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De Sukhothai a Nan, por la cuna del ‘thainess’ y el arte de vivir tailandés

Un viaje para saborear lento que revela la cultura, el carácter y las costumbres de Tailandia entre templos, los imprescindibles ‘seven eleven’ o su imbatible gastronomía

En la reciente (y lacrimógena) película tailandesa Cómo hacerse millonario antes de que muera la abuela (2024) lo ancestral convive con lo urbano a través de la historia de un nieto que lo deja todo para cuidar a su abuela enferma pensando en su herencia, mientras se van revelando cultura, carácter y costumbres de Tailandia, tales como una actitud positiva ante la vida, un profundo respeto por las tradiciones y la jerarquía y un sentido de la hospitalidad tan coreográfico que, irremediablemente, atrapa a cualquiera. Es una buena toma de contacto con un país en el que el 95% de la población es budista (el budismo se considera una filosofía y una religión) y en el que se cuentan más de 41.000 templos para venerar al profeta. Un país que recibe más de 35 millones de viajeros al año (es el décimo más turístico del mundo) y que encandila más allá de la vibrante energía de Bangkok (capital burbujeante con sus infinitas tentaciones gastronómicas para todos los bolsillos), de las playas paradisíacas que circulan por Instagram, del buen gusto de pujantes firmas de diseño y arquitectura como Boon Design (su hotel Raya Heritage de las afueras de Chiang Mai roza la perfección), de la arquitectura de influencia sinoportuguesa (no hay un casco viejo mejor conservado que el de Lampang) e incluso de los hoteles dignos de la famosa serie The White Lotus. También hay una Tailandia profunda y tradicional que nos permite entender la esencia de un país y de su thainess, término que define la estética y la espiritualidad de la identidad, una suma de gestos que van de la reverencia con la que se ofrece una flor de loto a la sonrisa que no quiere convencer de nada sino armonizar el momento.

La historia de Tailandia está marcada por el surgimiento de grandes ciudades que sirvieron como centros políticos, culturales y religiosos en distintas épocas. Sukhothai, fundada en 1238, fue la primera capital del reino de Siam y es donde aterrizamos desde la capital. Las otras capitales históricas fueron Ayutthaya (una maravilla, visita obligada si se está en Bangkok), Thonburi y la propia Bangkok. Cada una representa una etapa fundamental en la evolución del país y de su identidad nacional.

En la medida de lo posible, se recomienda realizar la visita de Sukhothai al atardecer, cuando el sol se desangra y los tonos naranjas son absorbidos por las ruinas de templos y palacios del parque histórico y por la serenidad de los Budas y los chedis (estupas) desgastados por los siglos en un ambiente de estoicismo que remite a otro tiempo. Por algo Sukhothai significa “amanecer de la felicidad”, y por algo se la considera el origen de la nación tailandesa. Aquí se desarrolló el alfabeto tailandés. Fue también un importante centro del budismo Theravāda, que aún hoy es la forma predominante en el país. Además, como el reino de Sukothai estuvo envuelto en varios conflictos y tuvo que fomentar la lucha cuerpo a cuerpo se le considera la cuna del Muay Thai (el boxeo tailandés, un símbolo nacional).

Este esencial parque histórico fue declarado patrimonio mundial de la Unesco en 1991 y el paseo entre estanques de lotos y vestigios de templos es altamente revelador. Una línea horizontal de monumentos sagrados y Budas como una afirmación de delicada esperanza, fuerza irresistible de la expansión de una forma de vida. Aunque las imágenes de Buda se iluminen todas las noches, si hay un día especial para visitarlo es la fiesta del Día del Dharma (también conocido como Asalha Puja), que conmemora el primer discurso del Buda, cuando compartió las Cuatro Nobles Verdades. Se celebra en el plenilunio del mes lunar Āsādha, es decir, en una luna llena de julio. Ese día, en un parque abarrotado, monjes y devotos participan en ceremonias tradicionales con ofrendas y velas encendidas que incendian las creencias durante tres vueltas al templo Wat Mahathat a través de un silencio a punto de cristalizar, roto tan solo por la voz del monje que emite a su ritmo la oración. Y vale también la pena marcar en el calendario el festival Loy Krathong, celebración de varios días en los que el parque se llena de desfiles y músicas tradicionales ante la liberación de los krathongs (balsas decoradas) en los lagos y ríos mientras todo se ilumina con velas, antorchas y espectáculos de luces y sonido.

