter que define las catedrales de San Eugenio y San Columba o la intrahistoria del barrio Bogside, que resistió el avance del ejército británico. Los murales de la paz de Bogside o el Museum of Free Derry se sumergen en su heroico pasado. A ese artefacto de la memoria se une el recién abierto Derry Peacemakers Museum, centrado en los siguientes años a Free Derry (1969-1972). Pero la biografía reciente de esta bonita urbe cortada por el río Foyle y su moderno Puente de la Paz, que conduce a la vanguardista área de Ebrington, se remonta muy atrás. Y ese germen que en Derry se concentra en piedras y templos se desparrama por los viejos territorios del Ulster.

Uno de los murales que decoran las calles de Derry.Chris J. Ratcliffe (Bloomberg)

Al llegar a Limavady, las señales de Causeway Coastal Route apuntan al norte. La carretera, entonces, sube por el mapa para iniciar una travesía entre pueblos agrícolas, rebaños de ovejas, miradores y casitas dispersas rodeadas de inmensidad. Las dunas encajonan la carretera mientras se va dejando atrás Bellarena, Magilligan y la playa de Downhill hasta alcanzar, tras las visitas de Dunluce y la Calzada del Gigante, a Ballintoy. Arriba, el pueblo apenas se arracima en una carretera en la que los viajeros se detienen en The Village, uno de esos lugares que encarnan el estereotipo de taberna clásica. Pero muy cerca de Ballintoy, descendiendo por una estrecha carretera entre casas de veraneo, se llega a un pequeño café y puerto del mismo nombre, refugiado tras esos parajes de ensueño que ya nos habían transportado aquí antes de llegar.

El puerto de la localidad norirlandesa de Ballintoy.benedek (Getty Images)

En el puerto de pescadores de este “pueblo del norte”, como se traduce en gaélico, se grabaron escenas de Juego de tronos, serie que ha dejado un reguero de escenarios en todo el condado. Varios árboles centenarios que forman el túnel de The Dark Hedges, conocido en la exitosa ficción como Camino Real, fueron derribados por una tormenta en 2016. La madera de dos de esas hayas fue empleada para tallar 10 puertas en las que se condensa la trama de varios capítulos de la sexta temporada. En el interior del castillo de Ballygally, una antigua torre del siglo XVII reconvertida en hotel en este bonito enclave costero, se encuentra la novena de las puertas. Todas ellas están cerca de lugares de rodaje y, a lo largo de la Ruta de la Calzada, hay seis de esas puertas, desde la que está en el pub Mary McBride’s, en Cushendun, a las que descansan en Ballintoy o Limavady.

En las cercanías de Ballintoy también espera el puente Carrick-a-rede, una pasarela de cuerda antiguamente empleada por pescadores de salmón en cada temporada de pesca y que ahora cruzan los viajeros haciendo equilibrios. Bajo los pies, la espuma blanca del oleaje emborrona los afilados acantilados. Muy cerca, la apacible Ballycastle se despliega como centro de actividades acuáticas, además de servir como puerto para tomar el ferri hasta el santuario de aves de la isla de Rathlin o para sumergirse en los atractivos gastronómicos de cualquiera de sus restaurantes, como el Morton’s Fish o el The Diamond Bar. El paseo marítimo de la ciudad, los edificios centenarios, el museo que hurga en la prehistoria del territorio y las cálidas tabernas con música en directo junto al puerto recrean, de nuevo, la atmósfera que acompaña toda esta travesía.

El puente Carrick-a-rede, una pasarela de cuerda antiguamente empleada por pescadores.Joana Kruse (Alamy / Cordon Press)

Mezcla de historia y naturaleza

Tras pasar la noche en el Salthouse Hotel de Ballycastle, un alojamiento encaramado sobre una colina en la que se conjugan el silencio y los atardeceres incendiarios, afrontamos el último centenar de kilómetros. Primero es el turno de Cushendun, un conjunto de casas de cuento. La carretera se interna en esta pequeña aldea remodelada por un arquitecto galés en el siglo XIX, con viviendas abuhardilladas y paredes de cal, antes de cruzar el puente sobre el río Glendun y seguir hacia Carnlough, otro de esos pequeños pueblos provistos de puerto pesquero en una bahía natural, casas azuladas y tabernas de madera y moqueta.

