En ruta por Las Landas: observación de aves, ostras y búnkeres en la playa
Un viaje fuera de temporada por el interior y la costa, perfecta para el surf. En este departamento del sur de Francia se revelan dos mundos tan distintos como atractivos
La carretera parte en dos el inmenso océano de pinos marítimos, por lo que la fantasía apenas tiene cabida desde la autopista que une Irún y Burdeos. Cuesta imaginar que, más allá del millón de hectáreas de este monocultivo, se despliega una impresionante mezcla de cultura y naturaleza. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que uno comprueba al profundizar en un viaje que comienza en el interior del departamento francés de Las Landas y se disuelve en las olas del Atlántico. Solo una hora de...
La carretera parte en dos el inmenso océano de pinos marítimos, por lo que la fantasía apenas tiene cabida desde la autopista que une Irún y Burdeos. Cuesta imaginar que, más allá del millón de hectáreas de este monocultivo, se despliega una impresionante mezcla de cultura y naturaleza. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que uno comprueba al profundizar en un viaje que comienza en el interior del departamento francés de Las Landas y se disuelve en las olas del Atlántico. Solo una hora después de cruzar la frontera francesa, tomamos el desvío hacia Sabres, uno de los accesos más populares al parque natural regional de Las Landas de Gascuña, creado en 1970 para preservar las 360.000 hectáreas —la mayoría, claro, cubiertas de pinos— derramadas por 53 pueblos.
La Gran Landa siempre fue una región pantanosa e insalubre, salpicada de bosques autóctonos y algún pino; un panorama que un poeta francés describió en 1840 como “el verdadero Sahara francés, en polvo con arena blanca, / césped seco emergente y charcos de agua verde”. Por entonces ya se había empezado a intervenir el entorno, pero fue Napoleón III quien, dos décadas después, comenzó a transformar el paisaje con una ley que obligó drenar tierras cenagosas y llenó la zona de plantaciones de pinos que hicieron de la industria maderera su punta de lanza.
En este parque natural se encuentra el Écomusee de Marquèze, al que se llega tras un breve recorrido en vagones tirados por una locomotora a vapor. En sus 25 hectáreas se ven ahora construcciones de madera, adobe y cal, la mayoría de ellas traídas de otras aldeas. Pero esta sociedad de pastores y agricultores, que pervivió hasta mediados del siglo XX, se sigue recordando en el museo viviente. El molino triturando grano, el horno de leña con pan, las tejedoras, los cerdos y ovejas, las mujeres elaborando sombreros de paja, las huertas o los pastores en zancas sobre los humedales, todo ello son escenas que recrean las costumbres del “airial”, como se conoce a este ecosistema de campos de centeno, robles centenarios y pinos a orillas del Leyre. El río, de hecho, es la columna vertebral del parque y sus 90 kilómetros sepultados por túneles de vegetación se pueden navegar durante cinco días en kayak hasta su desembocadura en la bahía de Arcachón.
Esta excursión, sin embargo, apenas supone una pequeña muestra de las actividades al aire libre del parque, donde medio centenar de alojamientos, productores y empresas ecoturísticas han conformado el Círculo de los Imaginaterres. Es su manera de amoldarse a los nuevos aires del turismo.
Un refugio para las aves
A pesar del drenaje que desecó gran parte de Las Landas, la región es un enorme santuario para las aves. El turismo ornitológico se esparce en un sinfín de marismas y reservas gracias a su estratégica ubicación entre el mar y las rutas de migración. Ese equilibrio de exuberancia natural y vida salvaje, además, ha permitido extender las visitas a Las Landas durante todo el año: en la reserva natural de Arjuzanx, muy cerca de Morcenx, hibernan 20.000 grullas en invierno, además de las 150 especies de aves que la habitan. El paraje es un mapamundi de lagos que brotaron tras el fin de la industria minera cuya historia se introduce en un pequeño museo. Después de tres décadas de extracción de lignito —un carbón mineral que se quemaba para producir electricidad—, los socavones se rehabilitaron hasta obtener su actual aspecto: inmensos lagos de aguas cristalinas rodeados de senderos para recorrer a pie, bicicleta o caballo. En el lago Arjuzanx, el más grande de los siete, se concentran la playa y los deportes acuáticos, aunque estas 2.600 hectáreas también están compuestas de lagunas, observatorios de aves de libre acceso, un jardín con variedades de plantas de hace 11 millones de años y praderas pintadas de brezo morado. El resto del territorio se puede recorrer por caminos mineros mediante visitas guiadas, como la que lleva a la torre de observación. A 15 metros de altura, la panorámica de los lagos 4 Cantons y d’Armayans, con los patos alzando el vuelo, estremece los sentidos.