Wat Mahathat fue construido entre los siglos XIII y XIV. Se reconoce por su estupa central con forma de capullo de loto rodeada por otras ocho auxiliares. Destacan dos estatuas de Budas de 10 metros de altura llamadas “Phra Attharot”. Al lado se extiende Noen Prasat, la plataforma donde se cree que estuvo el palacio real. En el centro del recinto arqueológico, una escultura moderna dedicada al rey Ramkhamhaeng, creador del alfabeto tailandés, precede al Museo Nacional, visita imprescindible para entender la historia del antiguo reino de Sukhothai y descubrir esculturas budistas y deidades hindúes, relieves en estuco y cerámicas de la vida cotidiana. En cualquier caso, hay que acercarse a Wat Si Chum, uno de los iconos del parque: una sala que custodia una imagen de Buda sentado (“Phra Achana”) de ¡15 metros de altura y 11 metros de ancho! Sí, claro, es el Gran Buda. Antes de entrar, su mirada queda enmarcada por un estrecho ventanal casi piramidal, generando una atmósfera mística y misteriosa. Una vez dentro, se suceden las reverencias de los visitantes que posan su fervor en su enorme mano derecha. Vayas donde vayas, sus ojos te buscan.

Aún no lo hemos dicho y quizás deberíamos de haber empezado por ahí: el parque histórico de Sukhothai tiene una extensión de 45 kilómetros cuadrados, incluyendo las ruinas de la antigua ciudad amurallada y los alrededores y, por tanto, se alquilan bicicletas y abundan desplazamientos en tuktuks.

Para restaurarse y pernoctar, la mejor opción es Sriwilai Sukhothai, un hotel erigido sobre terreno virgen con vistas a los interminables arrozales que definen el paisaje natural de la campiña tailandesa. Gran ejemplo de la llamada arquitectura Lanna, propia del norte de Tailandia, basada en el uso de materiales naturales como madera y bambú, en la integración con el entorno natural mediante amplios ventanales y en una fuerte conexión con las creencias socioculturales locales. La idea era recrear la prosperidad, la serenidad y el romanticismo que caracterizaron la era Sukhothai-Lanna. Y a decir verdad, la serenidad que transmite el estanque de flores de loto es proporcional al thainess del restaurante y de una decoración basada en textiles, cerámicas e ingredientes locales.

Una de las cosas más interesantes de viajar por carretera en Tailandia son las paradas en áreas de servicio con sus clásicos seven eleven. Los hay por todas partes. En algunas localidades se han dado casos de hallar uno al frente de otro en la misma calle. Sea donde sea, es preciso entrar y hacer acopio de productos thai de primera necesidad. El red bull original (sin gas, el auténtico Krating Daeng, “toro rojo”, el que hizo de oro al creador de su fórmula original Chaleo Yoovidhya, el tailandés que empezó vendiendo antibióticos en los años cincuenta) o cualquiera de sus imitaciones, igualmente eficaces. Por supuesto, no puede faltar el avainillado ron tailandés SangSom (este producto básico solo se vende en centros urbanos, no en carreteras): es una medicina fundamental, una obra de arte en cuya caja, sorprendentemente, aún brillan las medallas que lo condecoraron como el mejor ron del mundo en Madrid (en 1982 y 1983) y en Barcelona (en 2006). Imprescindible el bálsamo de Tigre y, ya que estamos, que no falten las Namwa Banana Crispy Roll y todo tipo de crujientes snacks con sabor a calamar (atención a Bento) o a pulpo, muy picantes, picantes o poco picantes… En fin, parar en un seven eleven es siempre una buena idea y su aportación a la difusión del imaginario popular merecería un artículo.

La vista de los grandes arrozales rescata la hospitalidad necesaria para entender que el lujo está en el detalle y en el equilibrio. Para el budismo, la mente es sagrada y no debe degradarse. Estas panorámicas ayudan a mantenerla en modo zen. La cultura y espiritualidad tailandesa transforman la perspectiva del mundo. Uno se acostumbra a la despreocupación material como estilo de vida. Soltar miedos como camino al equilibrio mental. Tailandia te envuelve hasta sentir el viaje como un elogio de la intensidad, una celebración de lo efímero porque, a fin de cuentas, es lo efímero lo que más le importa luego a la memoria.

