Dos noches en Islas Marías, el Alcatraz de México que ha reabierto sus puertas como atracción turística
Encuadrado en un área natural protegida del Estado de Nayarit, esta antigua cárcel combina el turismo sostenible con la investigación y los estudios medioambientales. Un lugar donde aprender de su historia y de un ecosistema único con especies de fauna endémicas
Observando el ferri atracado en el muelle de San Blas, en el Estado mexicano de Nayarit, la canción del grupo Maná resuena en mi cabeza: “Él partió en un barco en el muelle de San Blas, él juró que volvería…”. Bien podría ser la crónica de aquellas despedidas en las que los presos, a bordo de barcos militares, partían rumbo a la prisión de Islas Marías. Hombres condenados que calculaban su estancia en la isla en años, tachando rayas en la pared, descontando los dí...
Observando el ferri atracado en el muelle de San Blas, en el Estado mexicano de Nayarit, la canción del grupo Maná resuena en mi cabeza: “Él partió en un barco en el muelle de San Blas, él juró que volvería…”. Bien podría ser la crónica de aquellas despedidas en las que los presos, a bordo de barcos militares, partían rumbo a la prisión de Islas Marías. Hombres condenados que calculaban su estancia en la isla en años, tachando rayas en la pared, descontando los días. A diferencia de ellos, los que hoy tomamos ese barco rumbo a la antigua isla prisión sabemos que, en dos días, estaremos de vuelta.
El nuevo proyecto de Islas Marías, encuadrado en el área natural protegida con carácter de reserva de la biosfera Islas Marías, combina el turismo sostenible con la investigación y los estudios medioambientales en la isla. Inaugurado hace apenas unos meses, es el resultado de una carrera contrarreloj cuando, en 2019, la cárcel finalmente cerró sus puertas —lo que, paradójicamente, en un penal significa abrirlas— trasladando a todos los presos a otras penitenciarías del Estado y acabando con más de un siglo de historia del Alcatraz mexicano. En su nueva reencarnación, el lugar aspira a convertirse en un reclamo turístico no solo por la oportunidad de poner el pie en la que fuera la prisión más famosa de México (inmortalizada incluso en el cine con la película del galán mexicano Pedro Infante), sino también para disfrutar de un ecosistema único que cuenta con especies de fauna endémicas como el loro de cabeza amarilla, el mapache de Islas Marías y dos especies de colibríes. Pero ecologismo y turismo no son siempre los mejores compañeros de cama, así que, para mantener este delicado equilibrio, no se permite la entrada a más de 450 turistas al mismo tiempo y la estancia permitida son solo dos noches.
Los pequeños ferris que transportan un máximo de 200 personas zarpan martes y jueves desde San Blas, y miércoles y viernes desde el puerto de Mazatlán. Entre los pasajeros de este viaje hay dos personas que ya han estado en ella antes, hace más de 30 años, en unas circunstancias muy distintas. El padre jesuita José Luis Gómez Gallegos fue el cura de la prisión en 1998 y durante siete años y Joaquín Virgen Patrón es un antiguo reo que cumplió condena aquí en 1991. Tres décadas después, ambos regresan a la isla que marcó su vida.
Tras tres horas y media de travesía, la llegada al puerto de la Isla Madre da la primera sorpresa al encontrar una especie de miniciudad con avenidas, almacenes, una iglesia y calles con pequeñas casitas adosadas. Al final del muelle, un enorme arco decorado con coloridos murales pintados por los presos, con el retrato de un sonriente Nelson Mandela, da la bienvenida. Esto es Puerto Balleto, el corazón de la isla, y las casitas son los antiguos alojamientos de los prisioneros que ahora, reformados y acondicionados, son el hospedaje. Detrás del arco se extiende una amplia avenida flanqueada por jardines y buganvillas que desemboca en una coqueta iglesia, la misma que fue la casa del padre José Luis y el refugio espiritual de los cientos de presos que acudían aquí cada domingo.
Joaquín mira a todos lados sin acabar de creérselo. “Lo han dejado muy bonito, antes las calles eran de tierra y todo estaba más feo”, asegura. Unas calles más alejadas del centro que no han sido reformadas corroboran lo que dice con calles de tierra en lugar de asfalto y casas semiderruidas. Dos de ellas aún conservan en sus paredes letreros pintados ajados anunciando una antigua peluquería o una linotipia. Joaquín recoge del suelo una mancuerna casera fabricada con dos latas de conserva rellenas de cemento y la levanta varias veces, evocando la clásica escena del patio de la cárcel con los presos haciendo músculo, repetida en cientos de películas. Una escena típicamente carcelaria que resulta casi una anomalía en una prisión donde las casitas, en lugar de celdas, y las avenidas arboladas recuerdan más a un campamento de verano que a una prisión. No en vano, a los presos que estaban aquí se les conocía como colonos y sus condenas se cumplían en un régimen de semilibertad, atendiendo a talleres, trabajando, participando en competiciones deportivas y bailes y, a menudo, acompañados por sus familias en una especie de comunidad apartada del mundo.
Dentro de la iglesia, en la sacristía, el padre José Luis desempolva una vieja sotana con su nombre grabado. “Cuando me fui dejé los ornamentos aquí. Me da mucha alegría encontrarlos de nuevo 30 años después. En este lugar pasamos momentos de convivencia y celebración muy ricos”, cuenta. De esos momentos dan fe las filmaciones que el propio padre hizo con su cámara VHS durante esos años. Bailes al atardecer con orquesta en vivo, procesiones de Semana Santa, fiestas de carnaval, carreras de burros, competiciones de atletismo y partidos de béisbol con una sorprendente cantidad de niños y mujeres participando en los eventos. “La presencia de las familias buscaba la rehabilitación afectiva de los presos. En todos mis años aquí, apenas hubo incidentes violentos”, asegura.