Vista del pintoresco pueblo de Cushendun, en Irlanda del Norte.Chiara Salvadori (Getty Images)

Entre los Glens de Antrim, esta sucesión de montañas, acantilados escarpados, bosques y bahías idílicas entre Ballycastle y Larne, es Glenariff —conocida como “la reina de los Glens”— la más popular. Aquí se encuentra el Glenariff Forest Park, una aleación de senderos y cascadas en los que relejarse, como si la rudeza del pasado y el clima se tomara una tregua en los meses más amables. En estas costas aún se recuerda el naufragio de la Girona en 1588 frente a la Calzada del Gigante. El barco, perteneciente a la Armada Invencible española, estaba colmado de cañones, monedas de oro y joyas que llevaban los más de mil ocupantes que se ahogaron. Muchos de esos tesoros, encontrados siglos después, se muestran en el Museo del Ulster, en Belfast, aunque los propietarios del castillo de Glenarm aseguran que el cofre que la familia posee desde hace tres siglos perteneció a la Girona.

El castillo de Glenarm sigue siendo propiedad de los McDonnell, la misma familia que arrebató Dunluce al clan rival. El decimoquinto conde de Antrim habita el fortín, construido en 1636, aunque en ciertos períodos de su ausencia se organizan visitas guiadas al interior. Los ciclistas locales se detienen en el salón de té abierto al público y los visitantes acceden a los exuberantes jardines amurallados que alguna vez proveyeron de comida a los habitantes del castillo. Los setos recortados, el huerto, los árboles frutales, las fuentes de agua murmullando, los invernaderos y el césped aseado reciben a quienes se adentran en un vergel que también acoge festivales de artesanos, de música o de flores, aunque esa combinación de naturaleza y esparcimiento, en realidad, se prodiga en toda la costa. Eso fue lo que pensó el ingeniero Berkeley Deane Wise en 1902, cuando quiso dar a conocer este abrupto fragmento marítimo. Los Gobbins son hoy un sendero, remodelado tras su abandono a mitad de siglo, en el que se suceden puentes de acero con formas vanguardistas que da acceso a grutas y cuevas escondidas. La obra de ingeniería, así, está encajada en un área de imposible acceso que aquel ingeniero ferroviario imaginó para acercar estas costas indómitas a los turistas hace más de un siglo junto a Belfast, destino final de este viaje.

Uno de los puentes en la ruta de los acantilados de los Gobbins, una obra diseñada por el ingeniero ferroviario Berkeley Deane Wise en 1902.Alamy Stock Photo

La capital del país fue potencia tabacalera, de productos textiles (y eso le valió el sobrenombre de Linópolis) o de fabricación de barcos, una tradición aún palpable en los astilleros Harland&Wolff que se asoman junto al museo del Titanic, el más emblemático de los cruceros construidos por la empresa. Pero al igual que Derry, el conflicto hundió a Belfast en una apatía que ha ido superando en los últimos años mientras los estudiantes vuelven a colonizar el centro, que se vació por la formación del “anillo de hierro”. Los cinco kilómetros de muralla que dividió las áreas católicas y protestantes, sin embargo, siguen en pie, aunque ya adornadaos con murales de la paz. La vida nocturna del barrio de La Catedral, los pubs menos turísticos en los que disfrutar del folk irlandés, como el Maddens, o el vibrante mercado de St. George, cuyo estilo victoriano acoge puestos de artesanos y comida, han devuelto el pulso a un lugar que la reina Victoria otorgó estatus de ciudad en su fugaz visita de 1888.

Belfast, de hecho, es un homenaje (estatuas, calles, plazas, pubs) a ese espíritu monárquico que acaba derramándose en gran parte del reino. Y Belfast, claro, tiene su Barrio de la Reina. Es aquí donde se encuentran el Jardín Botánico y el campus de la Universidad de Queen, un oasis de naturaleza en el corazón mismo de la ciudad, como si el verde de los paisajes que nos ha acompañado a lo largo de toda la Costa de la Calzada se resistiera a desaparecer. Esa exuberancia, al fin y al cabo, es la eterna promesa de la isla de Irlanda.

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