Pasamos por Uttaradit, llanuras centrales bien surtidas de arroz, hasta hacer un alto en el camino en el centro educativo Krittanan, en la llamada Baandin Nalaem House (Casa de Barro) de Baan Nalaem, provincia de Phrae. Aquí se producen sombreros kublon, artesanía local, herencia de la sabiduría ancestral de muchas generaciones. La vestimenta tradicional de los agricultores que los elaboran, en puro azul índigo, es digna de llevársela puesta. La comida es orgánica y delicada: qué delicia el arroz jazmín azul, que obtiene su color de las flores de guisante de mariposa (Dok Aunchun). También hay sopa de trece especias, pollo al horno, cerdo picado con verduras, ensalada de fideos verdes y, por supuesto, de postre el omnipresente Mango Sticky Rice, otra bandera del país, acompañado de aguardiente (cómo no) de arroz glutinoso.

Antes de llegar a Nan hay que sacar tiempo para visitar el famoso Phae Mueang Phi, en Sao Din. Hablamos de una curiosidad geológica fruto de dos millones de años de erosión, los que dieron lugar a intrigantes formaciones rocosas esculpidas en arenisca roja relativamente blanda y altamente fotogénicas.

La llegada a Nan no está exenta de la satisfacción que provoca hallar un lugar en el que el turista es la atracción. Nan es la cuna de la cultura lanna en su forma más pura. Aquí sí que podemos usar el concepto auténtico. Se conserva el espíritu del antiguo reino Lanna en templos, paisajes montañosos y comunidades étnicas. Prueba de la candidez del lugar respecto al viajero es que el hotel Nan Seasons Boutique, un sitio de donde lo normal es que uno tenga que salir arrastrado a la fuerza, cuenta con apenas nueve habitaciones (bungalows de teca que aúnan diseño tradicional tailandés Lanna y funcionalidad) y un rango de precios que van desde los 33 a los 70 dólares por noche. Un remanso de exuberante naturaleza, cuidados jardines y un impresionante balcón a las montañas y a los arrozales.

Es una lástima que haya tantas cosas por descubrir en Nan. Para empezar, nada como el templo budista Wat Pha Tad Chae Haeng, requerido por su impresionante chedi de estilo Lanna. Se considera un lugar sagrado y un importante sitio de peregrinación, especialmente para aquellos nacidos en el año del Conejo. En la estupa de 55,5 metros de altura se guardan las cenizas de los difuntos. Como corresponde a la arquitectura del norte, aquí el estilo es más dorado y recargado. La gente viene a hacer sus dádivas en un ambiente relajado, nada bullicioso, amenizado por las campanas doradas que se cuelgan como ofrendas y que los niños acarician para disfrutar del sonido que ahuyenta los malos augurios. En Nan no hay nada de cara a la galería. No hay lugares para el turista y lugares para los locales. Hay una cultura del bienestar propia y comunitaria. No se venden imanes para la neveras, no se venden postales obscenas con frases hechas.

En el templo de oro, Wat Sri Panton, vemos una escena repetida: un monje bendice a una joven viajera con agua y le coloca en la muñeca una pulsera de hilo blanca a cambio de 20 bats (unos 50 céntimos). En las paredes hay murales en los que el Ramakien (versión tailandesa del Ramayana), una epopeya nacional adaptada y enriquecida con elementos culturales propios, remite a ritos budistas y a tiempos idílicos y recuerda que donde hay arroz hay prosperidad. Es un templo de restauración reciente, uno de los 40 lugares más sagrados de culto en Nan.

Más determinante es Wat Ming Muang, considerado “el pilar de la ciudad”. Se halla en el centro y representa el espíritu protector, está restaurado en estuco blanco finamente tallado. Su interior austero (con impresionantes frescos de la vida de Buda) contrasta o, mejor dicho, equilibra espiritualmente la excesiva ornamentación del exterior, donde sorprende ver un Buda sobre un elefante blanco, albino, que son los elefantes de los reyes. En el centro histórico, por Suriyaphong Road Nai Wiang, abundan tiendas de plata como Sala Silver. Al parecer, la de Nan es la plata más pura del mundo, de 92,5. Hay un mercadillo popular ideal para comprar ropa y puestos de lotería, algo que apasiona a los nativos. En Khao Soi Ton Nam hacen un Khao soi de antología. El Khao soi es un plato de Chiang Mai (capital del norte) popular y absolutamente irresistible, uno de los más ricos de la fascinante gastronomía tailandesa y una muestra inequívoca de sus posibilidades. Consiste en unos fideos de pasta de arroz del tipo noodles, con una especie de sopa a base de curri y leche de coco, con muslo de pollo o trozos de lomo de cerdo o ternera.