No siempre fue así. Cuando la prisión abrió en 1910, los trabajos forzados en la salina, en la zafra o en la recogida de camarón acabaron con la vida de muchos internos. Incluso después, cuando se implementó el sistema más amable de colonias, en uno de los campamentos más alejados había una cárcel de máxima seguridad que era la cara B del sistema penitenciario. El enorme edificio de cemento protegido con alambre de espino, con largos pasillos que se abren a galerías y módulos con celdas con barrotes en las que hacinaban varios reclusos sin luz natural, es parte de la visita. Este lugar, envuelto ahora en silencio y con las cicatrices de años de abandono, resulta sobrecogedor. Esta misma sensación transmiten los ojos de Joaquín observando estas celdas, sorprendido de que en la misma isla convivieran condenas como la suya con otras dignas de Alcatraz, reservadas para los presos más peligrosos. “No conocía este lugar. La gente de los otros campamentos nunca veníamos aquí”, cuenta. “Mis recuerdos de mi tiempo en Islas Marías son muy buenos. Trabajé en el aserradero primero y en el restaurante después. Los domingos era árbitro de béisbol en la liga que teníamos. Cuando vino mi mujer, nos dieron una casita para vivir juntos”.
La isla, en su nueva vida de territorio libre, sigue estando controlada por la Marina mexicana, que mantiene una importante base militar en la isla. El personal que se encarga de recibir a los turistas, organizar los tours y ocuparse de los servicios de alojamiento, restaurante y demás, aunque vestidos de paisano, son miembros de ese cuerpo. A nuestra llegada se nos asignan distintos grupos y se nos proporciona una lista con información sobre horarios de desayuno, comida, cena y actividades para los próximos dos días. Los tours se realizan en grupos y no está permitido ir a la playa solo, bañarse en el mar o explorar la isla por tu cuenta. Las veraniegas bicis de alquiler parecen ofrecer un resquicio de libertad, pero las restricciones de paso en los caminos fuera del perímetro principal establecido en torno a Puerto Balleto recuerdan que aquí la libertad de movimientos es un concepto nuevo que necesita tiempo para ser asimilado. Más de un siglo funcionando como prisión pesa mucho y no se borra de la noche a la mañana.
Una vez entendido que este no es lugar para viajeros independientes, las actividades programadas compensan con creces. A las cinco y media de la mañana comenzamos una caminata en la oscuridad de dos horas, montaña arriba, para ver el amanecer en el espectacular monumento del Cristo inspirado en el Cristo Redentor de Río de Janeiro, levantado con un esfuerzo titánico y de forma voluntaria por los presos. Desde este majestuoso promontorio se observa la exuberante vegetación que cubre la isla. De bajada, con las primeras horas del día, varios loros de cabeza amarilla, una pareja de cardenales y un colibrí salen a nuestro paso, regalándonos una espontánea actividad de avistamiento de aves fuera del programa.
En otras excursiones, las playas y los miradores sobre los acantilados dan pistas de la belleza natural de la isla. David Montiel y Humberto Montesinos, de la CONANP, la agencia que vela por la protección de la isla y organiza los programas medioambientales, hablan de otros rincones que aún no es posible visitar, con arrecifes de coral donde nadan tiburones gata a escasos metros de la orilla y playas vírgenes donde desovan tortugas golfinas y carey. Tras las excursiones del día, una visita al museo donde, a través de fotografías y objetos, se cuenta la historia de los 114 años de la prisión y de las personas que la vivieron en sus carnes. Presos comunes y personajes ilustres como José Revueltas, escritor y preso político encarcelado por sus ideas comunistas y que escribió Muros de agua (1941) durante su encarcelamiento aquí. Su figura aparece representada en uno de los espectaculares murales hechos por los presos en un salón de actos. Otras historias, contadas en el cementerio del lugar, forman parte del folclore de la isla. Historias como la de El Sapo, el preso más sanguinario que hubo en la prisión con 150 crímenes a sus espaldas, enterrado junto al cura Trampitas por expreso deseo de este último en un relato de una improbable amistad.
Las palmeras junto a la iglesia se convierten en lugares de encuentro de los loros al atardecer. En el comedor al aire libre frente al mar el grupo hace cola educadamente frente al bufé. Platos sencillos, pero sabrosos, y bebidas sin alcohol y conversaciones cruzadas entre las mesas con gente a la que ya empiezas a conocer refuerzan esa sensación de campamento. Por la noche, un coronel de la Marina invita a observar las estrellas sobre la pista de aterrizaje del aeródromo militar a través de un fascinante relato que mezcla mitología, astrología y leyenda con los conocimientos de las estrellas que solo tienen quienes han vivido guiándose por ellas.
Nuestra estancia de dos días termina. Algunos apuran para comprar artesanía huichol en los puestos de los artesanos que cada semana hacen el viaje para vender su mercancía. Embarcados en el ferri, el personal de la Marina que nos ha atendido este tiempo, formados en el muelle, nos despide efusivamente mientras que el padre José Luis y Joaquín devuelven el saludo desde cubierta. El barco se aleja dejando la isla atrás. “Mereció la pena volver”, suspira Joaquín, con la mirada aún clavada en ella.
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