Desde Arjuzanx hasta la costa hay 40 kilómetros en línea recta que las carreteras secundarias multiplican a través de bonitos pueblos hasta incorporarse a la D652. Después, se suceden palacios, aserraderos, castillos, más pinares, algún autoestopista y casonas de propietarios de plantaciones, algunas reconvertidas en hospedajes. La moderna y acogedora villa Domaine de Baruteau o el Manoir de Tiraveste, en Lesperon, son dos opciones para alojarse de camino a la costa. Ambos recrean, a su manera, antiguos ambientes, concentrando en sus estancias ese misterioso encanto que el horizonte sugiere, como si el tiempo y el paisaje se hubieran congelado.
Esa monotonía de plantaciones se rompe al descender por La Ruta de los Lagos rumbo al sur y atravesar una bonita sucesión de estanques y marismas. La reserva natural de Courant d’Huchet, la de Marais d’Orx o la del Étang Noir, a las afueras de la localidad de Seignosse, enriquecen un universo ornitológico que atrae a turistas cargados de prismáticos y paciencia para avistar garzas, milanos, halcones, grullas o cigüeñas, entre centenares de especies más. En los humedales de Les Barthes, en Hossegor, también abundan las aves, pero el recorrido junto a Marion Anquez tiene otros propósitos. Esta joven ha creado La Bot’a Marion para mostrar, durante salidas a la naturaleza, hierbas salvajes como llantén, hibisco, vainilla, malvavisco o lúpulo que recolecta para restaurantes cercanos. El área costera, aunque ubicada en la misma región, parece sacada de otro planeta.
Paraíso del surf… y mucho más
Una hilera de dunas de más de 200 kilómetros cubre el litoral de Las Landas. El viento es agresivo y la vida no siempre fue sosegada a orillas de un mar convertido en meca mundial del surf. En el mes de octubre, con las aguas aún templadas, se suelen celebrar campeonatos internacionales en las playas de La Gravière, La Nord o Les Estagnots, ubicadas en una tríada de poblaciones (Seignosse-Capbreton-Hossegor) encadenadas entre sí.
Hossegor es la más exclusiva. El ajetreo en su plaza Central y el frente marítimo se empieza a despedir del verano con el festival de salsa durante los primeros días de septiembre. Las visitas, entonces, se refugian en el centro de la ciudad, que este año celebra el centenario de su nacimiento. El pueblo comenzó acogiendo a artistas hechizados por playas vírgenes desde las que, en días despejados, se ven los Pirineos, y esa es la causa por la que las bonitas villas de estilo vasco-landés, con sus vigas coloridas y sus jardines, rodean el lago marítimo cuyas playas quedan al descubierto durante las mareas bajas. Una senda de siete kilómetros bordea la laguna entre las casas construidas durante los años veinte y treinta bajo el influjo del arquitecto Henri Godbarge, y envueltas en un bosque de alcornoques y madroños. Los atardeceres a la orilla del lago, donde los restaurantes ofrecen ostras de estas aguas, son espectaculares.
Hossegor es hoy una pequeña ciudad de moda repleta de edificios bajos, galerías de arte, tiendas boutique y mercadillos que comparte bondades con los pueblos vecinos. Un canal surcado por embarcaciones de recreo y barcos pesqueros que venden las capturas en el demandado mercado local lo separa de Capbreton, el único puerto de Las Landas. Sus playas son más tranquilas que las de Seignosse y Hossegor, y entre sus calles volcadas al océano aún se ven edificaciones medievales, amplificando así la voz de un puerto que ya comerciaba con corcho, resina y vino hace 600 años. Las cinco hectáreas de la bodega Domaine de la Pointe, de hecho, demuestran la exitosa adaptación de los habitantes al entorno. Como los antiguos campesinos del interior, la bodega cultiva centeno durante tres años para enriquecer la arena, consolidando un suelo estéril cuyas viñas acaban produciendo el llamado “vino de la arena”. Porque más que espantar, las duras condiciones de Las Landas, domesticadas por sus habitantes durante siglos, no han hecho más que atraer a adeptos. Poco hace sospechar que entre campings a los pies de playas salvajes —la de Casernes es la más solitaria—, ejércitos de bicicletas, chiringuitos a precios amigables, acogedores hoteles boutique —imperdible el 70 Hectares... & l’Océan— o búnkeres de la II Guerra Mundial en la orilla del mar, la dureza de los viejos tiempos solo reverbere en el olvido.
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