Si queremos auténticos noodles y gastronomía del norte, en frente, el restaurante Huen Horm está a la altura de lo deseado. Además de los fideos, se puede pedir Sai Oua, una salchicha de cerdo muy especiada y aromática con arroz y verduras. O si no Nam Prik ong, una salsa de chile que pica pero no insulta a base de carne de cerdo picada, tomate y pasta de chile. Si ese no le convence puede decantarse por Nam Prik Num, salsa de chile verde asado servida con verduras, cerdo frito y, por supuesto, sticky rice. Si no puede vivir sin sopa, elija esta: Khanom Jeen Nam Ngiao, con noodles de arroz y carne de cerdo. ¿Y no hay curri? Gaeng Hang Lay es un curri de cerdo con especias aromáticas y tamarindo. ¿Que quiere verde? Pues aquí la ensalada es de fideos de cristal con carne, hierbas y especias, se llama Laab Wun Sen y nunca falla, como las alitas de pollo, la tortilla thai y las ricas pamplinas… La gastronomía tailandesa es imbatible y cuesta mucho repetir platos, así que sin miedo.

Tras la comida no está de más la subida al monasterio Wat Phra That Khao Noi, el mirador de la ciudad de Nan, situado sobre una colina ante la que lo primero que se ve es una estatua de Buda dorado de nueve metros que observa el valle mejor que usted. El chedi fue construido durante el reinado de Chao Pi Khaeng en 1487. El interior contiene las reliquias del cabello del Señor Buda.

En mismo hotel Nan Seasons organiza una actividad francamente divertida: un recorrido en tranvía por la ciudad y con guías locales. Una de las paradas es en el templo Wat Phumin, famoso por sus murales del siglo XIX con escenas de la vida cotidiana, mitología budista y figuras históricas. Una de ellas representa la imagen que se ve por todas partes en Nan, la de “los amantes susurrantes”, un símbolo de amor eterno para muchos visitantes que, no en vano, vienen de propio a pedir uno a medida. Es una pintura de influencia birmana en la que al hombre le delata su tatuaje, que nos dice que es guerrero, y en la que la mujer escucha como si recibiera una promesa que no va a arrugarse con ninguna tormenta. Este templo, protegido desde la entrada por las serpientes con cuerpo de dragón de las escaleras, rescata muchas supersticiones y está muy arraigado al día a día de Nan. Junto a él, de viernes a domingo, desde las 16.00, se prolonga el mercado Kuang Mueang Nan Walking Street, punto de encuentro de todo tipo de gente y de edades en el que se mezcla la venta de artesanías y ropa con la comida callejera más auténtica. Es una calle peatonal de aproximadamente 500 metros de largo. Conforme avanzan las horas, el ambiente se va macerando. El humo de las brochetas se acopla al buen rollo que genera la cerveza Shinga. Ver los puestos de comida es un festival cromático y olfativo.

Qué agradable resulta encontrar lugares como Nan, donde lo popular se funde con la tradición de manera tan natural. Es común que las familias y los grupos de amigos se sienten a cenar en la explanada que sigue a la entrada del templo, literalmente forrada de tatamis habilitados para tal efecto. La comida compartida evidencia el lujo de comer en el suelo, al aire libre, al amparo del crepúsculo. La hospitalidad, la sonrisa, el saber hacer. Esto es el thainess. La playa es un regalo de la naturaleza, pero el thainess lo tienes o no lo tienes. Tailandia es un centro telúrico en el que los neuroconductores funcionan mejor. La esencia de un país condensada en unas alfombras sobre las que se difuminan las jerarquías y el compañerismo espontáneo da sentido al viaje. Todos unidos por la aspiración de prolongar el día en buena compañía sin dejar que la realidad pueda dividir otra cosa que no sean los platos. En lugares como Nan uno entiende que Tailandia haya podido vivir sin él, pero también que él ya no podrá vivir sin Tailandia.

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